viernes, 16 de noviembre de 2012

Capítulo undécimo de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico


No encontrar la palabra oportuna dejó de ser una pega insalvable cuando Elisa y Pedro empezaron a dejar de querer desear la tercera palabra, la que no era simultaneidad ni simetría, y a dejar de agradarse y desagradarse, ya fuera en cariñosas masturbaciones mutuas, ya en su día a día en solitario. Y es que simultaneidad y simetría no tendrían por qué haber sido incompatibles, si, atendiendo a la primera letra de cada palabra y a que todavía faltaba una tercera, se hubieran fijado en que el recorrido parejamente sinuoso que permite el balanceo hiriente de la primera no se veía obstado por supuestas cuestiones de proporcional exactitud nanométrica llevadas por la segunda. La tercera, aún sin ser captada, ya estaría por allí, y sólo se dejaría entrever cuando Elisa y Pedro, justo después de leer en las instrucciones de la lavadora recién comprada que “ser más o menos es cuestión de cambiar de cifra en una ruleta mientras que estar caliento/frío es asunto de dar a un botón en cierto momento”, se enteraron de que iban a ser padres. Por supuesto que amigos y familia se lanzaron de inmediato a nombrar al asunto, al niño, se entiende, de acuerdo a motivaciones varias, todas empujadas por la emoción domeñadora asociada a los bautismos nominales. Había quien decía “pues si nacerá más o menos en las mismas fechas que su abuelo, tiene que llamarse como él, Pablo”, otros, “si es niño deberá llamarse como su padre y si es niña como su madre” o “pues a mí Silvia o Sergio siempre me han gustado, me recuerdan a dos buenos amigos que tuve en el colegio…”. Los padres escucharon un bueno rato atentamente sin hablar, y escucharon otro buen rato ya queriendo decir algo, casi lo que fuera, así que finalmente sólo tosieron muy fuerte y dijeron juntos, “¡Silencio!, ¡porfavor!, se llama Silencio, sea chico o chica, ese será su nombre”. Así, la última “s” permitió que el niño no sólo gozase del estupendo nombre de Silencio G. Trebuchet, sino que finalmente fuese ya sí deseado y por ello tenido.
            Lo que no se pudo evitar fue que ocurriera aquello que suele ocurrir en los sitios en los que lo que rige es la cobardía confiada, que todo el mundo se pusiera a nombrar sin sentido y a cambiar la manera de nombrar a las cosas por la suya propia que resultaba ser la de casi todos. Así que a Silencio le llamaron Benito, sus vecinos, amigos, profesores, todos menos sus padres y algún que otro amigo especialmente espabilado, al son de “Uy, que nombre más raro...”. Claro que justo por esto, el problema nominal ambiental no influyó demasiado en la educación de sus padres, y el niño creció mucho y sonriente, siempre sonriente, y amando las pinturas, el dibujo en general. Le encantaba pintar, podía estar horas y horas trazando formas y coloreando márgenes sin salirse ni una pizca de los bordes de los dibujos, o eligiendo qué color poner aquí o acá para que la composición fuese lo menos compuesta posible. Esto último le intrigaba singularmente, y fue lo que un buen día le empujó a salir solo y sin avisar a la calle.
            La ausencia de base acrílica verde turquesa para las puntas finales de las alas del ser alado en que Benito estaba trabajando, fue suficiente para que tirase la paleta de colores al suelo, escupiera encima suyo y pretendiera salir de la casa. Sin dudar del hecho de que, el que de sus dos padres sólo uno de ellos estuviera en casa, pudiese facilitar su llegada sin muchos problemas hasta la puerta de salida, fue mucho más definitivo que el padre que permanecía en el hogar, su madre, preocupada tanto como estaba por lo hogareño, no se percatara de que Benito en un saltito con carrerilla de no más de un metro alcanzase, a pesar de su tan propia torpeza, las llaves del llavero alzado en la pared. Pasó por el pasillo del portal necesariamente, no mucho tiempo eso sí porque los pasillos siempre le habían parecido lugares agobiantes y de paso, como condición de salir a la calle y, en primer lugar, ver el sol y el cielo y comprobar si su azul era similar al verde turquesa en que estaba pensando. Después sólo tenía que ir a una tienda de esas donde se conseguían cosas de un tipo a cambio de cosas de otro y conseguir la suya propia. Tal vez ahí comenzó el primer gran problema de Benito, que no fue ni tener que cruzar la calle con el semáforo en verde, eso estaba chupado para alguien tan bien educado como él, ni tener que resistirse a los fuertes colores y mayores aún olores que salían de la pastelería junto a la tienda de pinturas. Como a él le gustaba tanto la miel y allí, en el escaparate de la pastelería, sólo había dulces de chocolate y nata, todo fue un poquito más fácil, apenas una mirada por el rabillo del ojo y un poco de salivación extra antes de llegar a la tienda de pinturas.
- Buenos días señor Jaime.
- Muy buenas Benito, ¿vienes hoy sin tus padres?
- Quieo una pintura azul del colo del cielo.
- Ah, vale, vale, de esas tenemos muchas Benito, pero ya sabes que el cielo no siempre tiene el mismo color, que cambia en función del día y la hora y...
- ¿Y qué hora e ahora?
- Pues como las once y cuarto.
- Pues... quieo una pintura azul cielo de mates a las once y trece minutos.
- Eh... ya... mira a ver si te vale esta.
- ¡E etupenda!
- Me alegro, bueno, pues son siete euros cincuenta Benito.
- Muchas gracia señor Jaime.
- Espera, espera, Benito, tienes que pagarme.
Benito se detuvo y dio la vuelta, justo cuando ya se disponía a salir por la puerta, sujeto por la mano del tendero.
- No, no, lo siento Benito, esa témpera es muy cara y si no vienen tus padres contigo no te la puedo fiar, lo siento.
- La témpera...
            Y sin entender muy bien por qué el señor que siempre le daba pinturas en esta ocasión no sólo no lo hacía sino que además le pedía no sé que cosa que no tenía pinta de servir para casi nada, ni se comía ni tenía música ni, por la cara del señor Jaime, servía para jugar, se quedó en la calle mirando el cielo y diciéndose “Me guta más el azul del cielo a la once y trece minutos que a las once y dieciete”. Aunque lo peor, sin duda, era que no conocía otro lugar donde conseguir pinturas. “Puedo preguntar a papá”, pensó también, pero sin tiempo para responderse, una de sus vecinas le tocó por la espalda.
- Pero Benito, ¡qué haces aquí solo en la calle!
- Quieo una pintura color azul de las onc...
- Venga, venga, déjate de tonterías y ¡vamos!, que te llevo a casa.
- Quiero una pintura de...
- ¡Que te he dicho que aquí no puedes estar solo en la calle!
- ¡No!, ¿po qué?
- Porque, porque no.
- ¿Po qué?
- Porque... porque no, no puedes estar solo aquí, ¡he dicho!
- ¿Cómo?
- ¡Benito!, pues porque tú no eres... porque tienes... porque ya sabes que no eres como el resto de niños... con tu problema...tu enfermedad... pues no puedes...
- ¡No!, no estoy mal ni enfemo, solamente engo síndrome de down, y sí que algo solo a la calle uchas veces.
            Benito dio un manotazo al brazo de la señora y salió corriendo dirección a un parque cercano en el que no había columpios, ni toboganes, ni zonas de recreo con bancos al sol, sólo árboles con densísimas copas, muchos y muy pegados pegados entre sí, tanto que el sol apenas pasaba entre ellos y en muchos días de primavera y otoño, cuando la luz no era todavía muy violenta, hacía mucho frío en el suelo y apenas se podían encontrar turistas vecinales por allí. “Aquí podé mirar el cielo, a ver si ha cambiado el color y me guta más” se dijo Benito al alcanzar una zona abierta por y entre árboles. Una cancioncilla que venía de lejos acompañó aquella contemplación. Una canción sencilla, poco más que tarareada, que decía una y otra vez lo mismo pero con variaciones de intensidad y distancia, parecía en ocasiones que se acercaba y otras que se alejaba, y que, respetando la unicidad de la única voz que participaba en ella, rompía en múltiples filos disonantes de estados oxidados, afilados, romos, abruptos, esmerilados, algunos de los cuales ya pertenecían al propio temita, otros provocados por él en el escuchante y pertenecientes entonces también ya a él en la provocación acústica propiciada por la generación del filo, de la canción que no desgarra el aire antes de llegar al tímpano funcional del que oye atentamente. Benito empezó a escuchar la letra sin saber todavía de dónde venía, “Laralaralalara...nanananananá...laralaralalara...¡ya está aquí!, ¡ya llegó!, señoras y jóvenes, dejen de preguntarse y busquen, ya estoy aquí, ¿qué quieren?, ¿necesitan algo?, ¿y qué están dispuestos a dejar para conseguirlo?, ¿algo precioso?, ¿algo inservible?, ¡ya está aquí!, ¡ya llegó!, dejen de preguntarse y busquen...laralaralalara... nanananananá...”, y enseguida tras unos troncos apareció un carro de madera con solamente dos ruedas y un tipo empujando desde atrás. El carro estaba lleno de cosas y trastos viejos, difícilmente identificables desde la posición de Benito, tan viejos como a simple vista parecía quien empujaba.
- Hola, ¿qué tal?, ¿cómo te llamas?
- Me llamo Silencio peo to el mundo me llama Benito.
- Vaya, qué pena, me encanta tu nombre, el de verdad, ¡claro! A mí me dicen muchas veces que hago ruido, que molesto porque las calles no están hechas para gritar, no entienden bien eso del silencio y por eso también quieren silenciar mi nombre. Yo me llamo Ray pero todo el mundo me llama “Thom el del carro”. Fíjate tú que originalidad...
- A mí me guta Ray.
- Claro... porque a ti se te ve con carácter. Y dime, ¿necesitas algo? Tal vez esta sea tu oportunidad, puedes echar un vistazo a todas las cosas que tengo en el carro, y si te gusta alguna, la puedes coger. Sólo hay dos condiciones.
- Do.
- Sí, la primera es que lo que elijas sea algo que desees completamente, algo sin lo cual no podrías vivir ni continuar viviendo así de bien como se te nota que vives ahora, algo que vayas a disfrutar mucho tiempo pero sin preocuparte mucho por ello, ¿vale?
- Ale.
- Y la segunda es que tienes que dejar algo a cambio, lo que quieras. Aunque esa cosa para ti no tenga ya mucha gracia puede ser lo que otro amigo al otro lado de la ciudad necesite.
- Ale... yo quiero una témpera azul cielo.
- Lo tienes muy claro, eso está bien, a ver, a ver... tengo aquí varios azules que una señora me dejó hace una semana, tenían que estar por aquí... ¡sí!, aquí.... y mira, también tengo aquí una témpera de color rojo que me dejó ayer mismo un niño, acababa de pintar un elefante con mil colores saltantes, quedó estupendo, y como ya no lo necesitaba lo dejó por aquí y se llevó una caja con dos cuerpos uno frente a otro que no se tocaban, nunca lo hacían pero no podían dejar de estar frente a frente... mira es este el color, si lo necesitas también te lo puedes llevar.
- No, yo quieo el color azul.
- Fantástico, fantástico, me encanta tu determinación.
- Éte, es éste. Y eto para tí.
- Ah, qué bien...
            Ray tomó el frasquito de cristal que Benito acababa de sacarse del bolsillo trasero del pantalón. Lo miró unos segundos y, con dudas sobre lo apropiado de decir aquello que dijo, susurró “bueno Silencio... ¿y esto qué es?”. Sin poder dejar de sonreír, siempre le ocurría, Benito respondió concienzudamente “son mis lágrima, la lágrimas de alguien que casi nunca llora... sólo por cosas de verdad”. “Vaya... esto es un tesoro, seguro que alguien lo requerirá pronto...” y ambos se dieron un enorme abrazo antes de despedirse y que Benito volviera a escuchar alejarse alternantemente la voz cantarina de Ray, “Laralaralalara...nanananananá...laralaralalara...¡ya está aquí!, ¡ya llegó!, señoras y jóvenes, dejen de preguntarse y busquen, ya estoy aquí, ¿qué quieren?, ¿necesitan...”
            Ahora ya no era tan grave que, tan contento como iba de vuelta a casa, Benito no cayera en que su vecina todavía, muy alarmada y escandalizada, anduviera buscándole por el barrio y le abordara con las mismas recriminaciones y obligaciones de siempre mas incluso, en esta ocasión, con la especial violencia que añadía el haberse sentido ninguneada por un pobre anormal como Benito, pues esto, la obsesiva vehemencia en la tarea de la señora, fue lo que permitió que no se percatara de que los padres de Benito venían dando un paseo cerca de allí. Ambos llegaron sin decir demasiado y se pusieron junto a Benito, uno a cada lado, escuchando lo que la vecina repetía de continuo, “¡ya se lo he dicho mil veces!, que no puede andar solo por la calle, mil veces, ¡y no me ha hecho ni caso!”. Miraron a su hijo y sólo bosquejaron un “¿qué tal Silencio?, ¿todo bien?”. Benito les enseñó su pintura y contó lo bien que iba a quedar en las alas que estaba preparando, sin preocuparse demasiado de que su voz apenas se escuchase entre las incesantes quejas y explicaciones estúpidas de su vecina. Cuando terminó de contar a sus padres, los tres atendieron a la señora y solamente vocalizaron un “SSS...” muy fuerte con un dedo cruzando la línea intermedia que une los labios. Enseguida llegaron a casa y Benito pudo perfeccionar el dibujo.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Pensar de otro modo: política, hermenéutica y postestructuralismo.

por Amanda Nuñez - El Faro Crítico


A pesar de lo que se considera normalmente, la cuestión política no sólo entraña un organizarse de otro modo sino radicalmente un pensar de otro modo. Ya Marx introduce su concepto de Fetiche para hacer notar que hay algo que siempre se nos interpone en un buen análisis de la economía política. Este fetiche al interponerse siempre en nuestras consideraciones termina por funcionar como una ley natural, termina por poseer carta de naturaleza, así dice Marx en el libro I de El Capital, capítulo I, epígrafe: “El carácter fetichista de la mercancía y su secreto”:

«Los trabajos privados [es decir, cualificados y “sujetos a una interdependencia multilateral”] […] son reducidos en todo momento a su medida de proporción social porque en las relaciones de intercambio entre sus productos, fortuitas, siempre fluctuantes, el tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de los mismos se impone de modo irresistible como ley natural, tal como por ejemplo se impone la ley de la gravedad cuando a uno se le cae la casa encima.»[1]

Y es muy curiosa esta imagen pues Marx relaciona el imponerse de modo irresistible como ley natural a que a una se le caiga la casa encima…ahora podríamos decir, como que a una se le parta la tierra introduciendo la cuestión ecológica.

Pues bien, una fantasmagoría como la del fetiche que dice algo así como que todo se mueve y se soluciona en el nivel de la circulación y del intercambio, es decir al nivel abstracto y cuantitativo de la cantidad de trabajo socialmente necesario (“gelatina de trabajo” lo llega a llamar); algo que se nos interpone en los análisis y que posee hasta carta de naturaleza por socialmente aceptado, sin embargo tiene un secreto.

El secreto es que tal ley natural no está bien analizada y hemos caído en una ilusión trascendental como diría Kant, es decir, una ilusión como aquella que siempre vemos cuando metemos un objeto en el agua.

Cuando hacemos eso, cuando metemos un objeto en agua, siempre veremos que lo que hayamos metido se tuerce, pero no está torcido. Así pues se trata de una ley natural que depende de la óptica, pero aplicada a la cosa misma no resulta más que una ilusión. No podemos dejar de verlo así, es decir, no podemos dejar de ver la cosa torcida o la economía política sólo dependiente de la circulación, pero un análisis fino nos hace notar que no es la única dimensión que hay y que el carácter de fetiche no es esa ley por sí misma sino pensar que sólo hay esa dimensión, que sólo se da en nuestros ejemplos, la ley natural de la óptica o la circulación en la economía política.

De ese modo, lo que Marx llama “fetiche” no es que algo que no hay, sino que es un “fantasma” tal y como puede entenderse desde el psicoanálisis lacaniano. Es decir, se trata de una construcción de la imaginación que tiene una parte de ley pero que si se aplica universal y reduccionistamente, como si con ello bastara, se cae en una errancia y el problema, por ejemplo del comportamiento de los sólidos o de la economía política, queda mal planteado y no encontramos salida a él.

Así pues, en Marx se nos dice que si miramos las cuestiones desde la circulación de las mercancías se nos pierde algo por el camino y eso que se nos pierde es aquello en lo que nos iba todo. La pregunta entonces no es tanto cómo organizar de otro modo la circulación (la capitalista, el trueque, los emprendedores, el comercio justo etc. como en los debates que siempre escuchamos y lo que escuchamos desde economistas y políticos) sino que Marx apunta que esto remite al ámbito de la producción y sin ver esta cara nos quedamos en el mundo de la imaginación y no logramos pensar de otro modo. Gran libro El Capital para enseñarnos a pensar de otro modo.

Esta ponencia aunque desea expresar esta cuestión, sin embargo considera oportuno desplazarnos para salir de los tópicos acerca del marxismo tales como que la producción  no es más que las formas materiales bajo las cuales cae el trabajo, o la producción del objeto mercancía, o de lo que hace la riqueza de una nación (ilusoriamente o fetichistamente porque ya trata al trabajo homogéneamente y sólo en su circulación). Para pensar esta diferencia en Marx entre circulación y producción y más escuetamente el tema de nuestra ponencia, a saber, pensar de otro modo, tendremos que hacer más de una incursión.

Y la incursión por la que consideramos que se puede entrar en esta problemática tan compleja pero que tanto nos concierne tiene que ver con la diferencia entre “lo que no se puede decir” y “lo que no se puede decir”, esto es, dos modos del no poder decir. Esta cuestión no es baladí y de ella se han encargado tanto los intentos de Marx de alejar el fetiche de la mera circulación e introducir también el vector complementario y correctivo de la producción, en El Capital; como Heidegger en El origen de la obra de arte o La pregunta por la técnica (por citar sólo dos de sus obras) en las cuestiones del mundo y la tierra, o en la diferencia entre la técnica y la esencia de la técnica. El Antiedipo de Deleuze y Guattari también atiende a esto y enlaza a Marx con el psicoanálisis introduciendo lo simbólico y lo Real de Lacan y la diferencia entre represión (Verdrängung) y forculsión (Verwerfung) freudianas; o lo encontramos también en Verdad y Método de Gadamer con la cuestión de los monumenta y el recuerdo/olvido relacionados con la creatividad y con Nietzsche. Curioso que los tres llamados filósofos de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud sean lo que tratan y abren esta cuestión en nuestra contemporaneidad y que todos lo hagan no como una negación de la imaginación, sino como la falta de una dimensión, de la dimensión afirmativa por antonomasia como luego veremos.

Pero volvamos a nuestro tema, hay dos grados heterogéneos entre sí de un no poder, de un no poder decir: uno contingente y otro necesario. Por ejemplo, dentro de una estructura, una sociedad por ejemplo o una cultura, no se pueden decir determinadas cosas en determinados contextos. Ejemplos de ello tenemos miles y cotidianos, como el Decoro Barroco que prohibía introducir animales en los cuadros de una Iglesia o lo que solemos llamar decoro en general y que proviene de ese uso. Un arte decorativa tiene que estar relacionada con su contexto y esas reglas del decoro que mantenemos aplican que no se puede decir cualquier cosa en cualquier lugar. Así, en un restaurante caro no tiene decoro decir un insulto en alto, etc… se suele decir que “hay que conservar las formas”. Si algo así como una mala palabra en una cena se quiere decir, se reprime. Así, por ejemplo también cuando alguien cita la necesidad de una democracia en un supuesto estado democrático, se le llama al orden, a las “formas convenidas” rápidamente y se le dice que hace demagogia, populismo o que es un revolucionario. Pero todas esas fórmulas están concertadas, es decir, están dentro del campo de posibilidad en una estructura dada. Y ya sabemos por Freud que la represión no opera  más que como el retorno de lo reprimido, así la tensión en las cenas caras, en las cenas de navidad, en las iglesias o en los debates políticos. Pero habiendo esa represión siempre hay la posibilidad de decir esas cosas y ya incluso las respuestas a ellas están dadas: si se dice una mala palabra en una cena se es un maleducado, si se hace algo raro en una iglesia se es un hereje, si se dice democracia contra una supuesta democracia se es un revolucionario, un populista, etc. si se dice nosotras en lugar de nosotros como genérico se es una feminista.

Esta dimensión que, podríamos llamar, la circulación del discurso en sus valores y ámbitos sociales dentro de una estructura de posibilidad es importante, por supuesto; por ejemplo en el trabajo de las historiadoras es importante el datar y analizar determinadas cosas (y aquí debemos hacer un obligado homenaje a Eric Hobsbawm recientemente fallecido y especialista en estos análisis, quizá hasta visionario dentro de la historia de esto a lo que apuntamos en esta ponencia). Decíamos que debemos analizar y sobre todo contar determinadas cosas para que no haya olvido de ellas, que no queden reprimidas y así se pueda conjurar su repetición. Hay que poder hablar de esas cosas para que no retornen. Pero todo este campo está dentro de una estructura y tanto las cosas que se pueden o no se pueden decir ya están contempladas, ya se han dado.

Pero hay otro modo de no poder decir. El necesario, el imposible. Por ejemplo el famoso caso de los 30 tipos de blanco que tienen los esquimales para lo que nosotros llamamos simplemente “nieve”. Este caso está muy manido y parece poco interesante salvo si en ello nos va la vida: Pisar una nieve no es lo mismo que pisar otra, una se puede quebrar y otra no, etc. También podemos verlo en las derivas de las lenguas, por ejemplo en Griego moderno el antiguo “to Kalós” que significaba “bello” ahora dice “bueno”…lo cual se puede entender desde los transcendentales, pero el antiguo “bueno”, “To agathón”, ahora posee una connotación de “tonto” o se utiliza sólo en expresiones como “bienes de consumo”. Ello por no hablar de los “superágoras” que se encuentran en cualquier lugar o de la gran pérdida del vocablo Aletheia que gracias a Heidegger no hemos perdido del todo y cada vez parece que vamos ganando.

Hay muchos más casos y la filosofía los esgrime sin cesar, por ejemplo el “no dicho y no pensado” al que alude Heidegger en sus dos zonas, es decir, “lo no dicho” que quizá se podría decir en un texto y lo “no pensado”, es decir, aquello que es impensable y que, bajo otra estructura sí se puede pensar. Otro ejemplo es el “mundo” en el que se centra Gadamer y la importancia de los “monumenta” para intentar perder los menos códigos posibles o poder “recrearlos”; o incluso la petición de “queremos lo imposible” del Mayo del 68…es decir, queremos otro mundo, otra estructura.

Este caso de no poder decir que surge notablemente en los estudios antropológicos y que es causante de tanto problema intercultural es el que nos interesa aquí, el que nos permite salir de la imaginación y sus fantasmas o fetiches para poder acceder a algo real, a la cuestión del ser, a la cuestión de pensar de otro modo antes de que la globalización o mundialización haga indiferente este ámbito a favor de una convivencia y circulación e intercambio de mercancías (ya sean animales, cosas, palabras o humanos) homogénea…pacífica que es como se vende cuando encierra toda la violencia del mundo en una organización mundial de control, la más totalitaria de todas por ser abierta y deslocalizada.
***

Volvamos a la cuestión pues ante la aceleración y la velocidad de este sistema que se nos impone, pensar de otro modo ya requiere otro ritmo, pausado, tartamudeante, repetitivo.

Hemos localizado que hay un “no poder decir” contingente dentro de una estructura y un “no poder decir” necesario que es algo que dentro de una estructura o está perdido o todavía no se puede decir. Pero no es que todavía no se pueda decir aunque podamos vislumbrarlo sino que si se puede llegar a decir es porque algo ha ocurrido: un acontecimiento.

Contrariamente a lo que se supone que es un acontecimiento, llamativo, poderoso, espectacular (aunque los hay) el acontecimiento es discreto, un mero devenir…sin darnos cuenta algo ha pasado. Sin darnos cuenta ya no podemos nombrar los cuatro tiempos griegos que, sin embargo tienen huella en algunas lenguas: cronos, aión, aidíon y kairós; sin darnos cuenta podemos hablar de reiniciar, de robot; sin darnos cuenta el bueno era tonto y el guapo era bueno; sin darnos cuenta el espacio político, la plaza se nos ha convertido en mercado. Pero también sin darnos cuenta podemos aludir a otro modo de verdad, a la Aletheia; sin darnos cuenta hablamos de diferencia sin subsumirla en la identidad, sin darnos cuenta pedimos una democracia y desestimamos que el sistema en el que vivimos sea una democracia como dice el cántico, “lo llaman democracia y no lo es”.

Y es que no es el mismo ámbito aquel que se mueve dentro de una estructura que aquel que hace y deshace estructuras, el que puede mirar hacia dentro de la jauría y sin embargo tener la espalda hacia el afuera como señalan Deleuze y Guattari en el caso de los lobos en Mil Mesetas.

Probablemente ese ámbito de la producción que señala Marx y que es diferente del de la circulación en el que nos reconocemos, sea ese afuera, el que sí produce y produce fuera de una estructura o produce afueras de la estructura.

Y es este ámbito el que más nos interesa para poder pensar de otro modo en orden a poder organizarnos de otro modo, es decir que vivamos de otro modo y haya otra política.

Pero, si vemos bien, este ámbito no depende de la voluntad. No podemos tener voluntad sobre algo que no conocemos porque no está contemplado en una estructura. Pensar que ya está y que sólo hace falta descubrirlo sería una locura, tan loca como pensar que en lo bueno ya estaba lo tonto o que en la política sólo hay un mercado.

Esto queda explicado muy bien en la diferencia entre represión y forclusión en psicoanálisis. La represión (propia de la neurosis y un síntoma también de lo social) parte de algo que se sabe pero se olvida y pasa al inconsciente, por ello retorna en el lenguaje como en los el lapsus, los actos fallidos, las tensiones, el sufrimiento, etc. Su cura consiste en que, a pesar de los reparos que pone la imaginación donde en su ideal no cabe, no tiene decoro, emerja y se pueda integrar, es decir, que pueda situarse en lo simbólico donde quedó el hueco molesto.

Lo forcluído (propio de la psicosis, la esquizofrenia y también un síntoma de lo social) sin embargo nunca entró en lo simbólico y por ello no se ha olvidado ni pasa al inconsciente, sino que es olvido mismo y viene de fuera, del inconsciente: es el puro afuera. Forclusión es un término que viene del Derecho y que significa “cerrar el foro”,  o bien que se tuvo un derecho que ya no se tiene; se está excluido, desterrado antes de entrar es decir, lo forcluído no está en el foro. Si la represión es un acto de negación, entra en la posibilidad negar o no negar un contenido cuyo juicio de existencia ya está dado; sin embrago lo forcluído no introduce juicio de existencia porque no está, así pues, no se puede negar ni es un contenido porque no lo podemos decir de ninguna manera.

En términos heideggerianos, lo forcluído sería la lethe (el olvido que no es un olvido de esto o aquello), A-letheia sería producir un espacio para la posibilidad del esto o del aquello, es decir, una estructura; y sólo en el claro se podría negar o afirmar.

Por ello en psicoanálisis la Forclusión (Verwerfung) está asociada a la Bejahung (afirmación primordial) de la cual habla Freud, pues la cura consiste en que de eso que no tiene juicio de existencia, es decir de eso que es el afuera o lo real (o el ser podríamos decir) y que no tiene por ello contenido ni forma que guardar, se produzca un campo de sentido, una estructura simbólica o, en términos deleuzeanos mutatis mutandis, un plano de inmanencia que se define en ¿Qué es la filosofía? Como una imagen del pensamiento y una materia del ser a la vez.

Por tanto su acción es la pura afirmación y sólo se comprende como negativo en relación a la imaginación que ha imaginado, ha hecho un fantasma total donde un afuera sólo puede localizarse como una falta o carencia a imagen y semejanza de la carencia o hueco en lo simbólico producido por la represión neurótica. Así lo necesario para que se produzca una estructura es, sin embargo, visto desde la cara de la imaginación o la posibilidad como imposible.

Como dicen Deleuze y Guattari en su texto sobre Kafka: imposible decirlo, imposible no decirlo.

Un análisis entonces nos conduce a encontrar qué es lo reprimido por la imaginación, y un esquizoanálisis, sin embargo, analizaría en dirección a producir estructura a partir de una afirmación sin negación.
***
Dicho esto podemos retornar a Marx en el sentido de que su indicación hacia el ámbito de la producción no es ver como se producen las cosas en las fábricas, con el trabajo, etc. sino más bien qué pasa con la cosa cuando se ha convertido en mercancía y si podemos producir otra estructura, es decir, otras relaciones, donde la cosa no sea mercancía en circulación.

Esto no obedece al campo de las ideas o el idealismo, hacerse una idea de antemano y realizarla sería, por un lado, un acto de la imaginación que vería carente lo que hay y lo forzaría a adecuarse a esa Idea mientras que reprimiría muchas cosas por decoro…de ahí la presión final de todo idealismo. Tampoco pertenece al campo de la materia, si así fuera se realizaría la misma operación pero más terrible. Primero se tendría que proyectar sobre la materia lo que la materia es y luego imponer desde esa imagen de materia lo que la materia produce…por ello un materialismo no delirante no es esa cosa rara que nos han contado.

Se trata, sin embargo, de modos de producción, modos de pensar o pensar de otro modo, de relaciones. Y sólo puede hacerse a base de toparnos con lo real, con el afuera o con el ser desde nuestra estructura. De producir, crear, o recrear, o rememorar de una manera extraña no el contenido olvidado sino el afuera mismo.

Y a ese afuera se accede de diversas maneras porque ese afuera es íntimo, habitamos siempre con él y la muestra es que las estructuras cambian, que hemos perdido códigos, que tenemos otros y que hay por-venir y producción, que las cosas cambian y que hay cosas que cambian tan profundamente que no nos reconocemos ni a nosotras mismas. De hecho, Lacan llegó a llamar a este afuera: real, que aparece como puntuación sin texto, como alucinación o como déjà-vu. Imposible decirlo, imposible no decirlo.

¿Cómo podemos producirlo sin medio de la voluntad? Pues, creando, inventando, produciendo, repensando, rememorando, recreando, imitando, leyendo, estudiando, actuando, experimentando. En estos ámbitos donde la voluntad sólo está puesta en el llevar a cabo esa acción de encontrarse con el afuera y no en un contenido concreto que haya que realizar.

Así, a base de decir democracia y pedir democracia como ágora o espacio vacío que ha de ser cuidado una y otra vez y no abandonado tras un contrato social en el inicio de los tiempos, antes de los tiempos de lo civil, es ya una acción que tiene que ver con la producción más que con la circulación…

Y siento que esta ponencia no sea originalísima ni espectacular. Estoy diciendo algo que se repite desde muchos ámbitos y muchas disciplinas muchas veces, algo que desde el agujero de Tales de Mileto no hace más que aparecer, si no aparece en la huella del lenguaje ni en los forzamientos del lenguaje, es decir, en el poetizar o tartamudear o  analizar o extrañarse del lenguaje, aparece en lo real mismo: un agujero.

Y para que no llegue desde lo real el retorno de lo forcluído, peligro donde los haya pues podemos acabar con la tierra misma, sólo podemos decir desde estos foros y decirnos en estos foros que nos va la vida en construir nuevas estructuras que cuenten con el afuera como a un esquizofrénico le va la vida en poder hacer una afirmación. Y que no podemos eludir esta tarea que se hace mientras se dice porque lo único que dice esta ponencia es lo imposible. Que lo imposible es necesario y que es una tarea apremiante… y si no, la muerte.



[1] MARX: El Capital, Vol. I, Libro I. SXXI, México-Madrid, 1998. p. 92