por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico
Venía haciéndolo desde
hacía ya un tiempo pero esa tarde tres personas coincidieron en
hacérselo notar. El panadero, Juan; un artista callejero, un hombre;
y su vecina de enfrente, Aurora. Cada uno a su manera llamó la
atención de Elvira sobre lo mismo: Elvira miraba demasiado fijamente
y demasiado a cualquier cosa como para no resultar invasiva. Casi
indecorosa. La cuestión era especialmente grave porque aunque
cualquier cosa a la vista podía ser objeto de su curiosidad, ella
solía privilegiar lo más íntimamente escondido. Aquello casi
oculto excepto por algo que... por algo que apenas fuera reconible.
Ésto solía coincidir con los bordes de algo o el intersticio de dos
algos cualesquiera. Ése era el anzuelo en el cual se posaba su
recelo cuidadoso. Y Elvira se quedaba en el anzuelo. Amaba los
anzuelos. No picar, claro, sino observarlos. Por ejemplo, si su
fijación se posaba en una figura de bordes difusos, del tipo de una
nube blanca sobre un cielo de invierno de luz también blanquecina, y
lo hacía únicamente sobre una nube, ocurría que inmediatamente
dejaba de ver sin poder dejar de observar porque los bordes de la
nube, de difusos, se engrosaban hasta llenar el fondo entero. Había
una nube, solamente una, y sin embargo llenaba todo con sus bordes.
Se esparcía el intersticio. Cielo y tierra en uno. Y ella como
no-vidente también rondaba por allí. Por eso su predilección
visual siempre gustaba de orientarse al esparcimiento de la juntura
de los labios frente a un espejo. ”Sonríe, eres un caballo, sólo
eso...” mascullaba habitualmente al notar asomar los dientes entre
los labios. Y se disolvía en una sonrisa.
Pero ocurrió que aquella
tarde, ya casi noche y en casa, tras lavarse la cara con un poco de
agua tibia y preparar una enorme sonrisa frente al cristal de un
armarito del cuarto de estar, la caricia del tacto de uno de sus
dedos delató que tenía dos heridas en la comisura de los labios.
Ambas, muy pequeñas, tal vez grietas profundas más que heridas
superficiales, parecían llevar allí ya tiempo. Aunque una de ellas
tenía costra y la otra no.
Se cayó una costra más.
Y no era purulenta ni olía. Había estado allí, sobre la piel de
Elvira, mucho tiempo oreándose. Tanto que al desprenderse no dolió
en absoluto. Se fue sin más por el roce de una gota de agua en la
ducha. Adiós por el sumidero y hola a lo siguiente. Porque una
costra madura siempre permitía su lugar a (y venía por) una
superficie sana. Blancucha y frágil pero sana. Piel expuesta. ¿Y si
la costra no estaba madura? Podían ocurrir las peores atrocidades.
Desprendimientos comunes y heridas suicidas. Que la costra en su
huida desgarrara la piel como no queriendo irse. Tendiendo únicamente
a hacer más costra. Así, era indiscernible saber cómo se producían
la heridas en la piel. Trauma vacuo. Ya ni piel había. Todo era
costra. Costra sobre costra. Costra amontonada con costra. Costra con
ganas de dejarse atrás. Y Elvira, tras lo acaecido esa tarde, se
asomó de nuevo a lo siguiente: si sólo accedo a quien amo a través
de un recuerdo no compartido, recuerdo mío, entonces ese amor me
des-tierra del mundo, sólo me amo a mí y el mundo parpadea cuando
yo lo hago.
Pero como únicamente se
había asomado al asunto, no tuvo muy claro si seguir sonriendo
(sonreír sí, ¿pero a quién?) y continuar mascando plástico del
bueno, ó comenzar a alimentarse de pasteles hechos con marihuana y
tratar de sonreír con otra parte de su cuerpo (¡a ver si así el
mundo se anima!). Probó los dos y, aunque comprobó que los dos
tenían los mismos efectos en su ánimo y que cada cual valía para
diferentes situaciones dadas, uno de ellos dejó en bastante mal
estado su esmalte dental. El perito de esas cosas, un amigo dentista,
tras un exhaustivo examen recomendó un tratamiento carísimo con
células madre que Elvira aceptó encantada (¡que ahora tocaba
sonreír con los dientes!). Pero al poner la primera anestesia Elvira
no notó nada. No es que la anestesia hiciera efecto, es que Elvira
no notó ni el pinchazo previo a la inoculación del fármaco (raro,
raro).
Unas cuantas pruebas más
con otros conocidos, ahora médicos (es lo que tiene parpadear
tanto), concluyeron sabiamente que no sentía dolor. “El reflejo
piscofísico que llamamos dolor está ausente en tí, es como si el
sistema nervioso se hubiera saturado, no tienes nervio, aunque tu
piel es preciosa…”, le dijeron con acento grave los audaces
médicos y Elvira, que no se tomó mal todo esto (doler, no le podía
doler), sí se preocupó porque pudiera preocuparse por ello (dolor
no siento, pero cierto desagrado ante algunas situaciones … doctor,
¿puede hacer algo?). De modo que como el modo propio de preocupación
imperante era fundado por la ausencia de dolor como reducción
coaccionadora de la experiencia viva-posibilitante pasada, la mirada
que pregunta (al futuro) se quedó en poco más que una ojeada a un
álbum familiar siempre presente en una billetera lo suficientemente
grande. Visitó a su familia en busca de respuestas.
Hacía tanto tiempo que
no visitaba a sus padres que no le extrañó encontrar que su madre
estaba sola. Su padre había muerto tiempo atrás, en principio poco
antes de nacer Elvira. Al final (en realidad), tal y como su madre
confesó esa misma tarde, el padre había muerto dos días antes de
la concepción de Elvira.
La Señora Begoña cogió
la mano de su hija y le llevó a la que había sido su habitación de
niña. Ahora estaba vacía, ni cama, libros o sillas había.
Únicamente paredes cubiertas de piezas planas de madera pulida que
relucían sin brillo, sin foco externo eminente. Allí le contó un
secreto.
El 16 de octubre de 2004
Emilio Gutierrez Acebedo murió súbitamente (sin toc toc a la
puerta, pero sin dejar cosas a medias). Un par de días después su
esposa, la madre de Elvira, se quedó embarazada. Emilio era el
padre. Él la sorprendió en la cama mientras dormía y ella, sin
saber muy bien si aquello era un sueño o no, tomó la fantasía por
los cuernos (Emilio ya no hablaba, solamente hacía algo parecido a
mugir) y la llevó hasta el final. La relación sexual fue de lo más
hiperbólica (nada de rígor mortis), y no hubo más de dos besos (te
quiero mucho querido, pero el aliento te sabe a muerto), aunque el
éxtasis orgásmico llegó a tal cota que Emilio, llevado por la
algaravía vital, se quedó definitivamente seco. A la manaña
siguiente su esposa despertó sola en la cama y en un primer momento
se planteó, de nuevo, la hipótesis del sueño. Así, obviando que
se había despertado desnuda, oliendo a muerto y con los muslos y
entrepiernas llenas de tejido orgánico en estado de
semi-putrefacción, se dio una ducha, hizo como si no mucho hubiese
pasado y continuó con sus tareas diarias. Actuó, en efecto, como si
Emilio hubiese sido el padre pero jamás se planteó qué había sido
de él tras esa noche (ni flores el día de todos los santos le
llevaba).
“ Mamá, ¿y crees que
por eso no siento dolor? “ cuestionó Elvira con una suspicacia
deductiva envidiable. Su madre solamente pudo encongerse de hombros y
ofrecerle otra tazita de té con mango. Eso sí, ambas tomaron el té
en la antigua habitación de la hija. Sentadas en el suelo y en
silencio. “Ya no puedo contarte más, no volví a saber de tu
padre” es lo único que escuchó Elvira antes de mirar de nuevo a
su antigua habitación. Sobretodo a los azulejos de madera.
Porque en las junturas de
las piezas de madera residía la suciedad. Profundo entre los
baldosines. Un devengo finísimo que enmarcaba furuños de líneas
bastantes hoscas. Lo que había allí acumulado era principalmente
mierda (mierda, costra o muerte no aireada). Mierda y basura saturada
(esa costra sí olía). Mierda de color y olor. Porque nadie nunca se
había atrevido a percibirlo con el gusto. No con la lengua. Ni se
hablaba de ello ni se saboreaba. Eso hubiera supuesto diferenciar
entre dos piezas de madera y su juntura, a la vez que lo propio de la
juntura y lo acumulado en ella, desde el punto de vista del lugar en
la habitación de unos y otros. Pero incluso esa mierda se resistía
al tacto porque éste se reducía al contacto de los dedos y la palma
de la mano con la suciedad. Y solamente los dedos de un niño o un
disminuido (pobre manos pequeñas!) podían acceder a la
juntura y barruntar la suciedad. Emilio, la última persona que lo
había hecho (saborear la mierda, saborearse a sí mismo en otros),
se quedó sin palabra. Desapareció durante un tiempo. Años. Había
quien decía que se retiró a una montaña a meditar. Otros que fue
detenido y retenido en prisión por escándalo público. Daba igual.
Todos coincidían en condenar el delito y la diferencia de la pena
perdía sentido. ¿Indulto? A los tres años aquel volvió a la vida.
Pero desde entonces llevó siempre guantes gordos y un altavoz
estratégico en la mano. Muerto y bien muerto. Tanto que pudo,
incluso, antes de resucitar para la vida pública, tener una última
noche de pasión desatada con su mujer.
Elvira permaneció dentro
de su habitación otro buen rato. Sin decir nada hacia afuera.
Aspirando aire putrefacto sólo hacia dentro. Enorme señal de
respeto y duelo. Esa habitación era un altar al difunto. Un ataúd
sin cuerpo presente. O con cuerpo ausente por continuo movimiento. Un
tupper-ware. Y a Elvira le pareció que ya estaba listo para llevar.
“Sí, seguro que mi
padre anda todavía por ahí, tengo que encontrarle...”, terminó
gritando mientras daba un salto para ponerse de pie. Su madre
únicamente respondió “ ¿pero por qué?, ¿tan malo es no sentir
dolor, tan triste es saber que eres hija de un muerto?, yo (creo que)
no lo soy y te crié, vive y olvídate de... “, pero para entonces
Elvira ya se había marchado.
Había decidido encontrar
a su padre. Vivo o muerto, aunque a ella le fuese la vida en ello. Y
empezó pensar dónde podría estar (si yo fuera un muerto
engendrador de seres sin dolencias estaría en...). La primera
opción, siempre la primera, era empezar por el barrio. Pero como el
suyo rondaba ya los tres milones de ocupantes se puso la televisión
mientras rastreaba la red global en la palma de la mano. Así sería
más rápido.
Cambió de un canal a
otro frenéticamente antes de caer en que todos hablaban de lo
idéntico en el mismo modo. Hablaban y hablaban de las elecciones
presidenciales. Eran esa misma manaña. Parecía que había habido
algún problema con el mecanismo del sorteo. El foco de luz que
iluminaba el bombo del sorteo no era suficientemente fuerte o algo
así. Y todo el mundo decía algo al respecto. Era la máxima cota de
crítica popular que se permitía en política. Desde hacía ya unas
cuantas elecciones (unos 20 años) se había instaurado el sorteo
puro para la selección del presidente y vicepresidente de la
República. Cualquiera podía conducir la balsa del Estado, incluidos
presidiarios con condena o enfermos psíquicos. Tan determinado
estaba el timón, la función política. Tanto se había asegurado
que ninguna decisión presidencial pudiera poner en peligro la
arquitectónica global.
En cada sorteo sólo se
afectaba a la inmutablemente cambiable particularidad que rellenaba
la congelada función presidencial. El presidente de turno y su
gabinete se convertían en extras fulgurantes durante unos meses.
Ocupaban portadas y sus declaraciones, la mayoría de ocasiones
histriónicas, les catapultaban a una popularidad inmediata. Todo el
mundo quería conocer sus vidas, saber si por semejanza vital, tal
vez, ellos también podrían llegar a ser presidentes. Pero el azar
puro no sabe de semejanzas. Y la llamada a lo absolutamente nuevo, al
“cualquiera puede llegar a ser”, pronto hacía que la atención
al presidente bajase. Por eso los sorteos se realizaban una vez al
año. Coincidiendo con el final de un año civil y el comienzo del
otro. La caída de una costra y el comienzo de la siguiente.
Una de las figuras
presentes en el sorteo llamó especialmente la atención a Elvira.
Era el ministro de Educación, Cultura, Urbanismo y Medio ambiente.
El puesto de ese ministro, como los de los otros dos, no entraban en
sorteo. También unos cuantos años atrás se decidió por referendum
popular que la estabilidad del Estado global merecía unos ciertos
mínimos absolutamente inmutables, políticas comunes (bien o interés
general). Eran intermediarios no seleccionables. Por tanto ya no
intermediarios sino palancas del estado de cosas. Ejecutores
privilegiados. Ojo, ahí no valía cualquiera (había que estar muy
muerto).
En un primero momento
Elvira se fijó no tanto en el ministro, en su físico, como en su
nombre. ¿Podría ser que nunca se hubiese percatado del nombre de
tal capital figura política? “Emilio Gutierrez Acebedo tomará la
palabra para anunciar el nombre del nuevo presidente de la
República...” dijo la voz en off del canal que ahora veía Elvira.
Era él. Su padre. O al menos se llamaba igual. Mucha casualidad.
El personaje cogió una
bola que se había deslizado de un bombo enorme. La abrió con
cuidado y esmero como tratándose de una valiosa ceremonia. Tomó un
papelito que aguardaba en el interior y leyó: “Y el próximo
presidente de la República es... Trebor Deer Alswork, número de
identificación 0834...”. Aunque Elvira ya no escuchaba a nadie.
Sólo se fijaba en el ministro. En sus ojos y finas facciones.
Trataba de encontrar una mínima familiaridad que le permitiera
concluir que él era su padre. Y lo encontró. Al menos a ella le
valió con un par de planos frontales para llegar a ello. Su padre
era el ministro de Educación, Cultura, Urbanismo y Medio ambiente.
“Vaya, pues sí que llegó lejos...” pensó Elvira, “...así,
tan ocupado, normal que no haya tenido tiempo para dar señales de
vida...”. Y un gran orgullo hinchó su pecho.
Que después del sorteo
lo que viniera, siempre de acuerdo con la programación televisiva,
fuese el anuncio de una medida política particular justamente por
parte de su padre, no hizo sino aumentar todavía más el celo de
Elvira (pero qué bien habla mi padre!) a la vez que agudizó su
amable receptividad sobre la medida en cuestión. Se trataba de la
aparición de ayudas estatales para unidades de vigilia y
desplazamiento. “Unidades tupper-ware” se llamaban. Pretendían
cubrir la creciente demanda de techo y movilidad vital-laboral de la
ciudadanía. Eran receptáculos en los que una persona, por grande
que fuera, podía dormir sin problemas. También había cierto
espacio reservado para el aseo. Lo interesante es que las unidades
eran totalmente móviles dentro de unos circuitos de transporte que
se extendían por todo el continente (duros acuerdos con otros
Estados fueron necesarios). Ya no había raíles ni combustibles. Se
movían por fuerzas magnéticas. Sin contaminación (directa) y con
una red propia de telecomunicaciones entre las “unidades
tupper-ware”. Allí (el fiambre) podía vivir (se conservaba
fresco) mientras se movía de aquí para allá en busca de asilo
laboral. Una maravilla.
Elvira, encantada con la
propuesta, con que la anunciara su padre, fue al ayuntamiento más
próximo a solicitar una unidad de esas. Era el modo de acercarse a
él. No quería conocerle en persona. No había necesidad. Ni
siquiera deseaba ya llegar con él a algún punto que pudiera
arreglar el asunto del no-dolor que sufría. Ya estaba satisfecha con
conocer quién era (él, y con él, a algo apacigüador para ella).
Suficiente para calmar su desagrado y continuar tranquilamente con
sus cosas (obviando el no-dolor). Así que a pesar de que los medios
decían que había colas de varios días, marchó decidida.
De camino al
ayuntamiento, una de las muchas pantallas callejeras que todavía
continuaban operativas comenzó a chillar. Era la puesta en largo del
nuevo presidente. Su primer discurso ante el pueblo. Apenas cuatro
horas después de las “selecciones”. Era básico para su
popularidad no esperar mucho. Presentarle lo antes posible y sin
preparaciones para que la gente comenzara a comentar y a interesarse
con ganas por él. Mucho mejor para ello si el discurso estaba
totalmente improvisado (es usted el nuevo presidente, diga usted lo
que le venga en gana...).
Elvira, como tantos
otros, también se detuvo en mitad de la calle para escuchar a
Trebor. Inmediatamente aparecieron varios vendedores ambulantes de
refrescos isotónicos y pipas sin sal. Autorizados y con traje. En
esa ocasión Elvira no reparó en ellos porque al poco de escuchar a
Trebor sintió un pinchazo. Justo en la nuca. Y es que, ciertamente,
aun sin experiencia de dolor, un buen pichazo podía todavía hacer
sangre y limpiar la articulación de los tejidos. Tal vez acelerar la
maduración de la costra en formación y sanear las zonas de
encuentro. Declarar al tupper-ware, aun transparente y climatizado,
como insuficiente para contener cuerpos vivos.
Elvira escuchó con
profundo deseo el discurso de Trebor durante al menos una hora. Y
nunca llegó al ayuntamiento.
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