Pablo Batto - El Faro Crítico
Que
el pico del petróleo convencional se atravesó en 2008, que ya no
hay tiempo ni viabilidad para una transición energética. Que
numerosos minerales han llegado a sus respectivos picos de
extracción, y los del carbón y el gas natural se prevén para 2030
aproximadamente.
Que
la desaparición de especies se ha acelerado hasta el punto de que
hasta en los libros de texto se habla ya de una sexta gran extinción,
y se ha bautizado al nuevo período como Antropoceno.
Que
la pérdida de fertilidad de las tierras, de agua potable,
contaminación de acuíferos, desertificación, así como la
contaminación del aire, la radiactividad, los químicos no
estudiados, etc., ya se hacen notar y profundizarán sus efectos en
el futuro cercano.
Que
hasta la ONU reconoce que el cambio climático, sin tener en cuenta
todos los demás factores, va a conllevar un colapso civilizatorio
“que no estamos preparados para afrontar” y que pone en riesgo a
la especie humana.
Que
es más que previsible, por propia imposibilidad material, la quiebra
de la sociedad industrial globalizada.
Que
no está en juego sólo el futuro de nuestras hijas y nietas: mi
generación va a vivir esta quiebra.
Que
si hacemos retrospectiva y vemos los pasos que nos han llevado hasta
aquí, nos damos cuenta de que el problema no ha sido sólo el mal
llamado libre mercado, sino que prácticamente todos los Estados,
incluso los gobernados por izquierda reformista o revolucionaria, han
seguido o han intentado seguir el mismo camino y han aceptado los
mismos pilares de la sociedad industrial-mercantil, a saber: la
industrialización, el modelo urbano, la militarización, el
Espectáculo, el culto a la técnica, el trabajo asalariado y la
relación mercantil o indirecta entre producción y consumo.
Que
no debemos caer en el error del neoliberalismo, que cree que el
Estado es enemigo del capital, en vez de entender que el Estado tiene
la capacidad de regular las ansias autodestructivas de éste. El
Estado puede aflojar la presión de la olla social y hacer una cierta
redistribución de riqueza, pero no para acabar con el capital, sino
para perpetuarlo a largo plazo aunque le cause molestias, algo así
como una fiebre en el organismo humano.
Que
lo público no es de todas, es del Estado, y por lo tanto, de quien
controla el Estado. No obstante, no existe ni ha existido un Estado
que no sea controlado por una élite o una burocracia separada de la
población y con unos intereses propios. Qué mejor ejemplo que esos
países donde todo es público pero nada es común, y la población
ni pincha ni corta.
Que
el Estado, propietario de lo público, no es neutral. No es una
herramienta que puede ser despótica o emancipadora según quién la
maneje, pues como estructura mastodóntica tiene una serie de
necesidades que no sólo son incompatibles con la emancipación
humana, sino que pueden ir incluso en contra de determinados
“derechos” básicos: propaganda, leyes, ejército y policía,
burocracia, gran división social del trabajo, urbanismo e
infraestructuras de transporte; además de alianzas geoestratégicas
y económicas de dudosa legitimidad.
Que
el sueño de un Estado democrático participativo, relativamente
horizontal, no es menos utópico que su abolición directa e
inmediata pregonada por el anarquismo clásico. Que una estructura
nacida históricamente de la concentración de poder y recursos y de
la división en clases difícilmente puede funcionar de forma no
despótica.
Que
existe una cuestión fundamental de escala: las macroestructuras de
millones y millones de habitantes son ingobernables de forma
democrática y libre. La humanidad
no es un sujeto político, y es dudoso que el pueblo o
la nación sí lo
sean. Que la ausencia de una comunidad directa real en el
conglomerado humano industrial lleva a la invención de comunidades
imaginadas que, puesto que sus miembros ni se conocen ni tienen una
relación afectiva entre ellas, requieren ser mediatizadas por algún
tipo de mito o simbología.
Que la comunidad real es pequeña, a escala humana, y es en ella donde el trabajo político, productivo y reproductivo puede realizarse realmente de forma colectiva y solidaria, y es aquí donde diferencias éticas o políticas pueden llegar a ponerse por detrás de lo puramente humano.
Que la comunidad real es pequeña, a escala humana, y es en ella donde el trabajo político, productivo y reproductivo puede realizarse realmente de forma colectiva y solidaria, y es aquí donde diferencias éticas o políticas pueden llegar a ponerse por detrás de lo puramente humano.
Que
cuando hablamos de bienes comunes hablamos de una forma de
propiedad, aunque no
necesariamente sancionada por la ley. Que es imposible que toda la
población de un país sea propietaria de todos los medios de
producción y tierras de ese
país, y que esta imposibilidad evidente es lo que lleva a lo
público, es decir: a que
un Estado que se autodenomina “representante de toda la sociedad”
sea el propietario de dichos bienes.
Que
quien gestiona el Estado maneja lo público desde fuera,
es decir: es un grupo de personas ajena al bien que gestiona y lo
hace en función a una serie de intereses o estrategias, etc. Sin
embargo, quien gestiona lo comunal lo hace desde dentro,
su propia vida está ligada material y emocionalmente a dicho bien.
Que aun suponiendo que podamos poner a toda la humanidad de acuerdo
para la gestión supraestatal de la crisis económica y ecológica,
éste no es un proyecto políticamente viable a corto plazo. Es más
que probable que la quiebra de la sociedad industrial se de mucho
antes de que esto esté cerca de ser posible.
Que el ritmo esquizofrénico y suicida de la economía capitalista en sus últimos actos escapa a nuestro control efectivo, y es en lo local en lo único en lo que tenemos capacidad relativa de incidir.
Que,
ciertamente, al rechazar el Estado en determinados aspectos nos
tiramos piedras sobre nuestro propio tejado. Esto es por la relación
de dependencia que ha generado. Pero no olvidemos que esto no sucede
sólo con el Estado o con “lo público”, sino con toda la
economía capitalista: comemos del sistema agroindustrial, nos
“””sanamos””” con grandes farmacéuticas
y nos movemos con combustible fósil extraído manu
militari. ¿Vamos, por ello, a
defender el sistema económico en que vivimos?.
Que, desde luego, no debemos olvidarnos de las necesidades y
urgencias del momento presente, pero tampoco por ello practicar una
política de “pan para hoy y hambre para mañana”, en un
pragmatismo que ha sido tristemente común y ha contribuido a que
estemos como estamos.
Que esto no es, a pesar de que se nos acuse frecuentemente de ello,
un intento de desmoralizar, ni de dividir, ni de fragmentar las
luchas sociales, sino una aportación a un debate necesario, y una
propuesta para abrir un frente de batalla acorde a lo que hoy sabemos
y al nuevo contexto en el que nos encontramos.
Que
frente a la lucha por defender el anterior estado de cosas, o por
democratizar estructuras indemocratizables, o por defender lo
“público” (que no común), o por aspirar a modelos de gestión
materialmente inviables, se plantea desde hace tiempo la vía de la
creación de espacios relativamente libres, comunes, autogestionados,
a escala humana, autónomos pero coordinados entre ellos, que creen
tejido social y una nueva forma de funcionar en el seno de la
economía capitalista. No es un planteamiento nuevo, pero sí
minoritario, y hay quien le
ha dado el nombre de
Revolución Integral.
Que
es necesario que este debate sea llevado a las asambleas y grupos
donde aún no se haya llevado a cabo, para invitar a reflexionar e
investigar otros puntos de vista y formas de acción, y más ahora en
que tantas esperanzas y esfuerzos hay puestos en nuevos partidos y en
la lucha instititucional.
1 comentario:
Muy bueno, Pablo, a ver si despacito vamos consiguiendo que las ganas de hacer que hay puedan ir hacia caminos que no sean baldíos.
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