martes, 5 de febrero de 2013

Capítulo duodécimo de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico

            En “Vinagreras del Cajón” nunca se sorteaba, votaba, ni ad-judicaba nada. Todo iba de otra manera. Como quitar a una pegatina la parte de atrás, la que no pega, y escoger un sitio entre unos cuantos para que la pega, y no la parte delantera de la pegatina, sin ad-herirse luciera bien bella. Una explosión del lugar, ciertamente pegajoso y sangrante, pero del lugar, al fin, que espera ser escogido y bailado en la danza sin manoletinas entre el ladrillo de la pared y la pegatina que se ad-hiere atendiendo vagamente a la materia de la superficie de la pared mientras desea el ladrillo de fondo, simultáneamente, su firme y su débil sujección. Nadie huía de los charcos en días de lluvia. Nadie escupía u orinaba lejos de una planta. Y nadie, tampoco, se atrevía a alzar demasiado la cabeza cuando hacía mucho sol, porque, principalmente, no había nadie, ninguna gente.
            El día antes de que Trebor volviera a “Ciudad Sony de Madrid” pasó unas horas por allí. Nunca había estado antes, así que recordar algo del lugar resultó tan inesperado como encontrar algo realmente nuevo en ese pueblo respecto al resto, cuando el resto recordado era pura ausencia de recuerdo más allá de la selección individualmente interesada de fragmentos memorísticos de no hace más de seis meses, es decir, cuando recordar no era dar pinceladas que relucían en la oscuridad de lo ya pensado.
            Y es que el ambiente familiar que mecía las calles, con sus farolas y aceras, los edificios, parques y paradas de autobús, no parecía poder tapar los chorros sangrantes que florecían de los huecos pequeños entre tejidos. Y eso que no importaba el tamaño de los intersticios presentes porque la imbricación parcial de los elementos tisurales no dejaba de lado el re-conocimiento de cada tejido por separado y en conjunción disjunta de sus flujos no métricos, sólidos o líquidos, pero con referencia primera a un estar gaseoso no congelable en cortes longitudinales fijos. Efectivamente, las estructuras rígidas, puentes, carreteras y edificios, que componían el tejido óseo de “Vinagreras del Cajón” perfilaban filos cúbicos con aristas preparadas para el encaje como vía de articulación con otros elementos ciudadanos. Claro que había cierto movimiento que convertía la rigidez ósea en relativa, ciertas individualidades cambiantes, individuos o puntos, que animaban con poca gracia los pasillos-sobre-calles pero esto, no variando mucho la cuestión de la rigidez del esqueleto, no evitaba que los edificios, al menos, no fueran macizos o tuvieran pretensión de totalidad. En los edificios, siendo optimistas, habitaba alguien, y esto obligaba a una continua composición y re-composición de los estratos formantes, no laminares pero sí estratificados y por ello tan frágiles como una mesa aglomerada cuya superficie, porque la seguía habiendo, era finísima y no más ni menos que otra capa formante pero con un brillo particular, perteneciente a otro registro estético, imitación natural de lo que ella misma ya era en cuanto capa. Así, daba igual que hablásemos de un pórtico, puente, camino o de torre de oficinas, porque, en “Vinagreras del Cajón”, solía ocurrir, la luz iba hacia el hueco porque ya había hueco y no al revés. Esto se cumplía incluso en el alumbrado público pues las bombillas para lucir  necesitaban, al menos, un casquillo-soporte, un motor-señal, un motor-activador y un espacio protector y transparente que permitiese la expresión lumínica. Había entonces, al menos, cuatro tejidos necesarios para que el óseo fuese tal: conectivo, nervioso, muscular y epitelial, sin olvidar al tejido mesenquimático, diferenciante, diferenciado e invisible en ciudades adultas. El primero de ellos, aunque difícilmente presentable por la configuración y solapamiento de sus células, forzaba al encuentro intersticial del resto de la urdimbre justamente porque él mismo, conexión de-ambulante, laxa, densa y elástica a la vez, activaba los dos polos transversales de la bombilla facilitando su reposo en un lecho, ya tejido muscular, con cierta tensión propia de soporte. La activación conectora, que también vibraba mas con un tono cambiante en cada caso conectivo, aún sin responder por asimilación a cubiertas orgánicas planas sí se concentraba en ciertos lugares más que en otros, articulaciones tendinosas o plazas, en las que las plantas y seres vivos en general anidaban en el suelo-casquillo sin tocarlo a penas, como de puntillas afiladas ocupando una parada de autobús en día de lluvia, mas sin que el carácter húmedo de la lluvia, áun sin cubierta epitelial en la parada de autobús, empapara hasta la saturación la chispa motora-señal. Porque sin chispa, transmisión instantánea y pre-lumínica del deseo de espacio habitable, no había composición posible del edificio, el puente, el autobús, el paso-camino y la persona. Sin ella no había ciudad, así que como “Vinagreras del Cajón” era más bien un pueblo, Trebor pudo mantener durante un tiempo la ambigüedad en su estar allí que suponía el que, dentro de una separación meramente temporal, al principio pudiera estar allí de paseo hasta cierto encuentro y que, justamente tras él, pudiese, y entonces ya sí con-para-por ello explotara el pueblo como ciudad, embriagarse entre la sangría del intersticio.      
            De las veintitrés ocasiones en que se habían encontrado, en ocho, simplemente, no repararon el uno en el otro, en siete, Trebor, tan ido sin vuelta como solía ir pendiente de su reproductor musical, sólo percibió unos zapatos bonitos sin piernas o un charco a punto de ser pisado, y en otras siete, la última ya hacía unos meses, hubo algún tipo de llamamiento mutuo al paso pero, al girar la cabeza los dos, la multiplicidad de coronillas disolvió lo sagrado del encuentro convirtiéndolo en tentativo. Justo esto, el que en la última ocasión no hubiera multiplicidad alguna, facilitó que ese último cruce, el único en realidad, sucediera inmediatamente al poco de llegar Trebor al pueblo. Se topó con el último “uno” cardinal.

Un ladrón de cuerpos en descomposición
un cocinero de platos indigestos y apetecibles en una noche des-estrellada.
Un charco juerguista que sale de la tierra
hacia la escuela del alférez
para
cuidándose a ratos
contar hasta tres sin milagros
uno (silencio)
dos (tiempo)
tres (distancia).
¿A dónde ir si ya no hay
¿o es que sobran?
balcones y ventanas?
Abajo un rumbo de antaño
sin arriba
abajo una pared del tamaño del mundo.
Y un hueco con la forma de unos dientes aparece
boca que hace boca
una conversación de roedores.
La hora lejana llegó pronto      
insoluble
altiva sin trazo
inesperada
¿quién pretende salir ahora que ya no hay,
ahora que quedan ratas consumibles entre muchos?
El viento no elemental
mero agitador
lo hará.
Alumbra sacudidas rotativas que sitúan roedores
hocicudos y olientes
en cada rincón de una esfera planetaria limada en las aristas hasta la saciedad del roedor.
Siempre por fuera
roer por fuera
no hacer agujeros por dentro
y en el filo de un folio unidimensional
de una línea trazada con portaminas del 0,5
el borde de la caverna absolutamente silente donde ningún roedor esperaría llegar.
¿Cómo si ya no hay?

- Culpa para mí, disculpa.
- ...
- ¿Sabes si hay por aquí una cabina, un bar con teléfono o algo así...?
- ...
- Perdona pero...
- ¿Te importa aguardar un poco? Me estoy concentrando.
- Ah, perdona.
Trebor dio un paso atrás y se quedó observando como el chico, situado muy al borde externo de un puente no muy alto, miraba a una nube.
- Ya, dime, qué quieres.
- Perdona, no sabía que estabas... ¿mirando el cielo?
- Me moría.
- Eh... sí bueno eso nos pasa a todos.
- Aceleraba el tiempo de mi muerte, más y más rápido.
- Ya, pero es que si no sabes de manera absoluta cuándo te morirás, y eso creo que es difícil de saber... ¿te imaginas que viniera esa fecha en nuestra Tarjeta de Identificación como la de naci...?, bueno, pues no sé si es posible acelerar algo, aproximarte a ello si eso no está fijado ya de antemano a no ser...
- Vale, vale, pues estaba a punto de suicidarme sin más, ¿mejor?
- Suici... ¿por qué?
- ¿Y a ti qué coño te importa?
- Pero, ¿por qué?
- Oye, ¿te importa de verdad o qué pasa?
- Bueno, supongo, no sé... ¡sí!, sí me interesa.
- No, no, interés no, ¿te importa o no te importa? Es importante...
- Venga que sí, me importa, dime.
- ¿De verdad?
- ¡¡Que sí!!
- Pero, ¿por qué te importa?, ¿no será por mera curiosidad o por alguna mierda de esas de derechos humanos a la vida?
- También, bueno... me importa y ya está, será cuestión de educación o yo que sé, pero simplemente no puedo encontrarme a alguien vivo que se muere, un moribundo... y mira que hay... y no tener unas ganas enormes de entrar en contacto con ello.
- Así que es curiosidad...
- No sólo.
- Entonces es que me quieres convencer de que no lo haga.
- ¡Tampoco!
- ¿Te importo entonces?
- Eso trato de decir.
- ¡Me cachis!
- ¿¡Pero qué te pasa ahora!?
- Pues... que me lo acabas de jorobar. Me quería suicidar porque en este pueblo no le importaba a nadie y ahora tú...
- ...
- Bueno, será cuestión de mal tiempo, ya dejaré de importarte, ya te convertirás en pegatina como todo el mundo, aunque no sé si eso se podrá acelerar o ralentizar de algún modo...

            Y el chico acompañó a Trebor en busca de un teléfono. Que recorrieran varias calles en las que la dominancia, dominante y pasiva y pasivizante, era un espectro de límites poco diferenciables, y por ello único en su especie, en el que lo común era una re-posición sin más de aceras altas y escaparates semi-espejados alternados con paredes muy coloridas, tenía que ver profundamente con que, en su paseo, no encontraran a nadie por las calles y con que los colores los pusieran pegatinas pequeñas y llamativas que llenaban todo. Sobre-todo pintaban indiscriminadamente. Y como todavía Trebor y el muchacho trazaban un camino de vuelta tras el encuentro, no pudieron evitar extrañarse, aún el muchacho que ya conocía el pueblo, y tratar de despegar alguna. “Ten cuidado, están muy pegadas, y si no lo haces bien puedes romperla o... convertirte en una de ellas”, dijo el muchacho mientras Trebor se alegraba de no haberse cortado las uñas en varios días. “Todo empezó, ya estábamos, con el acatamiento de una norma del ayuntamiento, la mutua intromisión destinada de lo colectivo en lo privado y ahora... el pueblo está deshabitado” y ambos se acercaron a una gran pegatina, “éste debió ser un alto cargo...” se decía Trebor, que anunciaba un decreto municipal. Claro que sabían que, en la medida en que habiendo variadas formas de vivir bien había una muy clara de no hacerlo, la de pro-ponérselo, existían también plurales modos de leer aquello, con más o menos riesgo, pero una muy particular, la de leerlo sin atención, en la que el riesgo le exponenciaba a uno hasta la exposición más bastarda de todas, la de la desaparición fixista de sí.
El decreto decía:

INSTRUCCIONES A LA CIUDADANÍA PARA EL TRATAMIENTO DE UNA CRISIS PUNTUAL

PASO 1.
Comenzad de nuevo. Conciencia calmada, conciencia tranquila. Fíjate en un punto. Cualquiera vale. Ése en la pared de enfrente. Está bien. Un punto en la pared. No tiene dimensiones y tiene todas. Es un punto inextenso en un plano. Fíjate bien en el punto. Sólo en él. Conciencia calmada, conciencia tranquila. Ahora toca el punto. No te muevas. Sólo brazos y hombros. Fíjate en el punto. Y no te muevas. Desde tu sitio, toca el punto. Junta los dedos pulgar y anular. Deja un hueco pequeño entre ellos. El hueco de un punto. Sin moverte del sitio. Y tócalo con los dedos. No hace falta que te muevas. Es inextenso. No hace falta que lo sientas. Traspasa tus receptores sensitivos. Has tocado un punto. Ahora acércate los dedos a la boca. Los dedos con los que tocaste el punto. Acércalos a la nariz. Inspira fuerte. Acabas de oler un punto inextenso. No hace falta que te lamas los dedos. No. Tampoco que escuches su latido. No. Un punto no suena ni sabe a nada. Puedes pasar al siguiente paso.  

PASO 2.
Paciencia y persistencia. Fíjate en el punto. Puede ser el mismo de antes u otro. Fíjate en un punto. El de enfrente en la pared. Cualquiera vale. Paciencia y persistencia. Tómalo con los dedos como en el “paso 1”. Dedos pulgar y anular. Hueco del tamaño del punto entre ellos. Fija el punto. Y ahora apriétalo. Con los dedos. Aprieta fuerte el punto. Deforma su no forma. Conviértelo en plano o abombado. Redistribuye su inextensión. Aprieta. Paciencia y persistencia. Si dejas de apretar recupera su estado. Aprieta. Y no pruebes a mirarlo a través de los dedos sin apretar. Sólo se deforma cuando aprietas. Aunque no se perciba. Paciencia y persistencia. Ahora deja de apretar y relaja la mano sin moverla. Ni la mano ni el punto. Acércate a ellos. Con los labios en contacto con los dedos. Sopla. Sopla de nuevo hasta cinco veces. Paciencia y persistencia. Sopla el punto inextenso hasta que se hinche. Es un globo. Se hincha a nuestro antojo. Tiene superficie curva. Ahora aléjate un poco de la mano. No muevas la mano. Mueve únicamente la cabeza para alejarte de la mano. Los labios sin contacto con los dedos. Acabas de deformar un punto a tu antojo. Es tuyo. Es un punto. Es tuyo. Tu derecho. Sólo para ti hasta que tú quieras. Pasa al siguiente paso.   

PASO 3.
El tiempo es precioso. No sufras. Tampoco te lo plantees. Fíjate en un punto. Uno cualquiera en la pared de enfrente. Está ahí. Delante tuyo. Fíjate en él. Sólo en él. Es tuyo. Es uno. Está ahí. Ése de ahí es uno. Todo tuyo. Obsérvalo bien. El tiempo es precioso. Ahora cierra los ojos. Mantén los ojos cerrados. Céntrate en la imagen del punto de tu imaginación. No ves el punto de la pared. Ojos cerrados. En tu imaginación hay un punto. No importa cómo sea. Es un punto. Uno cualquiera. También es tuyo. Siéntelo. Es tuyo. Mantén los ojos cerrados. Mantén la imagen del punto en tu imaginación. El tiempo es precioso. Y siente tu cabeza. Nota la sensación que produce el punto imaginado en tu cabeza. Puede ser en cualquier parte de la cabeza. Por dentro o por fuera. Puedes notar frío-calor, presión, humedad o picor. Siéntelo. Cualquier pequeña sensación basta. Imagina el punto. Nota la sensación. Siente el punto. Es tu punto. Más tuyo que nunca. Siéntelo. Ahora abre los ojos. Ves el punto de la pared. Es otro punto. Es un punto. Fíjate bien en él. Lo ves incluso sin dedos que lo aprisionen. Es tuyo. Que no se escape. Siéntelo también. Nota alguna sensación en tu cabeza. Una sensación mientras miras el punto de la pared. Siente el punto. No te preocupes si la sensación cambia. Da igual cuál o dónde sea la sensación. Siéntelo. Es ahora. Ya no hay dos puntos. El punto no se dobla. Sólo hay uno. El sentido. Puedes continuar con el siguiente paso.

PASO 4.
Que todos sean felices. Comparte tu punto. Es tuyo. Lo sientes. Está en ti. No se dobla. Es único. Es tuyo. No lo trocees. No se dobla. Comparte tu punto. Y siéntelo. Fíjate en él. Siente el punto en tu cabeza. Es tuyo. Si hay punto tú lo sientes. Compártelo. No hace falta que preguntes cómo. Atención y concentración. Comparte el punto con armonía. Que todos sean felices. Imagina ahora un ser querido. Visualiza su imagen. Una imagen nítida de un ser querido. Siente la imagen. Hazlo mientras respiras profundo. Y retén el aire. Si el ser es querido la sensación será agradable. Regocíjate en esa sensación. Es tuya. Con un ser querido. Y ahora siente el punto. En tu cabeza o en cualquier lugar del cuerpo. Es una voltereta. El punto sentido también será agradable. Tan agradable como tu ser querido. Es de los dos. Agradable para los dos en ti. Es compartido. No vale cualquier sensación. Que todos sean felices. El punto es de todos.

            Una lectura detenida confirmó que aquellas palabras, sus letras, tenían cierto volumen y peso, el justo para permitir que sus sombras proyectadas sobre el papel interfirieran en una interpretación viva del texto, a favor de su anulación. Palabras hondas por pesadas, que empujan-perforan y permanecen, y voluminosas, que ocupan un espacio multi-dimensional excluyente en la repetición de la pegatina, tan preocupantes y repulsivas para Trebor que, sin atender para nada a su acompañante, tuvo que ir de inmediato hacia una cabina cercana mientras repetía “Tengo que hablar con Amadeo”. El joven recién conocido, ya en un quinto plano respecto a la cabina, marchó en solitario de vuelta al puente dando vueltas a si, una vez el poder re-productor de una fotocopiadora reducía el carácter de arraigo insolente de la pega de la pegatina, un abanico sería necesario para que los papeles que somos no se dispersaran sin más al azar, sino con alguna orientación, también pesada, sangrante, pero diferenciada del flujo caprichoso del aire en movimiento que es el viento. Otro asunto sería preguntarse quién alzaría el abanico, si acaso un papel puede hacer tal cosa, o, en definitiva, si hay diferentes modos de abanicar o incluso si el abanico, en cuanto impreso y coloreado, era también ya algún tipo de papel fotocopiado y de lo que se trataría entonces es de diferentes modos ordenados de girar y virar papeles.
            En torno a algo parecido, al menos en “Vinagreras del Cajón”, comenzó la revolución de las fotocopiadoras y el abanico. Porque de lo que se trataba, y no otra cosa fue lo que Trebor habló por teléfono con Amadeo, era de hacer pueblo la ciudad, de poblarla con algo más que esqueletos, leyendas y milagros. Faltaba el enlace propio del suicido de la memoria entretejida. Más que tener vida, des-virtualizar el punto o acumular puntos, suicidarse cada día para vivir.
El joven llegó al puente mientras Trebor continuaba hablando por teléfono. Algunas nubes de las que ocupaban parte del cielo se habían desplazado.