por Andrés Martínez Díaz - El Faro Crítico.
Creo que hay un profundo
error en una conceptualización del fascismo e ideologías afines que descarte
como accesoria la cuestión del volk-lore y el error me parece aun mayor si se
desestima el valor de la estética en la política. ‘Fiat ars et pereat mundis’ decía del futurismo Walter Benjamin. Si
se quiere situar históricamente el fenómeno como contemporáneo nuestro habrá
que enfatizar que la esencia de los fascismos es ser profunda y mitológicamente
folclóricos. Aun más, se puede afirmar con suficientes elementos de juicio que
el fascismo es folclore elevado a categoría central de una tendencia que
informa a más de un movimiento político
en la modernidad. Detrás de ello se esconde manifiestamente una carencia: la
nostalgia de un mundo cancelado a resucitar aunque, ciertamente, ya no lo
podríamos soportar. Si Lenin definió al comunismo como el socialismo más la
electricidad, se podría pensar en el fascismo como folclore más electricidad. A
continuación daré las oportunas aclaraciones.
El modo de producción capitalista y sus
superestructuras liberales han supuesto una ruptura radical con una vivencia
directa de la comunidad tradicional que desde illo tempore había sido mediada por la religión. En las sociedades
modernas, la nueva mediación se vehiculará a través del mercado y de su
trasunto político, la sociedad civil. La libertad jurídica formal de la era
liberal consiste en situar la falacia naturalista en el centro del pacto
social. Puesto que no hay forma racional de efectuar el pasaje entre ontología
y praxis, que antes era salvado
mediante la religión, se asume la inexistencia de contenidos materiales que
sean vinculantes, o sea, la libertad liberal[1] residirá
idealmente en un óptimo de movilidad con la única limitación de que cada uno de
sus miembros no interfiera en la posibilidad de movimiento de los restantes.
Este carácter formal que, al menos en teoría, permite la máxima pluralidad de
formas de vida, contrasta agudamente con
el fijismo de un mundo tradicionalista
que exigía la adhesión a los dioses de la tribu y a unas costumbres –más o
menos pueblerinas, más o menos maniáticas-
fundamentadas en el mito y en el
rito. Estalla la cohesión del pueblo tradicional y a cambio obtenemos una
libertad solitaria en una sociedad en la que ya no existe comunidad anterior al
contrato social. Dado este marco de relaciones sociales, recaerá en el éxito
económico de cada uno de los individuos/átomos la posibilidad de integrarse en
la nueva modalidad de convivencia impuesta por el triunfo de las relaciones
capitalistas de producción. Save
yourself/Help yourself.
Por otro lado, el
liberalismo, como ideología de una fracción social no del todo inconsciente de
sus intereses de clase, ha mostrado durante los ya tres siglos largos de vida
que lleva, un pragmatismo contradictorio hasta la esquizofrenia en sus diversas
manifestaciones. Estructura axiomática del capital, lo denomina Deleuze, por
oposición a las sociedades tradicionales que se
por códigos. Refiriéndonos tan solo a sus dos primeros siglos de vida,
los liberales han apoyado el absolutismo contra las trabas feudales y luego se
han rebelado contra las monarquías absolutas; defendieron gobiernos de corte
bonapartista, el voto censitario y el sufragio universal; han seguido políticas
de mercantilismo defensivo y de supresión de barreras aduaneras; los mismos
liberales ingleses que practicaban el esclavismo, simpatizaban con el
sufragismo femenino; a la vez propugnaron el imperialismo y atizaron la
autonomía nacionalista de los pueblos... Ya en épocas tempranas como en la
Revolución Francesa, la asamblea que
aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos decretó por la ley Le Chapelier, la condena de muerte a aquellos
franceses, se entiende obreros, que hiciesen huelga. Se podría sumar y seguir
pero creo que con estos ejemplos hay ilustración suficiente. Todos ellos
comparten el parecido de familia que nos y les permite -a sus partidarios- dar
a estas posiciones la denominación de liberales. El siglo XX verá como sus vástagos
incurren en una contradicción aún mayor: la alianza ocasional con un movimiento
político que suprime las garantías jurídicas por las que sus antecesores liberales
habían porfiado durante doscientos años.
Quedémonos con la
disolución de las sociedades agrarias tradicionales que proporcionaban una vivencia
directa de la comunidad [2] y con la
aparente incoherencia burguesa en sus múltiples manifestaciones ideológicas.
Pues bien, nos interesa como paso necesario hacia el fascismo, una de ellas, el
nacionalismo, doctrina que postula la existencia de pueblos [3] -unidades
orgánicas de población, vinculadas a un territorio, y articuladas en torno a
una raza, una cultura, una lengua y una religión comunes [4]- y exige su estricta correspondencia con un
Estado. Aquí, en el nacionalismo, querría hacer notar la paradoja de que el
cuerpo mítico y espontáneo de la nación, reformulación burguesa para las recién
derogadas comunidades tradicionales, sea destinado a una configuración ‘abstracta’
como es la del Estado liberal. Se diría que se busca algún elemento de cohesión
`cálido’ que compense esa disgregación ‘fría’ inherente a la división del
trabajo en el capitalismo y a las descarnadas contradicciones sociales que
indisolublemente la acompañan. El nacionalismo entonces tendría unas funciones
análogas a las que pudieron tener las divinidades poliadas alrededor de las que
gravitaban los cultos cívicos en la Grecia clásica. Y para lograr un efecto
similar al de la religión en un mundo que ha matado a dIOS solo queda el
recurso al placebo estético…. En efecto, se puede comprobar sin dificultad como
la literatura, música, pintura, escultura y demás publicística del siglo XIX se
lanzaron con entusiasmo a la obra de generar un espíritu nacional. Un momento
fundacional donde se hace evidente esta consciencia de la necesidad de fabricar
una cultura que proporcione la cohesión para compensar el desapego inherente a
las instituciones democráticas liberales es la ‘Religión del Culto a la Razón y
al Ser Supremo’ instaurada durante el periodo jacobino de la Revolución
Francesa. Se trató de un intento de generar una pseudo-religión laica en la que
los principios republicanos e ilustrados eran deificados alegóricamente para
mitigar el horror vacui que, se
temía, produjese la abolición oficial del cristianismo. Y todavía, en nuestros
días, se advierte sin dificultad como el elemento nacional es una de las
invariantes del entretenimiento popular o de todo el ceremonial con el que se
revisten las instituciones de nuestras desgastadas democracias. Producción
espectacular donde las haya, el nacionalismo es producto de un círculo vicioso:
cuanta menos realidad comunitaria hay, más nacionalismo suplementario se
necesita.
Esta exacerbación de la
añorada comunidad que no se quiere confesar ausente, algo así como un
tribalismo vicario, tiene una manifestación privilegiada en el lamentable éxito
de ese revival de la Grecia Clásica
que son las competiciones deportivas: en la medida que las demarcaciones
administrativas en que habitamos no son comunidades reales las facciones
deportivas con sus himnos, uniformes, banderas y ejércitos -equipos, se
entiende- en perpetua guerra simbólica, no siempre incruenta, devuelven a las
hinchadas a un paraíso de cercanías perdidas… y de paso distraen sus malos
humores –de probable etiología política- en belicosidades ficticias.
Y con esto no quiero
insinuar que los rasgos específicos de las culturas no existan, ni hayan
existido, pero queda claro que en las comunitariamente indigentes sociedades
liberales, las diferencias culturales espontáneas se hipostasian y son
exacerbadas mediante esta operación de hegemonía para generar una energía
emotiva que apuntale nuestras instituciones burguesas… El plural en
‘instituciones burguesas’ es un abuso pues, aunque no lo sepan de forma
consciente, solo tienen una institución que salvar. Su nombre es propiedad y en
una formulación más escueta, tasa de ganancia. En épocas de crisis, como la que se vivió en
los años 30’s y como la que estamos viviendo, cuando beneficio se ve amenazado
por el motín, el pragmatismo liberal muy bien puede sacrificar una porción
accesoria de sus señas de identidad para
quedarse con lo fundamental. Si se da la necesidad la burguesía es capaz de renunciar
a la libertad formal en nombre de lo que realmente importa: la supervivencia de
las estructuras básicas que aseguran su preeminencia social. En tales trances de crisis surge el recurso a
una caricatura de la caricatura de una comunidad: el fascismo o la hipertrofia
de los gestualismos nacionales. Solo falta para que este fascismo quede
temporalmente determinado –esto es, sea circunscrito al momento concreto al que
pertenece- el elemento desarrollista. Que mediante una economía de guerra
propulse el crecimiento, estancado por la crisis, tan necesario para la
economía liberal. Dicho ingrediente viene incluido en la receta nacionalista:
el narcisismo identitario de una fracción nacionalista excita en los restantes
especímenes de su género reacciones análogas de competencia.
Tan solo añadiré un último
rasgo: en la medida que en esta época de
máxima especialización, la nación/pueblo es una construcción fantástica
que tan solo puede ser experimentada con tibieza, una representación verosímil debe
relegarla al pasado donde existió o a un futuro en que existirá pero nunca se
da el caso de que goce de una manifestación presente y plena, si no es como nostalgia,
falta, herida o agresión imaginaria en una integridad por constituir. Ese nosotros incompleto pertenece al ámbito
de las realidades naturales y por tanto espontáneas que quedan fuera de la
historia –de la dimensión del cambio en los asuntos humanos- y si recibe inscripción en la esfera de lo cultural es
debido a un obstáculo que se interpone entre su ser actual y su verdadera
configuración ideal. Aquí aparece la necesidad del líder carismático con
funciones de órgano sensor, análogo al genio romántico, que actúa de médium
entre la comunidad perdida en el mundo de las apariencias históricas y su auténtica
imagen por materializar. La fabricación por medio de la cultura de un nosotros unitario y homogéneo pero
todavía incompleto por incomparecencia tiene, por tanto, proyecciones
claramente quiliásticas y pospolíticas: si deberíamos existir y no existimos,
debemos autoproducirnos; no hay nada que discutir –la discusión es la dimensión de lo político- ; por tanto toda
diferencia se convierte en un obstáculo culpable hacia la integridad en
construcción de nuestro pasado/futuro pueblo. Se repite el esquema bíblico por
el que la historia humana comienza con la caída hasta el cumplimiento de la redención solo que
proyectado al propio interior de la sociedad. De este modo las contradicciones
sociales, que si no han alcanzado una conceptualización expresa no abandonan el
estadio de un difuso malestar social, pueden ser proyectadas contra todo
aquello que se antoje a los administradores de las esencias patrias… ESTE ES EL
CORAZÓN DEL FASCISMO, en mi humilde opinión. De una hiperreactividad aterradora
que no se confiesa a sí misma, los fascismos se abisman en la afirmación de una
identidad fantástica que trastoca su principio de realidad –un intenso
sentimiento de pérdida- en una fantasía de narcisismo megalómano. Idealmente la
reacción autoinmune más arriba descrita solo puede desembocar en la muerte de
toda alteridad, es decir, en la propia muerte. Del mismo modo, su puesta en
práctica no conduce a otro sitio que a
programas de supresión violenta de las diferencias -no eliminables por definición-.
Propongo una imagen
ilustrativa: tras el aquelarre nazi, esa inmensa impostura teatral con banda
sonora wagneriana, Hitler cuando ya supo que había perdido la guerra de forma
inapelable, ordena la destrucción de Alemania, pues el país le había
traicionado, no había estado a la altura del destino ideal que le estaba
deparado… Nec facta ars, pereat mundus.
Esta mitologización de la
comunidad, que nace como un suplemento a la desconexión comunitaria del régimen
social liberal, admite variadas declinaciones aunque todas ellas tienen en
común el carácter estético, populista y arcaizante/futurista que presentan a la
indisoluble unión Estado/Nación como propuesta de organización política. Tal ha
sido el éxito del nacionalismo que en buena medida se puede considerar que ha
servido de hilo conductor para la expresión de las demandas de emancipación de
los pueblos no europeos. Desde la fundación de la ONU, el número de sus Estados
miembros se ha multiplicado por cuatro. Y
podemos suponer que la fundación de cualquiera de dichos Estados se habrá
visto acompañada de la correspondiente exageración del sentimiento identitario dado
que de eso trata la cuestión nacional. Si la Segunda Internacional se vio
desbordada por el estallido de los nacionalismos títeres del imperialismo que
desembocarían en la Primera Guerra Mundial podemos advertir como esta ideología
y su exacerbación fascista ha sido un elemento que en una u otra medida ha estado
presente en toda la época contemporánea, pues ningún gobernante ha sido capaz
de evitar la tentación de recurrir a este cómodo expediente para escabullir las
responsabilidades de los irresolubles problemas que atraviesan a cualquier
modalidad de grupo humano. Cada vez que un político oportunista apela a las
esencias patrióticas comienza a desperezarse esa fiera tribal que busca la
plenitud política en una imposible homogeneidad sin mácula. Al no encontrarla
se conformará con localizar a los culpables de la falta de felicidad social….
para darles su merecido. Como manchas en
un traje viejo que se piensa nuevo. Ser es parecer. Perezcan las manchas.
Hay una comunidad ausente
cuyo hueco parece el objeto a satisfacer por parte de cualquier propuesta
política en la era de la libertad negativa… Seguiremos examinando la cuestión.
[1] Los
movimientos de izquierdas no han sido capaces de articular una noción
alternativa a la de libertad negativa, verbigracia léase a cualquier teórico
anarquista. A la misma causa se remite la unanimidad con que ha sido acogida la
crítica liberal, compartida por la izquierda convencional, del fracaso del
comunismo real y la correspondiente identificación efectuada por Hannah Arendt
entre nazismo y estalinismo bajo el rotulo de totalitarismos.
[2] Aspecto
este que no debe ser idealizado en exceso: la literatura del siglo XIX muestra
numerosos ejemplos de cómo para muchos de los habitantes de esas celosas y
vigilantes comunidades escapar a la ciudad fue un verdadero alivio.
[3] Volk, en alemán y en inglés, folk de donde se deriva el vocablo
folklore –como estudio de esos contenidos que caracterizan a las diversas
comunidades humanas-. Todos ellos derivan de un viejo vocablo germánico:
Volkam. Se cree que estas palabras están vinculadas a la base indoeuropea pel-
‘llenar’, de la cual también habría surgido el latín populus, origen del
vocablo español pueblo así como
del inglés people.
[4] Cuyos
orígenes se hacen remontar a las brumas del comienzo de los tiempos; orígenes que
empezaba a estudiar/fabricar la naciente historiografía burguesa ¿nostalgia y
remedo/remedio de las comunidades rurales recientemente perdidas?
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