por Batto – Miradas Animales
Pese a ser invierno, un sol más cálido de lo normal cae suavemente sobre el prado, derritiendo la escarcha y obligándonos a quitar alguna capa de abrigo. Sobre la mesa están los cuchillos y un pequeño hacha, y de mano en mano viajan ya las primeras botellas de vino y de cerveza. Se lían cigarros, se come bizcocho. Aún es pronto.
La cerda da vueltas en la pocilga, completamente ajena al ambiente cordial y festivo que celebra su última hora. Cuando llega el momento nos remangamos los jerséis y nos ponemos las botas de agua, y entramos en el corral que nos cubre de mierda hasta las pantorrillas. Los chillidos cortan el aire cuando la lazada se engancha en el hocico de la cerda, tras los colmillos, y entre cuatro personas conseguimos empujar fuera al animal de más de ciento cincuenta kilos. Se sacan fotos. Se graba algún vídeo.
La pistola aturdidora se apoya suavemente en la frente del animal, entre los ojos, y en el chasquido del disparo un hierro atraviesa el cráneo, causándole una muerte cerebral. Se desploma al instante, y entre varias la levantamos hasta la mesa, donde un compañero le atraviesa la arteria con un cuchillo perfectamente afilado y otro recoge la sangre en una olla con sal, sin parar de remover, mientras las demás sujetamos las piernas resistiendo los últimos espasmos de vida. Los dos cerdos que quedan en la cuadra gritan, se ponen nerviosos. Saben lo que está pasando.
La embriaguez va aumentando con cada paso de la matanza, con el olor a torrezno mientras se quema el cuerpo para arrancar los pelos y las pezuñas, o cuando se abre la panceta, patas arriba, para ir sacando las entrañas y apartándolas en cubos y baldes. El gran momento llega cuando alguien se pone la tráquea en la boca y sopla, y podemos ver los enormes pulmones abrirse y cuadruplicar su tamaño. “Verás qué gracia como tenga triquina, y nosotros con la boca manchada de sangre”.
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Convivir con animales es convivir con la vida y la muerte en su estado más puro. Es ver partos en mitad del monte, la cabra avisando de que va a parir, el chivo saliendo del útero y cayendo como un peso muerto, pero en seguida moviéndose, en poco tiempo poniéndose en pie y buscando ya una ubre, la madre vigilante y limpiando a su hijo, lamiendo y comiéndose la membrana que le envuelve, siempre pendiente instintivamente de que esté a su lado, llamándole en cuanto le pierde de vista. Pero es también ver a madres que rechazan al chivo, que se van lejos mientras este grita hambriento, que le apartan, que le dejan morir. (Y entonces el biberón, tratar de ahijar con otra madre o, simplemente, resignarse a que en la Naturaleza los individuos débiles mueren y los fuertes sobreviven, es la Ley).
Cuando eres pastor pasas muchas, muchas, muchas horas en soledad sin más compañía que tus animales, tus ovejas o cabras, tu perra de carea, los mastines. Tienen nombre, las conoces, sabes qué “personalidad” tiene cada una (porque sí, porque unas son más despistadas, otras más rebeldes, otras más agresivas, y sabes cuál está esperando para meterte en problemas cuando menos te lo esperes). Las acompañas, las ayudas, las curas, las pegas si no te queda más remedio, las observas en su primitiva espontaneidad. Porque son eso, la vida sin el filtro de la conciencia: comer, dormir, jugar, pegarse, tumbarse a rumiar al sol, correr a esa cima para tratar de comer la flor más inaccesible, saltarse todos los muros que delimitan la propiedad de los prados, cagar, follar si están en celo y hay algún macho, comer más, pegarse de nuevo, refugiarse del diluvio entre gritos de protesta. Las entiendes. Empatizas. Las quieres. Ellas ignoran todo de ti, tu nombre, dónde vives. Les es absolutamente indiferente que mueras, no volverte a ver, cualquier cosa que pueda pasarte, mientras tú dedicas tu vida a ellas.
A ellas, pero para terminar matándolas. Porque sabes que es su función, y porque también tienes que sobrevivir. Siendo urbanita, la primera vez que matas a una animal remueve, remueve mucho. Después es rutinario, se hace como cualquier otra cosa, hablando de cualquier otra cosa. Te inmunizas a la muerte, la muerte del chivito que tienes que destripar y pelar y vender o la de la cabra que tuvo problemas en el parto y no sobrevivió, la muerte de los ratones que cazan tus gatos, o la de tu gato que mata otro cazador, esta vez canino.
Aprendes a amar a los animales, pero no a amarlos en abstracto, idealizados, sino a amarlos con la dureza y la profundidad del día a día, de lo cotidiano, de las alegrías y momentos amargos de la vida, relacionándote con ellos como uno más. Puedes reír viéndolos correr o asustarse u observarte, y después abrirte paso a puro golpe y patada para llevar el pienso a los comederos.
“Te vas al campo porque eres una persona con ideales y sueñas con crear una comuna utópica, y terminas matando a animalillos inocentes e indefensos”. Pues sí, porque así es la Vida, la Vida con mayúsculas, a la que no le importa que los individuos sobrevivan, sino que sobreviva el conjunto, el equilibrio de los ecosistemas. Y ése es también nuestro objetivo, recuperar una forma de vida en la que somos parte de ese equilibrio, y eso tiene que ver con el pastoreo o la caza o la pesca, según la región, pero en cualquier caso adaptadas a lo que el entorno nos ofrece.
La mayoría de discursos tanto especistas como antiespecistas parten de un error fundamental, que consiste en ver al ser humano como una cosa separada del resto de la Naturaleza, un ente con derecho a decidir que los animales son instrumentos para su beneficio o, por el contrario, que debemos tener reparos morales que ellos no tendrían. El pastor de los montes de León o la tribu indígena del Amazonas no se plantean si comer animales está bien o mal, porque son tan esclavas de estos como al revés, en la medida en que está en juego su propia supervivencia. Porque su cuerpo y su vida es tan frágil como el de las cabras, afectado por accidentes, parásitos, enfermedades o, incluso, depredadores mayores. Es un animal más dentro del ecosistema.
El ser humano urbanita se siente en un lugar desde el que puede observar y juzgar una Naturaleza que siente ajena y en la que parece estar convencido de que no influye. Por eso tanta gente que consume carne, carne de explotaciones industriales con instalaciones de pesadilla, se escandaliza cuando le cuentas que eres capaz de matar a un animal con tus manos. Como si ellas no fuesen cómplices, parte de una industria mayor y más despiadada.
Por eso la salida fácil para la ecologista conservacionista que vive en una ciudad o en una urbanización es acusar al ganadero desesperado que mata a un lobo de la extinción de estos, en vez de preguntarse cómo influye su estilo de vida, sus autopistas, su internet, en los ecosistemas en general. ¿Matan más lobos los ganaderos que los chalets y las ciudades y las piscinas y los polideportivos y los campings y las estaciones de esquí? Permítanme que lo dude.
Porque unas tratamos de afrontar las consecuencias más sangrantes de nuestras formas de vida, en vez de delegarlas y disfrazarlas bajo discursos moralistas. Y eso es, al final, uno de los mayores males de la sociedad industrial: llevar las consecuencias de nuestros actos tan lejos que pensamos que no existen, en una burbuja de pacificación social y corrección política que oculta la violencia y el desastre generalizado de nuestros tiempos.
La civilización que más ímpetu pone en salvar la vida de un individuo aislado es la que más muerte genera, la que más reparos muestra ante el maltrato animal en las fiestas populares es la que está provocando la Sexta Extinción de especies, en una hermosa y terrible metáfora del liberalismo que en nombre de la libertad individual ha llenado el mundo de Estados, control policial y dictaduras militares.
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Nos sentamos a la mesa en compañía, escuchando algo en la radio, y abriendo unas cervezas caseras o un vino blanco para celebrar la visita. Servimos unas aceitunas, cortamos una hogaza de pan, y ponemos en la tabla un pedazo de queso y un chorizo de los que cuelgan de una vara en el techo, y comemos entre todas. Un queso de cabra, de esas cabras que cuidamos, a las que ordeñamos. Un queso que hemos elaborado y curado durante dos meses, con una bonita y fina capa de moho azulado. Un chorizo propio, de la cerda que hemos despiezado, mezclado según la receta ancestral de una vieja pastora del pueblo, y embutido en las tripas que limpiamos a mano hasta que el olor a entrañas queda impregnado para siempre en el cerebelo.
Y así, compartiendo y hablando, sabemos que estamos creando espacios de libertad y autonomía, y que la muerte de los animales que tenemos en la mesa es una herramienta para la recuperación de la Vida, del mismo modo que nosotras moriremos y los buitres se alimentarán de nuestros cuerpos.