En
“Vinagreras del Cajón” nunca se sorteaba, votaba, ni ad-judicaba nada.
Todo iba de otra manera. Como quitar a una pegatina la parte de atrás, la que
no pega, y escoger un sitio entre unos cuantos para que la pega, y no la parte
delantera de la pegatina, sin ad-herirse luciera bien bella. Una explosión del
lugar, ciertamente pegajoso y sangrante, pero del lugar, al fin, que espera ser
escogido y bailado en la danza sin manoletinas entre el ladrillo de la pared y
la pegatina que se ad-hiere atendiendo vagamente a la materia de la superficie
de la pared mientras desea el ladrillo de fondo, simultáneamente, su firme y su
débil sujección. Nadie huía de los charcos en días de lluvia. Nadie escupía u
orinaba lejos de una planta. Y nadie, tampoco, se atrevía a alzar demasiado la
cabeza cuando hacía mucho sol, porque, principalmente, no había nadie, ninguna
gente.
El
día antes de que Trebor volviera a “Ciudad Sony de Madrid” pasó unas
horas por allí. Nunca había estado antes, así que recordar algo del lugar
resultó tan inesperado como encontrar algo realmente nuevo en ese pueblo
respecto al resto, cuando el resto recordado era pura ausencia de recuerdo más
allá de la selección individualmente interesada de fragmentos memorísticos de
no hace más de seis meses, es decir, cuando recordar no era dar pinceladas que
relucían en la oscuridad de lo ya pensado.
Y
es que el ambiente familiar que mecía las calles, con sus farolas y aceras, los
edificios, parques y paradas de autobús, no parecía poder tapar los chorros
sangrantes que florecían de los huecos pequeños entre tejidos. Y eso que no
importaba el tamaño de los intersticios presentes porque la imbricación parcial
de los elementos tisurales no dejaba de lado el re-conocimiento de cada tejido
por separado y en conjunción disjunta de sus flujos no métricos, sólidos o
líquidos, pero con referencia primera a un estar gaseoso no congelable en
cortes longitudinales fijos. Efectivamente, las estructuras rígidas, puentes,
carreteras y edificios, que componían el tejido óseo de “Vinagreras del
Cajón” perfilaban filos cúbicos con aristas preparadas para el encaje como
vía de articulación con otros elementos ciudadanos. Claro que había cierto
movimiento que convertía la rigidez ósea en relativa, ciertas individualidades
cambiantes, individuos o puntos, que animaban con poca gracia los
pasillos-sobre-calles pero esto, no variando mucho la cuestión de la rigidez
del esqueleto, no evitaba que los edificios, al menos, no fueran macizos o
tuvieran pretensión de totalidad. En los edificios, siendo optimistas, habitaba
alguien, y esto obligaba a una continua composición y re-composición de los
estratos formantes, no laminares pero sí estratificados y por ello tan frágiles
como una mesa aglomerada cuya superficie, porque la seguía habiendo, era
finísima y no más ni menos que otra capa formante pero con un brillo
particular, perteneciente a otro registro estético, imitación natural de lo que
ella misma ya era en cuanto capa. Así, daba igual que hablásemos de un pórtico,
puente, camino o de torre de oficinas, porque, en “Vinagreras del Cajón”, solía ocurrir, la luz iba
hacia el hueco porque ya había hueco y no al revés. Esto se cumplía incluso en
el alumbrado público pues las bombillas para lucir necesitaban, al menos, un casquillo-soporte,
un motor-señal, un motor-activador y un espacio protector y transparente que
permitiese la expresión lumínica. Había entonces, al menos, cuatro tejidos
necesarios para que el óseo fuese tal: conectivo, nervioso, muscular y
epitelial, sin olvidar al tejido mesenquimático, diferenciante, diferenciado e
invisible en ciudades adultas. El primero de ellos, aunque difícilmente
presentable por la configuración y solapamiento de sus células, forzaba al
encuentro intersticial del resto de la urdimbre justamente porque él mismo,
conexión de-ambulante, laxa, densa y elástica a la vez, activaba los dos polos
transversales de la bombilla facilitando su reposo en un lecho, ya tejido
muscular, con cierta tensión propia de soporte. La activación conectora, que
también vibraba mas con un tono cambiante en cada caso conectivo, aún sin
responder por asimilación a cubiertas orgánicas planas sí se concentraba en
ciertos lugares más que en otros, articulaciones tendinosas o plazas, en las
que las plantas y seres vivos en general anidaban en el suelo-casquillo sin
tocarlo a penas, como de puntillas afiladas ocupando una parada de autobús en
día de lluvia, mas sin que el carácter húmedo de la lluvia, áun sin cubierta
epitelial en la parada de autobús, empapara hasta la saturación la chispa
motora-señal. Porque sin chispa, transmisión instantánea y pre-lumínica del
deseo de espacio habitable, no había composición posible del edificio, el
puente, el autobús, el paso-camino y la persona. Sin ella no había ciudad, así
que como “Vinagreras del Cajón” era más bien un pueblo, Trebor pudo
mantener durante un tiempo la ambigüedad en su estar allí que suponía el que,
dentro de una separación meramente temporal, al principio pudiera estar allí de
paseo hasta cierto encuentro y que, justamente tras él, pudiese, y entonces ya
sí con-para-por ello explotara el pueblo como ciudad, embriagarse entre la
sangría del intersticio.
De
las veintitrés ocasiones en que se habían encontrado, en ocho, simplemente, no
repararon el uno en el otro, en siete, Trebor, tan ido sin vuelta como solía ir
pendiente de su reproductor musical, sólo percibió unos zapatos bonitos sin
piernas o un charco a punto de ser pisado, y en otras siete, la última ya hacía
unos meses, hubo algún tipo de llamamiento mutuo al paso pero, al girar la
cabeza los dos, la multiplicidad de coronillas disolvió lo sagrado del
encuentro convirtiéndolo en tentativo. Justo esto, el que en la última ocasión
no hubiera multiplicidad alguna, facilitó que ese último cruce, el único en
realidad, sucediera inmediatamente al poco de llegar Trebor al pueblo. Se topó
con el último “uno” cardinal.
Un ladrón de cuerpos en
descomposición
un cocinero de platos indigestos
y apetecibles en una noche des-estrellada.
Un charco juerguista que sale de
la tierra
hacia la escuela del alférez
para
cuidándose a ratos
contar hasta tres sin milagros
uno (silencio)
dos (tiempo)
tres (distancia).
¿A dónde ir si ya no hay
¿o es que sobran?
balcones y ventanas?
Abajo un rumbo de antaño
sin arriba
abajo una pared del tamaño del
mundo.
Y un hueco con la forma de unos
dientes aparece
boca que hace boca
una conversación de roedores.
La hora lejana llegó pronto
insoluble
altiva sin trazo
inesperada
¿quién pretende salir ahora que
ya no hay,
ahora que quedan ratas
consumibles entre muchos?
El viento no elemental
mero agitador
lo hará.
Alumbra sacudidas rotativas que
sitúan roedores
hocicudos y olientes
en cada rincón de una esfera
planetaria limada en las aristas hasta la saciedad del roedor.
Siempre por fuera
roer por fuera
no hacer agujeros por dentro
y en el filo de un folio
unidimensional
de una línea trazada con
portaminas del 0,5
el borde de la caverna
absolutamente silente donde ningún roedor esperaría llegar.
¿Cómo si ya no hay?
- Culpa para mí, disculpa.
- ...
- ¿Sabes si hay por aquí una
cabina, un bar con teléfono o algo así...?
- ...
- Perdona pero...
- ¿Te importa aguardar un poco?
Me estoy concentrando.
- Ah, perdona.
Trebor dio un paso atrás y se
quedó observando como el chico, situado muy al borde externo de un puente no
muy alto, miraba a una nube.
- Ya, dime, qué quieres.
- Perdona, no sabía que
estabas... ¿mirando el cielo?
- Me moría.
- Eh... sí bueno eso nos pasa a
todos.
- Aceleraba el tiempo de mi
muerte, más y más rápido.
- Ya, pero es que si no sabes de
manera absoluta cuándo te morirás, y eso creo que es difícil de saber... ¿te
imaginas que viniera esa fecha en nuestra Tarjeta de Identificación como la de
naci...?, bueno, pues no sé si es posible acelerar algo, aproximarte a ello si
eso no está fijado ya de antemano a no ser...
- Vale, vale, pues estaba a punto
de suicidarme sin más, ¿mejor?
- Suici... ¿por qué?
- ¿Y a ti qué coño te importa?
- Pero, ¿por qué?
- Oye, ¿te importa de verdad o
qué pasa?
- Bueno, supongo, no sé... ¡sí!,
sí me interesa.
- No, no, interés no, ¿te importa
o no te importa? Es importante...
- Venga que sí, me importa, dime.
- ¿De verdad?
- ¡¡Que sí!!
- Pero, ¿por qué te importa?, ¿no
será por mera curiosidad o por alguna mierda de esas de derechos humanos a la
vida?
- También, bueno... me importa y
ya está, será cuestión de educación o yo que sé, pero simplemente no puedo
encontrarme a alguien vivo que se muere, un moribundo... y mira que hay... y no
tener unas ganas enormes de entrar en contacto con ello.
- Así que es curiosidad...
- No sólo.
- Entonces es que me quieres
convencer de que no lo haga.
- ¡Tampoco!
- ¿Te importo entonces?
- Eso trato de decir.
- ¡Me cachis!
- ¿¡Pero qué te pasa ahora!?
- Pues... que me lo acabas de
jorobar. Me quería suicidar porque en este pueblo no le importaba a nadie y
ahora tú...
- ...
- Bueno, será cuestión de mal
tiempo, ya dejaré de importarte, ya te convertirás en pegatina como todo el
mundo, aunque no sé si eso se podrá acelerar o ralentizar de algún modo...
Y
el chico acompañó a Trebor en busca de un teléfono. Que recorrieran varias
calles en las que la dominancia, dominante y pasiva y pasivizante, era un
espectro de límites poco diferenciables, y por ello único en su especie, en el
que lo común era una re-posición sin más de aceras altas y escaparates
semi-espejados alternados con paredes muy coloridas, tenía que ver
profundamente con que, en su paseo, no encontraran a nadie por las calles y con
que los colores los pusieran pegatinas pequeñas y llamativas que llenaban todo.
Sobre-todo pintaban indiscriminadamente. Y como todavía Trebor y el muchacho
trazaban un camino de vuelta tras el encuentro, no pudieron evitar extrañarse,
aún el muchacho que ya conocía el pueblo, y tratar de despegar alguna. “Ten
cuidado, están muy pegadas, y si no lo haces bien puedes romperla o...
convertirte en una de ellas”, dijo el muchacho mientras Trebor se alegraba de
no haberse cortado las uñas en varios días. “Todo empezó, ya estábamos, con el
acatamiento de una norma del ayuntamiento, la mutua intromisión destinada de lo
colectivo en lo privado y ahora... el pueblo está deshabitado” y ambos se
acercaron a una gran pegatina, “éste debió ser un alto cargo...” se decía
Trebor, que anunciaba un decreto municipal. Claro que sabían que, en la medida
en que habiendo variadas formas de vivir bien había una muy clara de no
hacerlo, la de pro-ponérselo, existían también plurales modos de leer aquello,
con más o menos riesgo, pero una muy particular, la de leerlo sin atención, en
la que el riesgo le exponenciaba a uno hasta la exposición más bastarda de
todas, la de la desaparición fixista de sí.
El decreto decía:
INSTRUCCIONES A LA CIUDADANÍA
PARA EL TRATAMIENTO DE UNA CRISIS PUNTUAL
PASO 1.
Comenzad de nuevo. Conciencia
calmada, conciencia tranquila. Fíjate en un punto. Cualquiera vale. Ése en la
pared de enfrente. Está bien. Un punto en la pared. No tiene dimensiones y
tiene todas. Es un punto inextenso en un plano. Fíjate bien en el punto. Sólo
en él. Conciencia calmada, conciencia tranquila. Ahora toca el punto. No te
muevas. Sólo brazos y hombros. Fíjate en el punto. Y no te muevas. Desde tu
sitio, toca el punto. Junta los dedos pulgar y anular. Deja un hueco pequeño
entre ellos. El hueco de un punto. Sin moverte del sitio. Y tócalo con los
dedos. No hace falta que te muevas. Es inextenso. No hace falta que lo sientas.
Traspasa tus receptores sensitivos. Has tocado un punto. Ahora acércate los
dedos a la boca. Los dedos con los que tocaste el punto. Acércalos a la nariz.
Inspira fuerte. Acabas de oler un punto inextenso. No hace falta que te lamas
los dedos. No. Tampoco que escuches su latido. No. Un punto no suena ni sabe a
nada. Puedes pasar al siguiente paso.
PASO 2.
Paciencia y persistencia. Fíjate
en el punto. Puede ser el mismo de antes u otro. Fíjate en un punto. El de
enfrente en la pared. Cualquiera vale. Paciencia y persistencia. Tómalo con los
dedos como en el “paso 1” .
Dedos pulgar y anular. Hueco del tamaño del punto entre ellos. Fija el punto. Y
ahora apriétalo. Con los dedos. Aprieta fuerte el punto. Deforma su no forma.
Conviértelo en plano o abombado. Redistribuye su inextensión. Aprieta.
Paciencia y persistencia. Si dejas de apretar recupera su estado. Aprieta. Y no
pruebes a mirarlo a través de los dedos sin apretar. Sólo se deforma cuando
aprietas. Aunque no se perciba. Paciencia y persistencia. Ahora deja de apretar
y relaja la mano sin moverla. Ni la mano ni el punto. Acércate a ellos. Con los
labios en contacto con los dedos. Sopla. Sopla de nuevo hasta cinco veces.
Paciencia y persistencia. Sopla el punto inextenso hasta que se hinche. Es un
globo. Se hincha a nuestro antojo. Tiene superficie curva. Ahora aléjate un
poco de la mano. No muevas la mano. Mueve únicamente la cabeza para alejarte de
la mano. Los labios sin contacto con los dedos. Acabas de deformar un punto a
tu antojo. Es tuyo. Es un punto. Es tuyo. Tu derecho. Sólo para ti hasta que tú
quieras. Pasa al siguiente paso.
PASO 3.
El tiempo es precioso. No sufras.
Tampoco te lo plantees. Fíjate en un punto. Uno cualquiera en la pared de
enfrente. Está ahí. Delante tuyo. Fíjate en él. Sólo en él. Es tuyo. Es uno.
Está ahí. Ése de ahí es uno. Todo tuyo. Obsérvalo bien. El tiempo es precioso.
Ahora cierra los ojos. Mantén los ojos cerrados. Céntrate en la imagen del
punto de tu imaginación. No ves el punto de la pared. Ojos cerrados. En tu
imaginación hay un punto. No importa cómo sea. Es un punto. Uno cualquiera.
También es tuyo. Siéntelo. Es tuyo. Mantén los ojos cerrados. Mantén la imagen
del punto en tu imaginación. El tiempo es precioso. Y siente tu cabeza. Nota la
sensación que produce el punto imaginado en tu cabeza. Puede ser en cualquier
parte de la cabeza. Por dentro o por fuera. Puedes notar frío-calor, presión,
humedad o picor. Siéntelo. Cualquier pequeña sensación basta. Imagina el punto.
Nota la sensación. Siente el punto. Es tu punto. Más tuyo que nunca. Siéntelo.
Ahora abre los ojos. Ves el punto de la pared. Es otro punto. Es un punto.
Fíjate bien en él. Lo ves incluso sin dedos que lo aprisionen. Es tuyo. Que no
se escape. Siéntelo también. Nota alguna sensación en tu cabeza. Una sensación
mientras miras el punto de la pared. Siente el punto. No te preocupes si la
sensación cambia. Da igual cuál o dónde sea la sensación. Siéntelo. Es ahora.
Ya no hay dos puntos. El punto no se dobla. Sólo hay uno. El sentido. Puedes
continuar con el siguiente paso.
PASO 4.
Que todos sean felices. Comparte
tu punto. Es tuyo. Lo sientes. Está en ti. No se dobla. Es único. Es tuyo. No
lo trocees. No se dobla. Comparte tu punto. Y siéntelo. Fíjate en él. Siente el
punto en tu cabeza. Es tuyo. Si hay punto tú lo sientes. Compártelo. No hace
falta que preguntes cómo. Atención y concentración. Comparte el punto con armonía.
Que todos sean felices. Imagina ahora un ser querido. Visualiza su imagen. Una
imagen nítida de un ser querido. Siente la imagen. Hazlo mientras respiras
profundo. Y retén el aire. Si el ser es querido la sensación será agradable.
Regocíjate en esa sensación. Es tuya. Con un ser querido. Y ahora siente el
punto. En tu cabeza o en cualquier lugar del cuerpo. Es una voltereta. El punto
sentido también será agradable. Tan agradable como tu ser querido. Es de los
dos. Agradable para los dos en ti. Es compartido. No vale cualquier sensación.
Que todos sean felices. El punto es de todos.
Una
lectura detenida confirmó que aquellas palabras, sus letras, tenían cierto
volumen y peso, el justo para permitir que sus sombras proyectadas sobre el
papel interfirieran en una interpretación viva del texto, a favor de su
anulación. Palabras hondas por pesadas, que empujan-perforan y permanecen, y
voluminosas, que ocupan un espacio multi-dimensional excluyente en la
repetición de la pegatina, tan preocupantes y repulsivas para Trebor que, sin
atender para nada a su acompañante, tuvo que ir de inmediato hacia una cabina
cercana mientras repetía “Tengo que hablar con Amadeo”. El joven recién
conocido, ya en un quinto plano respecto a la cabina, marchó en solitario de
vuelta al puente dando vueltas a si, una vez el poder re-productor de una
fotocopiadora reducía el carácter de arraigo insolente de la pega de la
pegatina, un abanico sería necesario para que los papeles que somos no se
dispersaran sin más al azar, sino con alguna orientación, también pesada,
sangrante, pero diferenciada del flujo caprichoso del aire en movimiento que es
el viento. Otro asunto sería preguntarse quién alzaría el abanico, si acaso un
papel puede hacer tal cosa, o, en definitiva, si hay diferentes modos de
abanicar o incluso si el abanico, en cuanto impreso y coloreado, era también ya
algún tipo de papel fotocopiado y de lo que se trataría entonces es de
diferentes modos ordenados de girar y virar papeles.
En
torno a algo parecido, al menos en “Vinagreras del Cajón”, comenzó la
revolución de las fotocopiadoras y el abanico. Porque de lo que se trataba, y
no otra cosa fue lo que Trebor habló por teléfono con Amadeo, era de hacer
pueblo la ciudad, de poblarla con algo más que esqueletos, leyendas y milagros.
Faltaba el enlace propio del suicido de la memoria entretejida. Más que tener
vida, des-virtualizar el punto o acumular puntos, suicidarse cada día para
vivir.
El joven
llegó al puente mientras Trebor continuaba hablando por teléfono. Algunas nubes
de las que ocupaban parte del cielo se habían desplazado.