Decía Pessoa
que el error de los revolucionarios es creer que el descontento que ellos
detectan es común al resto. Para a continuación diferenciar entre aquellos que
reconocen los problemas estructurales pero, como hipócritas, no quieren o no
les interesa levantar la voz, y otros que, ni siquiera, se habían percatado del
tamaño de su desgracia. Para los revolucionarios, éstos últimos están enfermos
aunque no lo sepan, y ellos, los revolucionarios, tienen la cura. Tratamiento a
vida o muerte, y en la que adoptan la certeza de que si no se curan ahora, la
enfermedad aflorará más tarde en una ruina apocalíptica que arrastrará tanto a
sanos como a enfermos. El agravamiento dependerá de desoír las prescripciones
revolucionarias.
El reformista
también percibe ciertas dolencias, y aunque es incapaz de emitir un diagnóstico
taxativo como el revolucionario, sus achaques se concentran en mercados o
plazas, reuniendo un populismo de padecimientos leves. Este renovador, al
menos, se reconoce como enfermo, pero sólo curable con revisiones periódicas
por un tercero, aunque sin la pretensión de trastocar la distribución que su
salud le ha impuesto por azar.
Pero ocurre a menudo, que el
enfermo, reconocido en mayor o menor medida por reformistas o revolucionarios,
y sometido a una esclavitud salvaje, desamparado de protección y de futuro,
resulta que se encuentra feliz en la resignación de su estrechez, satisfecho
con lo poquísimo de que dispone y saciado con obras menores. Hay decenas de
empleos sometidos a flagrante explotación que son desempeñados con rigor y buen
hacer, a pesar del bajo salario, de las lamentables condiciones en que se
desarrollan y de las pocas horas de descanso. Muchos de esos seres, enfermos o
explotados, han vivido casi toda su vida en el mostrador de una tienda, en las
galerías de una mina, o bajo las inclemencias, climáticas y dramáticas, de
jornadas maratonianas, siempre en el mismo pedazo de tierra. Y todos ellos han
amasado durante décadas un escaso dinero que no podrán gastar ni tampoco lo
pretenden, porque además, ni tan siquiera conocen, ni tampoco les importa, los
lugares que le rodean en 20
kilómetros a la redonda de donde desarrollan su
actividad laboral. Pues aún así sería difícil convencerles de que su vida es
pura vacuidad e infelicidad, cuando para ellos su cotidianidad es todo lo
contrario, colmando, con su servidumbre, el legado suficiente para desarrollar
sus leves deseos. Además, muchos de ellos, y quizás hasta la mayor parte,
felicitan a alguien cuando consigue un nuevo empleo, aunque sea en condiciones
poco o nada ventajosas para él, y le congratulan sinceramente, no tanto por las
funestas circunstancias económicas que nos rodean, sino porque entienden que
justo ahí hay un proyecto vital que encierra suficiente felicidad para el resto
de sus vidas.
Todas estas
circunstancias les pueden mostrar como débiles y pusilánimes en la mirada
revolucionaria, pero lo que ésta no entiende, es que aún estando todos ellos
delimitados por una servidumbre voluntaria y explotadora, resulta que les da la
suficiente felicidad que necesitan, y que por ello tienden a contagiar a sus
más allegados.
La labor del
15-M, y siendo éste un movimiento tan difuso, que sea reformista o
revolucionario aún está por ver, es denunciar la enfermedad, los simples
achaques o la peste fulminante, y por supuesto, hacer causa común del
desvelamiento de la verdad. Pero hay algo cierto en todo ello, y es que, a
pesar de las decenas de actos ¡diarios! que se desarrollan en toda nuestra
geografía, las asambleas y los actos, están siempre casi vacíos.
Es
sorprendente, por tanto, encontrar a enfermos absolutamente felices con sus
numerosos achaques, y otros plenos de júbilo en su metástasis. Pero más
sorprendente resulta aún, comprobar que los médicos que operan con ciertas
soluciones carecen de arsenal quirúrgico, y que además, casi nadie acude a su
consulta.