por Antonio Fernández Balsells - El Faro Crítico
Cuando se habla de
Democracia, independientemente de los avatares que esta
noción haya podido sufrir en el decurso histórico –si en verdad la hubo alguna
vez o no, si es el mejor de los sistemas políticos posibles o no, si hoy en día
carecemos de una «democracia real» pues está en manos de plutócratas, etc... –
es el estrecho vínculo que guarda, subrepticiamente, con dos nociones netamente
pitagóricas y de las que, ni tan siquiera el mismísimo Aristóteles
pudo prescindir en sus investigaciones sobre Política: me refiero al
número y la “crasis”, también llamado orden
pitagórico. Frecuentemente oímos decir que la Democracia
es “el mejor de los sistemas posibles”, como si lo que hoy en día vivimos fuera
un insuperable y exquisito límite –noción nuevamente extraída del
análisis matemático– que no pudiéramos transgredir... Pero a simple vista, se
intuyen ya de partida ciertos elementos estructurales en la democracia que con
frecuencia pueden atentar contra toda suerte de vida diferencial –también muy
necesarias– incapaces de sobrevivir de encontrarse supeditadas o sojuzgadas a la
voluntad de una mayoría: la historia nos ha legado numerosos ejemplos en los que
la voluntad de esas mismas mayorías, han arrasado con todo aquello
pequeño con lo que no se sienten identificadas o han considerado
prescindible, omisible o inútil.
En mi opinión, el
primer engaño subrepticio que encontramos en la democracia, es la suposición de
que el voto es libre. Esta suposición, ya desde un prisma helenista
–sobre todo aristotélico o estoico– sería por completo cuestionable: pues
siempre hay infinidad de condicionantes que influyen en cada una de las
distintas y plurales voluntades de voto. Tras el voto de cada ciudadano/a se
oculta una voluntad, un deseo, una esperanza; pero estos mismos ciudadanos y
ciudadanas se hallan sujetos/as a necesidades vitales básicas; razón por
la que las decisiones por las que opten, en muchos casos, no son las que en
mayor medida podrían convenir al conjunto, sino que reflejan un desespero por
solucionar los problemas, en vaivén pendular, sujetos al dolor social provocado,
en muchas ocasiones, por la propia corrupción patente en las distintas
instituciones, tanto públicas como privadas. También se ven condicionadas por
inercias familiares de voto, así como por el laberinto de dimes y diretes que
hay en la escena política: en un verdadero laberinto del Minotauro. Actualmente,
la ausencia de libertad de voto, ya no se deriva directamente de un caciquismo
primario, cuando el terrateniente o el empresario compraba el voto de sus
jornaleros o trabajadores. Ese mismo fenómeno, se repite, hoy por hoy, siendo
más efectivo a la hora de condicionar el voto, mediante un sistema más
sofisticado: el de los “mass media”; pues éstos mismos son los encargados
de sembrar los terrores en el inconsciente/consciente colectivo. En verdad, el
verdadero terrorismo de masas se instaura en esos mismos órganos de
comunicación: al tiempo que homogeneizan la mirada y el pensar común, dictaminan
de qué hay que hablar, formando ese algo que podríamos coincidir en llamar un
sentir común, y que, está en estrecha relación con eso otro que llamamos:
sentido común. Es decir: de todo lo anterior se extrae que sí que
hay plurales condicionantes del voto; pero si antes el condicionamiento
resultaba más explícito o evidente, ahora se oculta tras el escenario
político, de un modo mucho más sofisticado: si no votas “X” no tendrás trabajo y
tus posibilidades de subsistir serán difíciles, al tiempo que te verás netamente
desplazado de lo social. En definitiva: el condicionamiento del voto
perdura, pues sigue habiendo miedos que se utilizan por tal de que los
resultados electorales sean aquéllos que desean esas fuertes plutocracias que
están en la cúspide de la pirámide social.
Pero volvamos a la
relación entre aritmética y política... Pues también nos puede ofrecer elementos
de interés (de momento hemos visto que esa supuesta «libertad» que tanto se
vocifera, no es tal; pues el miedo se encarga de coartarla: luego hay un
determinismo: sea éste ontológico o no, aquí no vamos a decir nada sobre ello...
si acaso lo pensaremos en otra ocasión. Lo que sí que podemos decir es que ese
miedo es premeditado y originado por intereses humanos, mediante la
ingeniería social; y que éstos, sin embargo, son contingentes). Dentro
del sistema democrático cada ciudadano tiene un voto. En principio, cada voto
debiera valer lo mismo, pero no es el caso, al menos en nuestro país o en
comunidades autónomas como la mía (Cataluña) donde el voto de las zonas rurales
pesa más que el de las urbanas, de tal suerte que todos y todas los/las
desheredados del siglo XIX y comienzos del XX, que tuvieron que emigrar a las
grandes ciudades (como Barcelona o Madrid), por tal de engrosar las masas
proletarias que necesitaba la creciente industria textil u otras –me refiero
sobre todo al caso de Barcelona, que es el que mejor conozco– vieron cómo su
voto proletario valía una determinada fracción del voto de los habitantes de
otras regiones rurales. Esto es lo que ocurre si comparamos el peso del voto de
un barcelonés/a con el de un leridano/a: si en Lérida la población es de 436.002
hab., para obtener un escaño sólo precisan de 109.000 votos; mientras que en
Barcelona, con una población de 5.487.935 hab., para obtener un mismo escaño se
precisan 177.030 votos. Lo que nos lleva a que el voto de un barcelonés/a sea de
0,6157116... el de un leridano/a. En definitiva: ese voto unitario de
partida, se convierte en un número irracional, en el más puro y
pleno sentido matemático o «pitagórico». Antes de empezar el proceso electoral,
ya hemos dejado de hablar de números enteros, para pasar a hablar de números
irracionales, en función del lugar de procedencia del voto. Esto, sin dudas, se
enfatiza aún más en las elecciones autonómicas. Así pues, estas
supuestas unidades individuales que expresan “libremente” su voluntad mediante
el voto, en absoluto llegan a ser ni tan siquiera unidades, sino fracciones de
la misma. Es decir: números irracionales inferiores a uno. Nada en contra de los
números irracionales menores que uno, pero ya hemos corrompido hasta el propio
pitagorismo y su pulcra entereza a priori, al prescindir de la igualdad
numérico-matemática de la unidad-mónada-individual leibniziana de almas “libres
e iguales” que son los/las votantes.
Pero hay más:
la “crasis” o el “orden” pitagórico se halla ya embebido en el propio
sistema democrático. Por otra parte, siguiendo ciegamente los principios que
sustentan estas democracias, en principio, no sería uno o una el/la que manda
absolutamente. Tampoco ninguna oligarquía, ninguna timocracia, etc... no: ahora,
supuestamente, manda el «pueblo» que escoge libremente a sus representantes
mediante las urnas gracias al sistema democrático. Vayamos a por el “orden”
pitagórico, porque nos resultará más peligroso que la propia aritmética
distorsionada... En sí, lo que antes hemos visto era cómo ese “orden” o “crasis”
ya estaba influyendo subrepticiamente en lo aritmético: la decisión de los
individuos, el voto, no vale lo mismo según la región, no siendo lo mismo vivir
en una zona obrera que en un núcleo rural. Así, supuestamente, se corregía una
injusticia para con esas regiones tan despobladas. La precariedad, sin embargo,
está tan instaurada en las áreas urbanas como las rurales, pero parece no haber
tanta concienciación en unas y en otras, pues los resultados electorales siempre
muestran una tendencia mayor hacia la izquierda o las «pseudo-izquierdas» –del
tipo que sean, no entro... – en las zonas urbanas que no las rurales: quizás por
cierto componente caciquista en las zonas rurales. Pero dejemos este tema
abierto y sigamos con la matemática... La “crasis” o el “orden”, sin duda son,
desde el prisma de la Naturaleza u Ontológico, tan sumamente necesarios
como peligrosos; e intentemos ver qué opera detrás de ese orden.
Ya habíamos visto cómo esa crasis, había distorsionado por completo la
igualdad de enteros aritmética, en vistas a corregir un supuesto “desorden”
derivado de la máxima: “las personas son iguales en voto” (principio
aritmético). En mi opinión, en el orden o “crasis” opera en sí lo que Nietzsche
coincidiría en llamar “humano demasiado humano”. Ese algo es un
motor invisible que se halla escondido tras todo aquello que coincidimos en
llamar tradición, leyes, costumbres… todas ellas heredadas –y
escribo “here”, en cursiva, precisamente porque nos trae a la mente la
diosa griega Hera, la celosa esposa de Zeus, custodiadora de las leyes y
costumbres de la polis; pero también, en nuestra
epocalidad, y siguiendo a Nietzsche, detrás de ese «orden» opera una
detestable “voluntad de voluntad” o “voluntad de poder”. De momento no
entremos en el terreno de las intenciones del poder, y permanezcamos en
el plano pitagórico: una cosa es la aritmética y sus números; y otra, la
geometría y sus formas. En sí, la geometría analiza las formas; de modo que es
una herramienta conceptual matemática, netamente neutra que analiza las figuras
que se dan en lo extenso. La geometría, en sí, no impone una forma determinada,
simplemente la analiza por tal de establecer equivalencias en un plano
matemático más profundo, que es el algebraico, y que subyace a las distintas
ramas de la matemática. Pero la «voluntad de poder» y de dominio, no
pertenece al terreno de lo matemático; ésta pertenece al ámbito de lo «humano
demasiado humano»; lo que hace que el sistema de herramientas
numérico-geométrico-algebraicas de la matemática, no sean detestables por sí
mismas o por su aplicación específica, sino por aquello que las mueve y
distorsiona en base a unos intereses, éstos sí: movidos por la «voluntad de la
voluntad». Encontramos ahí el interés que mueve a la matemática; pero no
podemos confundir una cosa con la otra, pues la Naturaleza nos da la capacidad
de numerar y calcular matemáticamente; y esto, en sí, en principio es
completamente neutral. Toda estructura tendrá una forma que será susceptible de
análisis formal, pero el análisis formal no impone ninguna forma en concreto:
para la matemática éstas, en principio, son infinitas (aunque tal infinitud
tropiece con la Ontología del Límite).
En sí, la inercia
costumbrista, el «statu quo», guarda una estrechísima relación con esta
divinidad del panteón griego: Hera: la misma que hizo matar a
todos/as y cada uno/a de los/las amantes de Zeus, por celos. De modo que detrás
de ese orden, que es estructural, opera la
costumbre, lo previamente establecido, el statu quo, el establishment, los
intereses formados o la voluntad de poder. Y es cierto que desde las
izquierdas postmodernas, permanentemente, se hace crítica del pitagorismo; pero
lo que no vemos es que, éste, en sí, no es más que una herramienta neutral del
conocimiento que analiza lo estructural, pero que la forma concreta que adopte
la estructura –entre las muchas posibles–, en tanto que determinada, no
es más que reflejo de su alma específica. Y ésta viene determinada, hoy
por hoy, por un violento núcleo “humano demasiado humano”; que es
el responsable de que la estructura o forma sea la que es y no otra.
Volviendo al paralelismo con la mitología griega, Hera es polimórfica, y
en la actualidad se manifiesta mediante una forma concreta, que es
epifanía directa de los intereses de los grupos de poder. Pero el sabio mito
griego nos dirá que no siempre Hera es así; que incluso, a veces, se
torna dulce y permisiva; que incluso un buen día llegará a permitir, que aquél
hijo que nada más darle a luz despreció por lisiado y cojo, Hefesto (el
Vulcano de los romanos y dios de la Técnica), más adelante le concederá
que se case con la mismísima Afrodita (no sin antes haberle planteado
infinidad de reticencias y haberse convencido de su imprescindibilidad
ontológica). Hera representa, pues, cómo esos intereses,
costumbristas y de poder, son inerciales. Desde el prisma de la
física-mecánica newtoniana veremos cómo éstos, en el ámbito de lo humano, son el
reflejo de las leyes ciegas de la Naturaleza: tales
como la gravedad, el electromagnetismo o los principios de la
termodinámica, entre otros... Para lo sociopolítico esto mismo se traduce en
las costumbres, la jurisprudencia, los modelos
sociopolíticos, etc... Hera, pues, está llamada a alterar su «modo de
ser». Y según el Mito lo hará… Pero su eterno «ser ahí» es incuestionable: de
ahí que de lo culturalmente heredado no podamos decir que carezca de
vida, sino que es contingente: son inercias
heredadas. Pero lo inercial sabemos que viene de inerte y
significa que carece de «cabeza», «inteligencia» o «principio rector», que lo
lleve a buen puerto por tal de no caer por el precipicio... El modo
en que Hera se da a la presencia es fenoménico; y, por tanto, tiene
forma. Siempre es susceptible de transformación y
rearticulación; algo que nos señala con claridad meridiana de nuevo el mito
griego a través del matrimonio de Hera (la tradición) con Zeus (el
Logos). En ese matrimonio es dónde se disputa el hacia dónde de lo
político; el hacia dónde queremos ir o no queremos ir... Y el hacia
dónde precisa de un télos. Y el télos ha de tener
sentido; pues en todo momento evita –como decía Aristóteles– que nos
dejemos llevar por la inercia de la línea recta –ciega– evitando
caer así por el precipicio: pues el «No-Ser», la «Nada» o la «Muerte», sólo se
pueden esquivar –hasta cierto punto– actuando inteligentemente. Pero no de un
modo ciego o inercial. Ahora bien: al optar por un determinado télos, en
tanto que mortales, no podemos más que visualizarlo de un modo estructural
o mediante una forma. Es decir: precisamos de un programa claro y
bien contorneado; no puede ser por completo apofático. Pues el matrimonio de
Hera y Zeus es indisociable para nosotros/as; y, en tanto que mortales,
no podemos pretender usurpar el lugar de los mismísimos «Principios ontológicos»
o Divinidades que rigen el todo fenoménico y carecen de forma. En tanto que
mortales, ineludiblemente nos las hemos de ver con las formas: con la
crasis. Ciertamente es un cruel imperativo ontológico, pero es así... Y
es que la tan denostada por la postmodernidad imaginación –que nos es
dada por Naturaleza– no es en absoluto en vano: si la Naturaleza nos la
ha dado es por algo, pues ésta nada hace en vano... De modo que no podemos
escapar o eludir por completo a la responsabilidad de asumir un programa
(crasis); si bien sería deseable, que, habida cuenta de lo aprendido
hasta ahora, éste estableciera una serie de télos-límites inviolables que
coinciden –perfectamente– con las divinidades del Panteón griego: Deseable sería
que, desde tal «crasis», no se atentara ni contra las necesidades básicas
del conjunto de la población (que también son «Principios ontológicos» o
Divinidades: recordemos la bruja haraposa Ananké, “Necesidad”,
madre de Eros y responsable de nuestras cíclicas «hambre» y
«sed»; así como Morfeo, tan responsable de nuestro
sueño como de nuestra necesidad de cobijo...); así como tampoco
se atentara contra las distintas Ciencias, Artes,
Técnicas, Saberes y otros aspectos Lúdicos, pues en su justa medida todos
endulzan nuestras Vidas, al tiempo que, también, son manifestación de
la Naturaleza divina –como lo son Apolo, Hefesto, Atenea, Dioniso...; y,
por tanto, también son necesarias desde el punto de vista del Ser.
Al tiempo que, tampoco –y con esto seguimos la doctrina del “Háma”
o el «a la vez» aristotélico– se atentara contra la pluralidad de especies
animales, vegetales y otros organismos presentes en el Planeta –Poseidón,
Deméter, Perséfone, Artemisa...–, pues también éstos/as son
divinos/as.
Y es que, como
decía Tales: todo está lleno de lo divino... También el número…
y para hacer política, no hay que olvidarlo...
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