viernes, 14 de febrero de 2014

Capítulo décimo-octavo (y final tercero: “generación tupper-ware”) de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico

Venía haciéndolo desde hacía ya un tiempo pero esa tarde tres personas coincidieron en hacérselo notar. El panadero, Juan; un artista callejero, un hombre; y su vecina de enfrente, Aurora. Cada uno a su manera llamó la atención de Elvira sobre lo mismo: Elvira miraba demasiado fijamente y demasiado a cualquier cosa como para no resultar invasiva. Casi indecorosa. La cuestión era especialmente grave porque aunque cualquier cosa a la vista podía ser objeto de su curiosidad, ella solía privilegiar lo más íntimamente escondido. Aquello casi oculto excepto por algo que... por algo que apenas fuera reconible. Ésto solía coincidir con los bordes de algo o el intersticio de dos algos cualesquiera. Ése era el anzuelo en el cual se posaba su recelo cuidadoso. Y Elvira se quedaba en el anzuelo. Amaba los anzuelos. No picar, claro, sino observarlos. Por ejemplo, si su fijación se posaba en una figura de bordes difusos, del tipo de una nube blanca sobre un cielo de invierno de luz también blanquecina, y lo hacía únicamente sobre una nube, ocurría que inmediatamente dejaba de ver sin poder dejar de observar porque los bordes de la nube, de difusos, se engrosaban hasta llenar el fondo entero. Había una nube, solamente una, y sin embargo llenaba todo con sus bordes. Se esparcía el intersticio. Cielo y tierra en uno. Y ella como no-vidente también rondaba por allí. Por eso su predilección visual siempre gustaba de orientarse al esparcimiento de la juntura de los labios frente a un espejo. ”Sonríe, eres un caballo, sólo eso...” mascullaba habitualmente al notar asomar los dientes entre los labios. Y se disolvía en una sonrisa.

Pero ocurrió que aquella tarde, ya casi noche y en casa, tras lavarse la cara con un poco de agua tibia y preparar una enorme sonrisa frente al cristal de un armarito del cuarto de estar, la caricia del tacto de uno de sus dedos delató que tenía dos heridas en la comisura de los labios. Ambas, muy pequeñas, tal vez grietas profundas más que heridas superficiales, parecían llevar allí ya tiempo. Aunque una de ellas tenía costra y la otra no.

Se cayó una costra más. Y no era purulenta ni olía. Había estado allí, sobre la piel de Elvira, mucho tiempo oreándose. Tanto que al desprenderse no dolió en absoluto. Se fue sin más por el roce de una gota de agua en la ducha. Adiós por el sumidero y hola a lo siguiente. Porque una costra madura siempre permitía su lugar a (y venía por) una superficie sana. Blancucha y frágil pero sana. Piel expuesta. ¿Y si la costra no estaba madura? Podían ocurrir las peores atrocidades. Desprendimientos comunes y heridas suicidas. Que la costra en su huida desgarrara la piel como no queriendo irse. Tendiendo únicamente a hacer más costra. Así, era indiscernible saber cómo se producían la heridas en la piel. Trauma vacuo. Ya ni piel había. Todo era costra. Costra sobre costra. Costra amontonada con costra. Costra con ganas de dejarse atrás. Y Elvira, tras lo acaecido esa tarde, se asomó de nuevo a lo siguiente: si sólo accedo a quien amo a través de un recuerdo no compartido, recuerdo mío, entonces ese amor me des-tierra del mundo, sólo me amo a mí y el mundo parpadea cuando yo lo hago.

Pero como únicamente se había asomado al asunto, no tuvo muy claro si seguir sonriendo (sonreír sí, ¿pero a quién?) y continuar mascando plástico del bueno, ó comenzar a alimentarse de pasteles hechos con marihuana y tratar de sonreír con otra parte de su cuerpo (¡a ver si así el mundo se anima!). Probó los dos y, aunque comprobó que los dos tenían los mismos efectos en su ánimo y que cada cual valía para diferentes situaciones dadas, uno de ellos dejó en bastante mal estado su esmalte dental. El perito de esas cosas, un amigo dentista, tras un exhaustivo examen recomendó un tratamiento carísimo con células madre que Elvira aceptó encantada (¡que ahora tocaba sonreír con los dientes!). Pero al poner la primera anestesia Elvira no notó nada. No es que la anestesia hiciera efecto, es que Elvira no notó ni el pinchazo previo a la inoculación del fármaco (raro, raro).

Unas cuantas pruebas más con otros conocidos, ahora médicos (es lo que tiene parpadear tanto), concluyeron sabiamente que no sentía dolor. “El reflejo piscofísico que llamamos dolor está ausente en tí, es como si el sistema nervioso se hubiera saturado, no tienes nervio, aunque tu piel es preciosa…”, le dijeron con acento grave los audaces médicos y Elvira, que no se tomó mal todo esto (doler, no le podía doler), sí se preocupó porque pudiera preocuparse por ello (dolor no siento, pero cierto desagrado ante algunas situaciones … doctor, ¿puede hacer algo?). De modo que como el modo propio de preocupación imperante era fundado por la ausencia de dolor como reducción coaccionadora de la experiencia viva-posibilitante pasada, la mirada que pregunta (al futuro) se quedó en poco más que una ojeada a un álbum familiar siempre presente en una billetera lo suficientemente grande. Visitó a su familia en busca de respuestas.
Hacía tanto tiempo que no visitaba a sus padres que no le extrañó encontrar que su madre estaba sola. Su padre había muerto tiempo atrás, en principio poco antes de nacer Elvira. Al final (en realidad), tal y como su madre confesó esa misma tarde, el padre había muerto dos días antes de la concepción de Elvira.
La Señora Begoña cogió la mano de su hija y le llevó a la que había sido su habitación de niña. Ahora estaba vacía, ni cama, libros o sillas había. Únicamente paredes cubiertas de piezas planas de madera pulida que relucían sin brillo, sin foco externo eminente. Allí le contó un secreto.

El 16 de octubre de 2004 Emilio Gutierrez Acebedo murió súbitamente (sin toc toc a la puerta, pero sin dejar cosas a medias). Un par de días después su esposa, la madre de Elvira, se quedó embarazada. Emilio era el padre. Él la sorprendió en la cama mientras dormía y ella, sin saber muy bien si aquello era un sueño o no, tomó la fantasía por los cuernos (Emilio ya no hablaba, solamente hacía algo parecido a mugir) y la llevó hasta el final. La relación sexual fue de lo más hiperbólica (nada de rígor mortis), y no hubo más de dos besos (te quiero mucho querido, pero el aliento te sabe a muerto), aunque el éxtasis orgásmico llegó a tal cota que Emilio, llevado por la algaravía vital, se quedó definitivamente seco. A la manaña siguiente su esposa despertó sola en la cama y en un primer momento se planteó, de nuevo, la hipótesis del sueño. Así, obviando que se había despertado desnuda, oliendo a muerto y con los muslos y entrepiernas llenas de tejido orgánico en estado de semi-putrefacción, se dio una ducha, hizo como si no mucho hubiese pasado y continuó con sus tareas diarias. Actuó, en efecto, como si Emilio hubiese sido el padre pero jamás se planteó qué había sido de él tras esa noche (ni flores el día de todos los santos le llevaba).
“ Mamá, ¿y crees que por eso no siento dolor? “ cuestionó Elvira con una suspicacia deductiva envidiable. Su madre solamente pudo encongerse de hombros y ofrecerle otra tazita de té con mango. Eso sí, ambas tomaron el té en la antigua habitación de la hija. Sentadas en el suelo y en silencio. “Ya no puedo contarte más, no volví a saber de tu padre” es lo único que escuchó Elvira antes de mirar de nuevo a su antigua habitación. Sobretodo a los azulejos de madera.

Porque en las junturas de las piezas de madera residía la suciedad. Profundo entre los baldosines. Un devengo finísimo que enmarcaba furuños de líneas bastantes hoscas. Lo que había allí acumulado era principalmente mierda (mierda, costra o muerte no aireada). Mierda y basura saturada (esa costra sí olía). Mierda de color y olor. Porque nadie nunca se había atrevido a percibirlo con el gusto. No con la lengua. Ni se hablaba de ello ni se saboreaba. Eso hubiera supuesto diferenciar entre dos piezas de madera y su juntura, a la vez que lo propio de la juntura y lo acumulado en ella, desde el punto de vista del lugar en la habitación de unos y otros. Pero incluso esa mierda se resistía al tacto porque éste se reducía al contacto de los dedos y la palma de la mano con la suciedad. Y solamente los dedos de un niño o un disminuido (pobre manos pequeñas!) podían acceder a la juntura y barruntar la suciedad. Emilio, la última persona que lo había hecho (saborear la mierda, saborearse a sí mismo en otros), se quedó sin palabra. Desapareció durante un tiempo. Años. Había quien decía que se retiró a una montaña a meditar. Otros que fue detenido y retenido en prisión por escándalo público. Daba igual. Todos coincidían en condenar el delito y la diferencia de la pena perdía sentido. ¿Indulto? A los tres años aquel volvió a la vida. Pero desde entonces llevó siempre guantes gordos y un altavoz estratégico en la mano. Muerto y bien muerto. Tanto que pudo, incluso, antes de resucitar para la vida pública, tener una última noche de pasión desatada con su mujer.

Elvira permaneció dentro de su habitación otro buen rato. Sin decir nada hacia afuera. Aspirando aire putrefacto sólo hacia dentro. Enorme señal de respeto y duelo. Esa habitación era un altar al difunto. Un ataúd sin cuerpo presente. O con cuerpo ausente por continuo movimiento. Un tupper-ware. Y a Elvira le pareció que ya estaba listo para llevar.

“Sí, seguro que mi padre anda todavía por ahí, tengo que encontrarle...”, terminó gritando mientras daba un salto para ponerse de pie. Su madre únicamente respondió “ ¿pero por qué?, ¿tan malo es no sentir dolor, tan triste es saber que eres hija de un muerto?, yo (creo que) no lo soy y te crié, vive y olvídate de... “, pero para entonces Elvira ya se había marchado.

Había decidido encontrar a su padre. Vivo o muerto, aunque a ella le fuese la vida en ello. Y empezó pensar dónde podría estar (si yo fuera un muerto engendrador de seres sin dolencias estaría en...). La primera opción, siempre la primera, era empezar por el barrio. Pero como el suyo rondaba ya los tres milones de ocupantes se puso la televisión mientras rastreaba la red global en la palma de la mano. Así sería más rápido.
Cambió de un canal a otro frenéticamente antes de caer en que todos hablaban de lo idéntico en el mismo modo. Hablaban y hablaban de las elecciones presidenciales. Eran esa misma manaña. Parecía que había habido algún problema con el mecanismo del sorteo. El foco de luz que iluminaba el bombo del sorteo no era suficientemente fuerte o algo así. Y todo el mundo decía algo al respecto. Era la máxima cota de crítica popular que se permitía en política. Desde hacía ya unas cuantas elecciones (unos 20 años) se había instaurado el sorteo puro para la selección del presidente y vicepresidente de la República. Cualquiera podía conducir la balsa del Estado, incluidos presidiarios con condena o enfermos psíquicos. Tan determinado estaba el timón, la función política. Tanto se había asegurado que ninguna decisión presidencial pudiera poner en peligro la arquitectónica global.

En cada sorteo sólo se afectaba a la inmutablemente cambiable particularidad que rellenaba la congelada función presidencial. El presidente de turno y su gabinete se convertían en extras fulgurantes durante unos meses. Ocupaban portadas y sus declaraciones, la mayoría de ocasiones histriónicas, les catapultaban a una popularidad inmediata. Todo el mundo quería conocer sus vidas, saber si por semejanza vital, tal vez, ellos también podrían llegar a ser presidentes. Pero el azar puro no sabe de semejanzas. Y la llamada a lo absolutamente nuevo, al “cualquiera puede llegar a ser”, pronto hacía que la atención al presidente bajase. Por eso los sorteos se realizaban una vez al año. Coincidiendo con el final de un año civil y el comienzo del otro. La caída de una costra y el comienzo de la siguiente.

Una de las figuras presentes en el sorteo llamó especialmente la atención a Elvira. Era el ministro de Educación, Cultura, Urbanismo y Medio ambiente. El puesto de ese ministro, como los de los otros dos, no entraban en sorteo. También unos cuantos años atrás se decidió por referendum popular que la estabilidad del Estado global merecía unos ciertos mínimos absolutamente inmutables, políticas comunes (bien o interés general). Eran intermediarios no seleccionables. Por tanto ya no intermediarios sino palancas del estado de cosas. Ejecutores privilegiados. Ojo, ahí no valía cualquiera (había que estar muy muerto).
En un primero momento Elvira se fijó no tanto en el ministro, en su físico, como en su nombre. ¿Podría ser que nunca se hubiese percatado del nombre de tal capital figura política? “Emilio Gutierrez Acebedo tomará la palabra para anunciar el nombre del nuevo presidente de la República...” dijo la voz en off del canal que ahora veía Elvira. Era él. Su padre. O al menos se llamaba igual. Mucha casualidad.

El personaje cogió una bola que se había deslizado de un bombo enorme. La abrió con cuidado y esmero como tratándose de una valiosa ceremonia. Tomó un papelito que aguardaba en el interior y leyó: “Y el próximo presidente de la República es... Trebor Deer Alswork, número de identificación 0834...”. Aunque Elvira ya no escuchaba a nadie. Sólo se fijaba en el ministro. En sus ojos y finas facciones. Trataba de encontrar una mínima familiaridad que le permitiera concluir que él era su padre. Y lo encontró. Al menos a ella le valió con un par de planos frontales para llegar a ello. Su padre era el ministro de Educación, Cultura, Urbanismo y Medio ambiente. “Vaya, pues sí que llegó lejos...” pensó Elvira, “...así, tan ocupado, normal que no haya tenido tiempo para dar señales de vida...”. Y un gran orgullo hinchó su pecho.

Que después del sorteo lo que viniera, siempre de acuerdo con la programación televisiva, fuese el anuncio de una medida política particular justamente por parte de su padre, no hizo sino aumentar todavía más el celo de Elvira (pero qué bien habla mi padre!) a la vez que agudizó su amable receptividad sobre la medida en cuestión. Se trataba de la aparición de ayudas estatales para unidades de vigilia y desplazamiento. “Unidades tupper-ware” se llamaban. Pretendían cubrir la creciente demanda de techo y movilidad vital-laboral de la ciudadanía. Eran receptáculos en los que una persona, por grande que fuera, podía dormir sin problemas. También había cierto espacio reservado para el aseo. Lo interesante es que las unidades eran totalmente móviles dentro de unos circuitos de transporte que se extendían por todo el continente (duros acuerdos con otros Estados fueron necesarios). Ya no había raíles ni combustibles. Se movían por fuerzas magnéticas. Sin contaminación (directa) y con una red propia de telecomunicaciones entre las “unidades tupper-ware”. Allí (el fiambre) podía vivir (se conservaba fresco) mientras se movía de aquí para allá en busca de asilo laboral. Una maravilla.

Elvira, encantada con la propuesta, con que la anunciara su padre, fue al ayuntamiento más próximo a solicitar una unidad de esas. Era el modo de acercarse a él. No quería conocerle en persona. No había necesidad. Ni siquiera deseaba ya llegar con él a algún punto que pudiera arreglar el asunto del no-dolor que sufría. Ya estaba satisfecha con conocer quién era (él, y con él, a algo apacigüador para ella). Suficiente para calmar su desagrado y continuar tranquilamente con sus cosas (obviando el no-dolor). Así que a pesar de que los medios decían que había colas de varios días, marchó decidida.

De camino al ayuntamiento, una de las muchas pantallas callejeras que todavía continuaban operativas comenzó a chillar. Era la puesta en largo del nuevo presidente. Su primer discurso ante el pueblo. Apenas cuatro horas después de las “selecciones”. Era básico para su popularidad no esperar mucho. Presentarle lo antes posible y sin preparaciones para que la gente comenzara a comentar y a interesarse con ganas por él. Mucho mejor para ello si el discurso estaba totalmente improvisado (es usted el nuevo presidente, diga usted lo que le venga en gana...).

Elvira, como tantos otros, también se detuvo en mitad de la calle para escuchar a Trebor. Inmediatamente aparecieron varios vendedores ambulantes de refrescos isotónicos y pipas sin sal. Autorizados y con traje. En esa ocasión Elvira no reparó en ellos porque al poco de escuchar a Trebor sintió un pinchazo. Justo en la nuca. Y es que, ciertamente, aun sin experiencia de dolor, un buen pichazo podía todavía hacer sangre y limpiar la articulación de los tejidos. Tal vez acelerar la maduración de la costra en formación y sanear las zonas de encuentro. Declarar al tupper-ware, aun transparente y climatizado, como insuficiente para contener cuerpos vivos.


Elvira escuchó con profundo deseo el discurso de Trebor durante al menos una hora. Y nunca llegó al ayuntamiento.