por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico
I
A
Rodrigo, que estaba, pero no hablaba, en casa, y hablaba, pero no
estaba, en la calle, se le planteó que el único modo de sacar la
basura de su hogar era cambiarse de casa de vez en cuando. La calle,
las palabras, la casa y el estar. También Rodrigo, que no podía
dejar de sostener el entramado imaginativo, a pesar de ya barruntar
que el paso a un nuevo hogar pasaba por aprender nuevos modos de
cultivar la planta de la menta, circulaba entre debilísimas marismas
contrapuestas. “A esta alturas de otoño ya no quedan hojas, sólo
unos pocos tallos y las raíces que no se ven…”, se decía sin
enunciar Rodrigo, pero como el batido de vainilla con una pizca de
menta era su preferido y no quería para nada cambiar de sabor
continuaba con el automatismo que le conducía a rebuscar
alternativas para la conservación de la preciada hierba. “Congelada,
seca, o…” e inmediatamente el ruidillo del microondas colaboraba
en la desanimada conversación “…en aceite esencial…”. Un
pitido avisaba entonces del final del ruido de fondo y por fin la
boca se abría (daba igual, seguía sin haber palabras), estuviese ya
el almuerzo caliente o no.
Al
menos Rodrigo tenía bien claras algunas cosas. El nuevo idiolecto a
aprender, el nuevo modo de cultivar, pensaría ante todo en y con los
codos. Insensibles y con grietas, perfectos para rascarse los ojos y
comprobar si aquello que se veía era cierto o no, geniales para
quitarse el pesado sudor de la frente. Un idioma, en definitiva, que
sólo podía ser escrito si ya se leía con otros en la escritura,
eso sí, independientemente de que uno escribiera con la mano, con
los pies o con los codos mismos.
Rodrigo,
que pretendía evitar ante todo quemarse en la punta de los dedos (el
que más le importaba era el dedo "corazón"), tomó
definitivamente el plato con los codos. No estaba demasiado caliente
pero sopló un par de veces. A esa distancia la comida, un poco de
arroz con puerros y pollo, empezaba a parecer casi cualquier cosa.
Con tanta cercanía la vista fallaba. Y por ahí había que empezar.
Si bien el hecho de que la pérdida de la hegemonía visual que
exigía esa distancia no permitiera distinguir el puerro del pedazo
de pollo era muy diferente a tratar de deshegemonizar la visión como
apertura, uso y redistribución del resto de sentidos, cada uno con
sus diferenciaciones propias. "No, puré, no..." se repitió
y dejó el plato sobre la mesita de la cocina. Finalmente llevado por
el hambre tomó cubiertos en mano y empezó a comer. Aunque, eso sí,
mientras tanto, continuó practicando el nuevo idioma. Gimnasia para
los ojos.
De
todos los trazados que sus ojos recorrieron (cruz, gran X, una
espiral y un cuadrado) mientras comía, el único que no pudo
recorrer porque ya estaba en ello, es decir, el único trazado que no
recorrió en aquella ocasión porque exclusivamente lo podía
recorrer él solo (sus ojos como "parte" de él, su cuerpo)
y ya lo estaba recorriendo hiciera el trazado que hiciera (pues el
círculo y el punto se confundían mutuamente en círculo-punto
impensable/absurdo en cuanto se trataba, a la vez, del círculo
máximamente pequeño (mínimamente grande) y del punto máximamente
grande (mínimamente pequeño), componible entonces al absurdo con
cualquier figura "extensa"), era el círculo. "Donde
van los ojos, va el cuerpo...", se dijo y continuó abriendo
ventanas-de su cuerpo. Al menos con el tiempo que eso requería para
alguien poco acostumbrado, y desde luego Rodrigo no lo estaba mucho,
el resto de tareas parecían demasiado ligeras. Sobre todo las que
tenían que ver con la gestión de los antiguos lenguajes de otros.
Por ponerse algún ejemplo de lo difícil que era deshacerse de ellos
ante la enorme extrañeza que suponía todo aquello para él, tomó
un folio en blanco y comenzó a hacer balance de ingresos y gastos.
Mes a mes, con los cuatro últimos, no tardó demasiado en concluir
que necesitaba ingresos extras para llevar a cabo la mudanza.
La
carta de Juana estaba también sobre la mesa, cerca del folio lleno
de números enormes y tachones que terminó arrojando con desgana. Un
papel junto a otro. No se rechazaban en absoluto, pero Juana y
Rodrigo sí. Hacía tiempo que no se veían ni se sabían, desde su
despedida en la calle Donoso. Y
ahora, por qué no pues había recordado su libertad con la carta
cerrada de Juana, podía volver a saber de ella sin demasiada pena.
Saber, querer, pensar, desear de o sobre Juana, no era algo que
motivara a Rodrigo a abrir la carta, pero tal vez sí aquello le
podría entretener lo suficiente para alejarse del problema de la
financiación y, tras ese entretén, poder volver a él con alguna
nueva solución que permitiera la mudanza. "Querido mío, dentro
de poco moriré, mi proteonoma no da para más, nada que hacer..."
era la primera línea que Rodrigo leyó en el escueto texto de la
carta, y lo siguiente que venía dejaba bien a las claras que la
unificación de los problemas y las soluciones de Rodrigo pasaba por
allí. Su amiga, en principio ya difunta, legaba su vivienda de
Donoso a Rodrigo. Aunque el hecho de que los problemas y las
soluciones se unificaran no los eliminaba, sólo hacía que de un
golpe, en la misma raíz visible y de nuevo circular, residieran
ambos. El círculo hacía tres recorridos distintos aunque siempre
pasara por un mismo punto monetario: pedir un préstamo bancario
para, con ese dinero, atracar un banco y así, finalmente, obtener
fondos para la mudanza a la casa de Juana.
Sin
demasiada preparación, poco más que lavarse la cara y los dientes,
Rodrigo se dirigió a la corporación nacional bancaria que
gestionaba sus ingresos. No estaba lejos. Únicamente tuvo que cruzar
la esquina de su calle y se topó con una esfera de números
entretejida con zarzas que, anclada en el suelo y justo delante de la
puerta de entrada, andamiaba la fachada del banco. No esperó
demasiada cola. Enseguida un interventor le recibió en su despacho.
- Buenos días,
Rodrigo Jiménez del Corral, ¿verdad?
- Así es, buenos
días.
- Veo en su informe
que desea pedir un préstamo personal.
- Sí.
- Lo
que no especifica su informe es qué hará usted con el dinero que le
dejaremos...
- No, bueno...
-
Además, sus ingresos son muy escasos, si nos tuviera que devolver el
préstamo únicamente en base a sus ingresos tardaría años... y eso
si usted no gastara nada más, si no comiera en ese tiempo,
necesitase ropa, o vivienda... por cierto dígame, ¿tiene alguna
vivienda en propiedad?
- No, justamente
dentro de poco pretendo mudarme a una vivienda familiar.
- En su informe no
dice nada de eso. Pero tranquilo, no tiene que darme explicaciones.
- ...
- Dígame, ¿tiene
otra fuente de ingresos a parte de los declarados?
- No.
- Es decir, que la
garantía efectiva de devolución del préstamo giraría en torno al
éxito de la empresa que usted comenzaría con el préstamo.
Exclusivamente de eso, ¿me confundo?
- No se confunde, es
así.
-
Bueno, esto es lo que siempre hemos llamado un préstamo de altísimo
riesgo, vieja receta... mire, actualmente la corporación de gobierno
está facilitando de nuevo estos préstamos a bajísimo interés
sobre todo para nuevos emprendedores, quizá no tanto para gastos
directos en consumo. Es una prueba, pero usted ha llegado en el
momento justo.
- Ah, vaya...
- Ya
sabe, movilizar el movimiento de la pequeña economía… es como dar
otro giro de tuerca a las estructuras intermedias… son las mismas
empresas… empresas comprometidas con la gente porque hay gente
detrás que vive en, por y para la empresa... gente que cuida de la
gente, ¡no hay mayor garantía!, y nuestra labor, como banca
nacionalizada, ya no es requerir como aval viviendas o propiedades
privadas. El único aval que nos sirve es su vida... o lo que quede
de ella… el que usted quiera compartir su vida con nosotros, con la
corporación... flexi-emprendedores totales... sí,
"flexi-emprendedores radicales por el bien de todos, si usted
quiere" creo que será el lema de la campaña publicitaria que
comenzará el ministerio en breve. Una vuelta a los pequeños
préstamos de confianza, como en familia...
- Claro... bueno si
quiere le puedo detallar en qué emplearé el préstamo...
- No,
no, tranquilo, nos encantan las sorpresas. Lo único que necesitamos
saber es lo siguiente: con el dinero que le dejaremos, ¿usted
llevará a cabo una actividad que le permitirá devolver el dinero
que le prestemos?
- Sí, claro.
-
Perfecto, ya está, no necesitamos saber más. Las condiciones del
préstamo se explicitan en este documento. Lea usted mientras yo
cumplimento este formulario, y si está de acuerdo firme abajo, en
poco más de dos horas tendrá la cantidad acordada en su cuenta.
Y no
una hora sino cuarenta y cinco minutos fue el tiempo que tardó el
móvil de Rodrigo en avisarle de la transferencia. Para entonces
Rodrigo ya había escogido una pistola de agua de gran calibre y una
máscara (de batman) de gran calidad que, ya de paso, también fuese
aprovechable para carnavales. Lo siguiente fue llenar la despensa
(con el estómago lleno se atraca mejor) y elegir qué corporación
bancaria sería la protagonista del hurto.
II
Cuando
Rodrigo y Juana se separaron frente al creciente rubor del
hombrecillo del semáforo que marcaba el pulso de la calle Donoso,
ninguno de ellos se preocupó porque el hombrecillo no tuviera cuerpo
ni figura definidas, sólo sonido y color. Muchas lágrimas habían
sido vertidas en la cercanía (ay pobre mí, pobre de tí, pobre de
nosotros y pobre del mundo, pobre mundo) como entrante exquisito que
ambos hubieran reservado para esa ocasión de tintineos. El sonido de
fondo de la escena era una grabación del "pío-pío" de un
pájaro sin pico que únicamente se podía encontrar en esa
casa-cuartel de alambres fundidos y coloreados de campaña, y el
color (con mínima forma) era la composición en una cambiante figura
cada veinte segundos (el
semáforo se encontraba en el tramo de la calle de mayor amplitud) de
particiones regulares básicas ya no descomponibles en otras.
Como a
pesar de que el cambio era triple (de canto/silencio, de colores y de
movimiento de la figura no definida), el único cambio con movimiento
pero sin tránsito era el cambio que acompañaba estrictamente al
cambio de color del semáforo, es decir, la torna de la posición
relativa de una de las figuras inferiores y otra de las superiores
del hombrecillo siempre sobre fondo negro (color de gala, pajarillo
de noche); el extraño pajarillo alado se ponía a cantar y los
andantes pajareaban como el que más. De manera que la relatividad
del cambio sin tránsito era tanto entre las partes componibles del
hombrecillo de colores y sin figura como entre esas mismas partes y
el fondo negro. Reciprotividad simultánea y fondo negro. El fondo
negro también se movía y marcaba el paso. Acompañaba y suponía a
los viandantes de al lado, no ya visibles sobre él sino más bien
insensibles a cambiar de dirección mientras cruzaban la calle.
En
aquella remota ocasión Rodrigo se quedó quieto mientras veía
alejarse lentamente a Juana. Su paso decidido y lento hizo que la
despedida visual durase cinco minutos: un minuto fue lo que tardó el
semáforo en ponerse de nuevo en verde, otro lo que tardó Juana en
cruzar la calle y otros tres ocupó perderla de vista tras el muro
empedrado de su bloque. "Ya está, se acabó..." se decía
Rodrigo, "...ella será feliz y yo... y yo..., ya sé lo que
pasaría si sigo con ella... después de todo fue ella la que quiso
que nos dejásemos de ver...". E inmediatamente, pero sólo
porque ello ya regía, se sintió libre. Presintió cada parte de su
cuerpo así: podía tener y tenía impresiones de cualquier rincón
corporal antes de saber qué rincón era o dónde se encontraba.
Conocía su cuerpo perfectamente porque lo sentía ("lo",
como algo ahí) y no podía sentirlo sin que algo de fuera entrara en
contacto con él. Cinco dedos eran una mano. Mano, muñeca,
antebrazo, contrabrazo, codo y hombro, una extremidad. Y de allí no
pasaba, del extremo de un brazo (hasta donde alcanzara la mano, eso
sí, todo envuelto para regalo en piel). Así
tenía la seguridad de conocer perfectamente todo lo de alrededor.
Poco le sorprendía. Y eso que el asunto ocurría sólo porque
conocía su cuerpo sobre el fondo negro y el fondo negro confundía a
favor de la confusión su propio cuerpo con lo que se le aproximaba.
Si probaba el sofrito que estaba preparando y se había pasado
ligeramente de sal, él, entre otras cosas, era sofrito, él, sobre
otras cosas, era sal. Lo similar pasaba con los rayos de sol. Con
ciertas diferencias de grado entre días y estaciones, Rodrigo
presentía que el calor del sol de un día de sol le calentaría. No
predecía, ni calculaba, ni vaticinaba. Sentía frío y sin más el
calor venía mediante los rayos del sol antes de darse cuenta de que
el día era soleado.
Por
otro lado, aquello atrapado por el toque de su mano (luz, sofrito,
etc) tampoco se superyugaba sin más. Quería y no quería ser tocado
por sus dedos. Sin contradicción, ¿cómo podría ser de otro modo
si ni tan siquiera había tránsito alguno del fondo negro a lo
interpuesto en ello? Así, sin voluntad predeterminada propia ni
ajena, ni deseo de ningún tipo (deseable) su cuerpo se situaba en
una concatenación de hechos aislados y encontrados concatenadamente
ya por el fondo negro repetitivo en el cual estaba. El fondo negro
era libertad, el libre encuentro y la llamada siempre dispuesta a
toparse con el acople perfecto (es decir, no con cualquiera, sino con
aquel acople ya condicionado por la repetición dada del "lo")
de su cuerpo y el de afuera.
Bella
amalgama de recortes conjuntados en la que sus palabras se esparcían
in-discriminadamente por aquí y por allá. De nuevo, tan bello como
estúpido. Barra libre de memoria personal en la que en muy pocas
ocasiones, como recuerdo primigenio y matriz de su libertad, se
emboscaba a sí mismo en la vuelta al día en que conoció a Juana.
En
esas ocasiones el relato que guiaba su recuerdo se fijaba como
diálogo en el que uno de los dos que dialogaban, Juana, no
intervenía pues se hallaba en un segundo plano lejano, pero en una
lejanía suficientemente visible (no lejana) como para esperar en
todo momento su participación y acercamiento e incluso (tan alto era
su lejano pedestal), para constar que sin esa participación nunca
completa del todo no hubiese habido ni tan siquiera diálogo como
recuerdo del relato de ambos. A esa media distancia equilibradamente
externa al diálogo, Juana se convertía en un espectador cautivo de
la historia, siempre se la esperaba y nunca podía llegar. Siempre su
paso atrás se dibujaba como disipación atmosférica (de nuevo fondo
negro). Paisaje ornamental en que Rodrigo podía recrear libre y
cómodamente el primer momento en que probó el batido de vainilla
con menta.
III
Un
grupo de cebras salvajes había tomado parte del centro de la ciudad.
Eran salvajes pero recatadas. No ocupaban demasiado y mugían
moderadamente canciones protesta. Sólo cuando los agentes de la
ordenacion estatal rodearon a los animales para que no ocuparan el
cercano acceso a una calle peatonal y muy comercial, comenzaron a
gritar como si una tropa de leones les emboscara en un desfiladero en
el que sólo pudieran pasar de una en una. Todo muy pacífico. Al
menos lo suficiente para que Rodrigo pudiera pasar cerca,
escucharlas, rozar sus cuerpos (los cuerpos de una de ellas) y
continuar su camino a la panadería.
Primero
Rodrigo había pensado ir a la harinera de Pedro, pero vista la hora
y ya que necesitaba sí, sí o sí pan, decidió ir a la tienda de
"Pichi", aunque estuviese bastante más lejos. Andaba
rumiando justamente el camino más corto para llegar cuando una
pequeña cebra huida del cerco policial chocó con él (ocico con
pierna derecha). Lo poco que cruzaron antes de que la cebra saliera
pintado fue un pasquín y en un único sentido, de la cebra a
Rodrigo. Sin vuelta. En los papeles, muy en grande, se presentaban
unos caracteres que venían a decir algo así: " SÍ Y NO ES NO.
NO A LA CLONACIÓN DE ÓRGANOS EXCLUSIVAMENTE PARA TRASPLANTES DE
MASCOTAS. LOS ANIMALES SALVAJES TAMBIÉN TENEMOS DERECHOS, SI TODOS
SOMOS ANIMALES, ¿QUIÉN CUIDA DE MI CORAZÓN?, SI COMO, CORRO Y
PUEDO DAR CARIÑO COMO EL PERRO DE TU VECINA, ¿POR QUÉ MIS PRÓTESIS
NO SE AUTOREGENERAN...?". Y aunque Rodrigo guardó los papeles
en un bolsillo continuó encaminado sin mucha turbación hacia la
panadería.
En la
panadería, sin Pichi, el personal comentaba el frío que hacía en
la calle. Tal vez porque Rodrigo estaba también muy congelado,
apenas dijo nada, lo mínimo para comprar un kilo de harina y un poco
de levadura. O tal vez no se detuvo mucho tiempo en la tienda pues ya
estaba bien seguro de que los comentarios sobre el clima apenas hacen
que la temperatura y la metereología cambien. Como fuese, no tuvo
que ir muy lejos para enfriarse por dentro y así asumir conservando
el frío de fuera. Junto a la tienda de "Pichi" había una
heladería y Rodrigo, tras comprobar
con buena alegría el horario, entró de inmediato. "Qué
suerte, no falta mucho para que echen el cierre..." afirmó con
un golpe a la puerta y no esperó a que la muchedumbre que esperaba
para elegir sabor se decidiera. Simplemente se abrió paso hasta el
mostrador. "Mmmm... no sé bien qué tomar..." masculló y
empleó mucho menos tiempo en echar un vistazo al abanico
tremendamente colorido de helados y batidos de sabores ofrecidos por
el mostrador que a las mesas sin ocupar en las que podría degustar
su opción.
Con el
vaso de tubo lleno hasta casi rebosar de mezcla de leche
semidesnatada, helado de vainilla y un poco de menta, se sentó en un
taburete orientado hacia el exterior, muy cerca del interior del
escaparate. La acera y las zonas de paso estaban bastantes desiertas.
Rodrigo, sin embargo, se fijó bien en la única persona que
deambulaba por la calle. Aunque enseguida un toque por la espalda le
obligó a volver a su batido. "Disculpe usted, ¿puedo
sentarme?", fue lo que una voz audiblemente anciana masculló
justo a la vez del toque. El aspecto de la señora acompañaba su
sonido. Una mujer alta, aunque ya curvada, de piel limpia, pero
aparentemente muy arrugada, fue lo que en un primer momento la mirada
de Rodrigo sondeó. "Tendrá unos ciento cincuenta años..."
pensó y su atención terminó de recorrer el rostro orientándose a
su pelo blanco, para nada prístino, que se mezclaba con mechones de
colores más cálidos.
Para
cuando su curiosidad visual quedó saciada la anciana ya se
encontraba sentada a su lado con una buena cucharada de helado de
chocolate en la boca.
- Mmmm... me encanta
esta heladería, hacen los helados como en ningún sitio.
- Sí, los batidos
también están riquísimos.
-
Vengo todos los martes desde hace más de cincuenta años, ¡y siguen
sabiendo igual que el primer día! Tú... tú no vienes mucho por
aquí, ¿verdad? tu cara me quiere sonar pero creo que no te había
visto antes... siento no poder enfocarte mejor, esta lente
intraocular multifocal no termina de funcionar bien...
- No, no, creo que
es la tercera vez que vengo.
- Claro, ya decía
yo... creo que he visto a otros como tú por aquí pero no eras tú.
- ¿Otros como yo?
- Sí,
sois tantos... me refiero a jovenzuelos solitarios con ese aire de
despreocupación por el mundo... parece que la depresión constante
está de moda y para nada reñido con la algaravía grupal y la
actividad más visceral, no paráis...
- Bueno...
- Por
favor, disculpa mis prejuicios... sólo quería decir que se suele
llamar descanso a la desconexión depresiva de la actividad frenética
en la que estamos sumidos... hacer, hacer y hacer... y por supuesto
no pretendía decir que a ti te ocurriese... no te pretendía
ofender, pero la edad en ocasiones permite hacer juicios un poco
ligeros...
- Nada, nada,
tranquila, seguro que algo de razón tiene... disculpe, ¿y cómo es
su nombre?
-
Juana... por favor tutéame, no me llames señora Juana ni doña
Juana, me pones años y ya me los pongo yo solita...
- Perfecto Juana...,
¿entonces sí que vienes mucho por aquí?
- Sí,
cada vez más... mis rutinas cada vez se aferran más a este sitio...
es curioso...
- ¿Mmmm?
- Me refiero a todo
lo que vengo aquí...
-
Bueno, todos tenemos nuestras pequeñas manías y obsesiones, ¿sabes
que cuando me ducho siempre primero me enjabono la cabeza y luego el
cuerpo...?
-
Guau... vaya, lo tuyo no tiene nombre, pobre cuerpo el tuyo... y esa
cabeza separada... uy... bueno, verás, es que los martes vengo aquí,
pero no por costumbre. No es como cuando nos acostumbramos a algo,
integramos situaciones a nuestra rutina para formar hábito...
- Tengamos la edad
que tengamos, si algo nos va bien...
- Qué
gracioso, eso dice mi médico... verás es que últimamente, los
últimos veinte o treinta años... desde que cumplí los ciento
veinte, creo... las rutinas dejan de estar formándose en(e)migo por
repetición de actos encontrados... resulta que es mi rutina la que
busca otras rutinas, soy buscadora de costumbres, una rutina que
busca otras, la parte que no pongo yo de los actos trans-individuales
a incluir ya no está por ahí esperando mi acercamiento ciego u
orientado por placer individual mío (puro respeto), ya no soy una
burbuja de espuma estallada que no quiere volver al mar tras chocarse
con un acantilado rugoso y percibir que nunca se alejó de él (de la
mar). Fíjate... dudo incluso que un martes que no pudiera venir
aquí, no sé... porque fuese temporada de recogida o algo así...
dudo que ese martes este lugar tan siquiera estuviera aquí.
- Bueno, si tienes
dudas podemos preguntar los horarios de la heladería...
- Je,
ji (la risa de Juana sonaba como se escribía)... ¡cómo eres!,
dime... tú nombre es...
- Rodrigo.
- ¡Qué bonito!, y
dime Rodrigo, ¿te has enamorado últimamente?
- ¿Perdón?
- No fingas, me has
escuchado…
- No, bueno, no sé,
entonces supongo que no…
- Que no te has
enamorado, dices…
- Juana, la pregunta
es un poco pastelosa, ¿no?
- Por supuesto,
estamos en una heladería, ¿qué esperabas?
- Ah, clar…
- ...
- ...ro...
- ¿Qué ocurre?
- … disculpa, me
he despitado, ¿no te huele raro...?
- Uy,
perdona, creo que tengo que ir al baño… es increíble lo que ha
cambiado la neurociencia y la genética en los últimos 50 años, ¡¡y
la ciencia del aparto digestivo sigue en el mismo punto que a finales
del siglo pasado!!
La
anciana se levantó y con un paso extraño, como con pasitos cortos
pero en rica cadencia, caminó hasta el baño. Rodrigo bebió un poco
más de su batido, ahora directamente del vaso. Echó una oída al
murmullo del local y como ninguna conversación ajena le parecía
interesante volvió a la acera y su vista. Enseguida llegó Juana.
Rodrigo tardó en darse cuenta de su vuelta.
- Te has ido de
nuevo y hace frío en la calle, ¿verdad?
-
Sí... hace tanto frío fuera y mi cuerpo está caliente, por dentro
y en la superficie. Es como si ese contraste enorme de temperaturas
generase el vacío... sí, miraba a ese transehunte solitario, era yo
mismo...
-
Siempre uno cualquiera es yo mismo, así no se falla... pero tú eres
mucho más hermoso que ese que ya no está...
- ¿Tú crees?
- Pues
claro, si el vacío es el contraste, y siempre hay cuerpo y
cuerpos... ¿puede haber algo más contrario a la soledad? A no ser
que lo que te moleste es que haya demasiada distancia entre cuerpos,
demasiado contraste de temperaturas...
- Ya, ya, la
temperatura en el vacío absoluto es imposible...
-
Claro... así que no queda otra que recibir el vacío de cuerpos,
pero sin abarrotarlo, cada cuales con sus contrastes, diferentes
temperaturas de contraste y vacío...
- ....eh...
- ¿mm...?
- ...perdona, pero
estaba pensando lo que decías, da que pensar... eres muy sabia, eso
lo da...
- ... ¿la edad?
- Sí, pero no
quería ofender...
- No
ofendes, todo lo contrario... a mis ciento cuarenta y siete años
pocas cosas ofenden... es casi inversamente proporcional a lo de los
prejuicios... pero sí que llama la atención la pena que suele
levantar entre la gente eso de que uno muera cuando se llega al
estado de plenitud de saber que se supone a la vejez...
- Y eso quien
llegue...
- Mira, en los
últimos treinta años se ha multiplicado por dos la esperaza de vida
de los seritos humanos, ¿te parece que haya más sabiduría?, ¿más
saber hacer por ahí?
- Desde luego que
no.
- ¡Qué
gran problema! Algo no va en la educación si tenemos que esperar en
un tortuoso proceso acumulativo de conocimiento para tocar con los
dedos las claves de la buena vida... toda una vida en su búsqueda,
si hay suerte, con un hacer y hacer ciego que pretende buscarlo,
poseerlo, conseguirlo y finalmente no hacerlo, ¡porque ya se es
demasiado viejo o se está demasiado hastiado!
- Sí,
en eso anda la transimisión creativa de conocimiento, el hacer
intermedio no es ciego, ¿no?, tenemos las referencias de los que ya
han pasado por ahí y nosotros las abrimos a los que vendrán...
- Ese
es el cuento que se relata a los niños antes de apagar la luz para
que participen del proceso sin rechistar... lo que no se cuenta es
que el narra el cuento, el que decide si se pone o se quita la luz y
añade temor a uno u otro caso, es justamente el mismo que no permite
que el anciano pueda llegar a la senectud con vitalidad y fuerza de
seguir viviendo, agotados... y además, ¿no te parece que si el
saber es creativo-transmisivo y no sólo reproductivo esas
referencias difícilmente podrían estar anudadas de antemano?
-
Claro, ¡no
sabes qué difícil es encontrar alguien al que el ensayo y error
teledirigido también le agote!
- Yo
también me emociono hablando y haciendo estas cosas... eres
demasiado hermoso...
- ...
- Lo
ves, incluso te sonrojas... pero no te quiero hacer sentir
incómodo... sólo digo que es curioso que esto ocurra con más
fuerza que nunca... el fracaso de la educación, de la gente más
lista... el que en lugar de dar/recibir modos de anudar enseñemos
tipos o tipologías de nudos en una cuerda ya tensada de principio a
fin... y que esto ocurra justamente cuando la sanidad obtiene las más
abrumadoras cotas de éxito...
Juana
y Rodrigo terminaron pronto la conversación. También el batido y el
helado. Uno de los camareros les recordó que el local estaba a punto
de cerrar y se apresuraron a no dejar ni gota de sus consumiciones.
Ni gota fuera, todo en la lengua, en el paladar y en los dientes.
Pero que permaneciera allí, sin prisa para escaparse al estómago.
Ambos se despidieron con una sonrisa fea, llena de manchas, y un
"...a mí también me encantaría volver a verte... pronto...
aunque ya sabemos que el tiempo es mucho más que una (UNA) vida...".
De
vuelta a casa Rodrigo, entusiasmado como estaba, se detuvo frente a
la estación norte de tren. La descuidada fachada de ladrillo visto y
cemento llamaron su atención. "Con lo que suelo pasar por aquí
y nunca me había fijado...", se decía y su atención saltó
ahora a la cola de animales que esperaba frente a una de las
taquillas. Había algunos perros (tal vez lobos), dos conejos, un
gato, una rana y un pato que con bastante buen orden se enfilaban
hacia la taquilla. Sólo una paloma y unos gorriones, que no paraban
de revolotear a lo alto del hall de la estación, parecían pasar
simplemente por allí. Un relámpago y un trueno simultáneos,
incluso más que las primeras gotas sobre su cabeza, le invitaron
definitivamente a entrar. Corrió para cruzar el umbral de la puerta
que soportaba el letrero de "SALIDA", y sin más se puso en
el último lugar de la cola. Inmediatamente alguien se colocó tras
él.
Cuando
Rodrigo se sacudió las pocas gotas de lluvia de su abrigo, el pato y
la rana, que habían recibo la mayoría, gritaron de júbilo y
salieron a la calle, hacia la lluvia. Pero alguien se quejó. "¿Quién
habrá sido el damnificado?" pensó Rodrigo antes de darse la
vuelta. Y enseguida comprobó que una chica con un abrigo muy largo y
marrón (ligeramente moteado por gotas de lluvia ajenas) se avalanzó
sobre él. "Rodrigo, ¡eres tú!, no te veía desde el
instituto...", a lo que él sólo pudo contestar "...muy
bien, ¿y tú?...", a pesar de que, ciertamente, no pudo
reconocer a la joven. Tampoco, en lo que siguió de conversación,
entendió ni una palabra. Sobretodo porque uno de los lobos discutía
a voces con el gato en torno a si el billete reducido de familia
numerosa era a partir de cuatro o cinco miembros en el núcleo
familiar. Pero también porque la joven hablaba un idioma raro. Había
palabras, aisladas y arbitrarias, que de repente Rodrigo entendía,
pero enseguida perdía el hilo. Aunque la aguja del hilo, sí
enhebrada aún sin costura continua, eran los gestos y movimientos de
la chica. Ahí la ausencia de sentido en sus palabras se llenaba. Y
Rodrigo continuó un ratito respondiendo de cuando en cuando con
cabeza y muchos hombros. Casi hasta que el tren llegó.
A
pesar de que el pitido de la locomotora rebosó toda conversación
hasta secarla, Rodrigo tenía más o menos claro que la joven, esa
supuesta amiga de su hermana en el instituto, colaboraba con los
animales presentes en alguna tarea extremadamente vital. La protesta
de las cebras se había extendido, y algunos animales humanizados
(doblemente humanizados, triplemente estupidizados) habían
abandonado a sus dueños para ir al frente y unirse a las
concentraciones. La joven acompañaba a los animales para facilitar
el que no ocurriera que por ejemplo alguno, suficientemente no
familiarizado con los códigos alfanuméricos humanos, quisiera
entrar en el baño de señoras siendo macho y viceversa.
Antes
de que el tren partiera de nuevo y tras cerciorarse de dónde sería
la concentración principal, Rodrigo buscó una cabina en la estación
e hizo algunas videollamadas a amigos para comprobar si se unirían a
las protestas. Todavía tuvo tiempo para montar en el tren antes de
que partiera. No llevaba billete y el revisor, un señor algo
cheposo, le invitó a bajarse en la próxima estación. Lo mismo
ocurrió con el pato.
IV
Sí
estaba. Al menos desde que nació. La floración regía la vida en el
bloque de Emilio. Una vida organizada en diferentes registros de
asentamiento y despliegue. El bloque era un ser vivo. La vida
no-interna eran ruidos de fondo (para nada negro) y gemidos en la
noche, también voces animales que se colaban por las débiles
paredes entre los apartamentos no sólo a la hora de cocinar y notar
que faltaba un poco de sal o aceite para el almuerzo y la comida (en
la cena nunca faltaba nada). Y es que las paredes eran claves para
que la comunicación visual se conjurase como insuficiente, para que
la imagen de la figura todavía abierta del dibujo de un rostro no
dijera más que la vibración compartida del oír/decir un susurro de
muchos.
También
la vida no-externa de los componentes del bloque se mantenía como si
hubiera contornos sombreados fuera, tras las paredes. Aunque en ese
caso los extranjeros no eran vecinos y solían formar parte del
servicio de recogida de basuras o algún otro servicio municipal.
Ahí, el ser vivo que componía y ocupaba el primero A, B y D, el
segundo A, B y C y el tercero A, B y C, convertía el registro de
salida en función metabólica. Excrecencia de la producción interna
que obligaba a la salida hacia fuera de sí. No es que los forasteros
al bloque fuesen basura, sino que la basura recién producida, es
decir, todavía no abandonada como inútil (todavía no olía mal)
era el único proceso en el que la ruta metabólica no-externa se
abría sobre sí misma. Sin tiempo para decidir si aquello servía
todavía o no para algo, la basura ya era requerida por la necesidad
de algo externo que demandaba cabida en los ciclos del bloque porque
el bloque ya modulaba sus ciclos de acuerdo a esa recogida largo
tiempo cuidada por el hábito compartido. Por eso si una semana no
había recogida de basuras el organismo no se envenenaba sin más. La
costumbre nunca puede atentar contra la vida creativa. Y los residuos
derivados del día a día de cada uno de los hogares saltaban de
hogar en hogar, de pared entre pared, a suelo compartido. En
consecuencia, las gentes que habitaban el bloque de Emilio hacían
todavía mucha más vida en las zonas comunes, en el hall de entrada
y en el patio central a todas las casas, cuando no funcionaba el
sistema externo de recogida basuras. En esas circunstancias el ser
vivo residía en un estar de conservación y crecimiento pleno, en su
máximo esplendor en los atardeceres y mañanas de lluvia en las que
el agua tocaba el suelo sin techo del patio central del bloque. Y si
había algo que lo evitaba, al ser vivo le salía una cana y la
basura empezaba a oler mal, se respirase como se respirase.
Pero
un día ocurrió que alguien nuevo se mudó al bloque. Lo que no era
raro es que con esa mudanza tuviera que mudar el bloque entero. Eso
lo vivían y sabían cada soberano órgano del ser vivo. También
Emilio. Lo extraño de esa mudanza fue que el cambio inducido no
fuese proclamado únicamente desde dentro sin cerrarse a los afueras
posibles sino que hubiera una solicitud interna y formal por carta
tanto a los habitantes del bloque como a los habitantes del bloque
que estaban por venir. La señora Gutierrez Rivera (Juana), viuda
desde casi su nacimiento, en sus últimos días y sabedora de que
eran sus últimos días, escribió una carta abierta a sus vecinos en
los que anunciaba que en unos pocos días dejaría de vivir. La carta
empezaba con un solemne "Queridos amigos y vecinos del 27 de la
Calle Cuesta de la Picota..." pero como la anciana (tan anciana
era, unos doscientos años, que ya no tenían mucho sentido las
distinciones de género) últimamente era un apéndice anclado a una
estructura ósea fijada a su vez ya sí a partes móviles vivientes,
sólo pudo dar a conocer la carta a través del correo ordinario. Sin
poder ya participar demasiado en la vida del bloque, metió como pudo
la carta en el buzón de sus vecinos y envió otra copia a su amigo
Rodrigo. Todas las cartas terminaban anunciando que Rodrigo
comenzaría a vivir en el bloque tras su muerte. Tal era su legado.
Y
Rodrigo se mudó justamente a una pequeña casa en torno al hogar de
Emilio. Aunque no obtuvo el permiso de cambio de residencia
fácilmente. En ciudad Sony de Madrid la movilidad en la residencia
estaba muy muy garantizada. Pero el permiso estatal sólo soportaba
el cambio si estaba justificado por la necesaria flexibilidad laboral
o mercantil en general (ahí podía entrar la continua formación o
el alejamiento de las estructuras familiares de dependencia). Si uno
se movía y cultivaba con buen (y bello) interés, el permiso y todas
sus garantías venían solas. Pero si las mudanzas ya estaban
preparadas antes de moverse, si la exigencia de cambio de lugar ya
estaba allí y sin empaquetar previamente a todo desplazamiento del
dormitorio de las unidades de movimiento, el asunto se entorpecía y
en ocasiones el permiso nunca llegaba. Jugó a favor de Rodrigo que
su desagradable tendencia a hablar indicriminadamente en público
casaba perfectamente con la clasificación municipal del bloque de
Emilio como "bloque de aislamiento" para "individuos
no muy diferenciados". Ambiguo era tanto no estar
profesionalizado como estar profesionalizado en un empleo indefinido,
estar, en definitiva, fijado demasiado tiempo a un espacio y un
tiempo acotados. Dos veces tiempo. Y aunque los habitantes del bloque
no entraban en ninguna de esas tipologías, el permiso llegó pronto
junto a la invitación informativa del concejo a que Rodrigo
participase en unos cursos de diálogo interior y cuidado del espacio
público mediante sonrisa exterior.
Para sí, para si
parasiteas de tí
ante todo parasiteas
y desescombro la
algaravía
limpio
desinfecto
acicalo
escudriño
un vía ancha de
cabida
un eslogan
envolvente para asumir
con muchas vocales
ese estribillo
básico
no másico
Cinco vocales
juegos vocálicos
sin diptóngos
Una luz
a
Dos bocas que
advierten
ee
Tres yuxtaposiciones
iii
Cuatro nexos no
excluyentes
oooo
Mucho miedo
uuuuu
para sí, para si
parasiteas de tí
Emilio
terminó con la puesta de sol de rebocar la pared del baño. "Por
aquí no entrará más lluvia" se dijo, y salió de su casa para
echar un vistazo a la pared desde fuera. "Un poco de cal por
aquí y ya está..." repensaba cuando, entre las sombras que
formaban el juego de velas que alumbraba el pasillo del tercero y la
luna casi llena entre las nubes, una se movió más rápida que las
demás. En realidad eran tres sombras, tres bultos oscuros en el
suelo, que se apoyaban en la puerta cerrada de la casa del nuevo
vecino. Emilio se acercó y dio varios golpes a la puerta. No hubo
respuesta. Insistió y finalmente un finísimo hilo de luz se abrió
paso entre la superficie que daba cobijo a puerta y pared. Detrás,
empujando la estrechez de la hendidura lumínica para que ensanchara,
apareció el nuevo vecino.
Que
cada uno estuviera en el mejor lugar de los posibles cuando ambos se
encontraron no dice sino que los dos, en tal momento, estaban en
casa. Sin importar nada el que uno de ellos estuviera bajo el umbral
de una puerta de madera y el otro rozando el quicio de un mundo
compuesto esencialmente de agua, fuego, tierra y aire. Incluso daba
igual el que uno se mantuviese de puertas para dentro y el otro de
puertas para fuera. El pasillo a oscuras que llevaba al timbre de la
puerta, a este, aquel o al otro (tanto una puerta podía tener
múltiples timbres, diferentes modos de hacerse sonar a la escucha,
como que los recorridos del pasillo podían llevar a diferentes
puertas con timbre, no a cualquiera), era, desde luego, mucho más
casa que la tabla de madera que marcaba el umbral de aislamiento
compartimental. Y Emilio, tras presentarse de nuevo, invitó a
Rodrigo a que el próximo día, con la salida del sol, estuviera en
el reparto de tareas semanal. "Veremos tus capacidades y
necesidades, a ver qué te apetece hacer... ah, y no dejes estas
bolsas de basura aquí en el pasillo, si llueve enseguida apesta
todo... bájatelas también mañana y haremos compost..." . No
sin razón el que Emilio diera un paso adelante, ocupando el pasillo,
y Rodrigo no se moviera de donde estaba, obligó a que el pie
izquierdo de uno, descalzo, pisara al del otro, descalzo también.
"No puedo esperar a mañana para enseñarte los talleres, la
balsa de agua...", enseguida añadió Emilio y ambos subieron
para echar un vistazo a los niveles de agua acumulada por la lluvia.
"Buen
año de aguas..." se respondieron intercambiando miradas
silentes, y bajaron a oscuras hasta el huerto siguiendo unos canales
que, a favor de gravedad, llevaban el agua hasta la planta baja.
Rodrigo soltó las bolsas de basura que llevaba arrastrando todo el
tiempo y escupió a la tierra. Las bolsas cayeron y una se abrió
dejando entrever lo que había dentro. "Esta máscara de bat-man
es puro plástico, difícil de aprovechar aquí, quizá en los
talleres de teatro... pero todas estas cáscaras de patata son oro,
irán genial a..." y Emilio se encaminó hacia una esquina
angosta del huerto, la zona que en los últimos años había
trabajado Juana. "En los últimos meses dedicó todo su trabajo
a esto..., ¿te suena Rodrigo?". Allí, únicamente y de forma
incondicional, había plantas de menta y muchas otras hierbas sin
nombre fijo. Los rayos de luna que conseguían vencer la ligera
opacidad de las nubes apenas permitieron a Rodrigo notar sus tonos
verdes. Sin embargo la tierra era inconfundible.
A la
mañana siguiente, tras el reparto de tareas, los vecinos festejaron
y bailaron durante toda la mañana la bienvenida de Rodrigo. En la
tarde, tras comer, otros amigos de un "bloque de aislamiento"
cercano visitaron a Emilio y Rodrigo, y les aconsejaron, entre otras
cosas, sobre el momento pleno de recogida de la planta de menta.
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