por MLP– “El Faro Crítico”
El Faro Crítico es un grupo de amigos que, unidos por la filosofía, queremos hacer crítica de nuestro presente como condición de posibilidad de entrever en “los tiempos que corren” elementos emergentes de un futuro que dé lugar a otro modo de estar instalados en el mundo. Llevados por ese compromiso, el de comprender nuestra propia historicidad, y entendiendo que la filosofía sólo se puede dar en el diálogo con el otro, queremos ampliar nuestros debates y experiencias en plazas públicas, como el Foro Mundial en donde un amplio número de colectivos presentan desde hace años propuestas de acción alternativas al poder y el capital.
La filosofía, desde sus comienzos, ha sufrido un debate interno sobre su propia tarea. Para resumirlo de una forma tosca: se ha decantado por la reflexión abstraccionista y creadora de conceptos universales, dando contenido a mundos metafísicos, o bien ha preferido ser un fármaco, una especie de catarsis, que nos permite evadirnos de este mundo de lágrimas (aunque en realidad, para decirlo con Trías, las dos opciones son la misma pues es un escape hacía un más allá metafísico el que nos consuela de este purgatorio). Sin embargo, una gran parte del pensamiento crítico contemporáneo, que se presenta como una amplía retícula con multitud de nexos, linajes y ramificaciones, converge en la problemática del sentido y la comprensión de la realidad, la del siglo XX y siglo XXI. Se trata de un pensar creativo que ha trazado mapas, planteado problemas, creado conceptos con cúmulos de vibraciones, estimulando nuevas modalidades de expresión que despliegan dimensiones de nuestra racionalidad desconocidas u olvidadas, creando nexos entre el pasado y el presente que devienen en nuevos modos de vivir y pensar el mundo. La filosofía contemporánea ha arriesgado ideas para crear superficies de inscripción de nuevos registros lingüísticos, completamente diferentes, sin las verdades absolutas ni los fundamentos que han regido nuestra racionalidad, que han dado lugar a las dualidades que procura una dialéctica infinita donde el bien se alimenta del mal y en donde es posible comprender el mundo, nuestra realidad, mediante el juego de las interpretaciones.
Porque la interpretación no se limita a describir o reflejar el mundo de un modo más o menos complejo, sino a invocar o escuchar lo no dicho, lo no pensado, lo tapado o relegado a los márgenes de una pasado superado y escindido. Porque el esfuerzo interpretativo tiene su propio carácter vinculante y normativo en el acontecer de una tradición viva que media continuamente entre el pasado y el presente, abriendo posibilidades de futuro. En la tarea de pensar el “hoy” como una diferencia histórica, es necesario pararse ante la vida, ante la historia y ante todas las realidades que nos rodean para dar un paso atrás situándonos al borde del camino y tomar conciencia de cómo hemos llegado a donde nos encontramos, pensando en las posibilidades que hubiéramos abierto si nuestro pasado hubiera sido otros, dejando atrás la pesadilla de un “único camino” de la historia de la humanidad, permitiendo la posibilidad y el valiente desafío de remover aquello que se percibe inmóvil, fragmentar lo que se pensaba unido y mostrar la debilidad de aquello que se mostraba como fuerte. Esos valores que en aras del progreso y la libertad nos han conducido a cometer las mayores atrocidades, a destruir nuestro planeta, a dar vida de nuevo a uno de los ejes motores del capital, sus eternas crisis.
Esta forma de bucear en el presente, que desde Nietzsche llamamos genealogía y que nuestro pensar contemporáneo ha llamado “ontología del presente”, es afirmar la posibilidad de que la libertad no es un universal metafísico, ni siquiera un derecho otorgado, sino una construcción, una tarea y un desafío. La “ontología del presente” es sabernos valedores de la posibilidad de vivir la vida como una obra de arte. Es una mirada que permite ver un pasado siempre múltiple y posible, permitiéndonos y obligándonos a asumir la responsabilidad de heredar, elegir, descartar y preguntarnos que otros campos de experiencias estamos dispuestos a recibir, a crear, a dar forma mediante nuestros lenguajes en el futuro.
Y bajo la mirada de una “ontología de la actualidad”, esta crisis que nos reúne y que espolea nuestro presente lleno de complejidad e incertidumbre pone de manifiesto que el capitalismo, integrado e integrador del proyecto de la modernidad, no se disgrega amenazado por un enemigo exterior, ni ideológico ni siquiera bélico, sino por la consecución de sus propios objetivos de desarrollo social, económico y científico. Algo que, auspiciado por las premisas de un “todo es posible” en aras del progreso de la humanidad, ha topado con el límite que deslegitima todo su futuro. Y una vez que hemos llegado al límite, si queremos pensar en un mundo distinto, si no queremos seguir imaginando imposibles, no queda más remedio que dar la vuelta, que volver a andar lo andado para poder dar lugar a otro comienzo. Porque el cambio, ese nuevo comienzo, no puede partir de cero, sino que tiene como núcleos de continuación la identificación de la realidad donde se presenta su comienzo, respondiendo a la preguntas “¿Dónde estamos?” y “¿Cómo hemos llegado aquí?”. De esta forma, la crisis de nuestro presente enlaza el pasado con el futuro dejando claro, poniendo en limpio cuáles son las diferencias que se tienen que dar entre uno y otro.
Porque ya no es legítimo tratar de adecuar la realidad a nuestra precomprensiones y proyecciones de acuerdo con verdades universales, alimentar nuestro afán de transformación y vivir tratando de inventarnos en vez de lanzarnos al descubrimiento de nosotros mismos y nuestro momento. No podemos seguir pensando en un futuro mediante un proceso de racionalización que proyecta una imagen de dominio y control sobre el mundo que, lejos de eliminar el temor, la incertidumbre y las contingencias, termina produciendo el riesgo continuo, la incognoscibilidad de lo real, la pérdida de seguridad ontológica, el retorno al mito, la individualización y, en definitiva, hombres y mujeres infelices, encerrados en proyectos emancipatorios que el propio capital les impone, siendo instrumentos de sus propios instrumentos.
La crisis ha puesto en evidencia límites que no es posible rebasar: nos ponen en la certeza que es posible otro mundo, que estamos preparados para escoger otras palabras que nombren nuestra realidad y que todo aquello que se nos presentó como los fundamentos fuertes, esos valores que debíamos preservar y cuidar, termina siendo hoy lo débil que no necesita de nadie para debilitarse, que ya lo hace sólo. Todo aquello que la modernidad despreció en su búsqueda infatigable de poder y hemos olvidado, es lo que tenemos que recuperar y cuidar: lo frágil, lo débil, lo insignificantes, los sencillo, lo no efectivo, no productivo, no tecnológico, no defensivo u oportuno. Tenemos que bucear en nuestra memoria y devolver al presente las acciones intensivas que sólo son posibles en comunidad, en donde se dan los lenguajes creativos de la política, la ética, la pedagogía, el arte y también, el de la economía. Volver a dar valor de utilidad a los instantes en donde somos plenamente, no porque somos más o mejores sino porque nos damos por entero a la vida, a su afirmación afirmando la muerte como límite, a no creer que por llegar a la luna la luna es nuestra, es decir, que todo lo que se cumple es bajo el término de la técnica, de la razón humana. Necesitamos dar paso al azar, a lo fortuito, a lo inesperado para acoger un futuro que sea distinto pero, no igual.
Todo esto que vemos y que no habíamos podido ver nunca, el derrumbe del sistema financiero, el colapso industrial, la falta de respuesta de los expertos y su imposibilidad de predecir el futuro para crear un plan que seguir, las contradicciones de algunos políticos defensores del neoliberalismo con planes millonarios de rescate de la empresa privada, gurús de la economía esposados o llevados al suicidio… Toda esta puesta en escena de una tragedia inusitada da cierta clarividencia para discernir un posible porvenir que sugiere un nuevo espíritu en la tierra, unas relaciones y un entendimiento que no asusta ni desconcierta. Como decía Nietzsche, “Los pensamientos que estremecen al mundo llegan a paso de paloma, las palabras que traen la tempestad son las más silenciosas” y de forma oculta, sigilosa y muy discreta algo se ha puesto en marcha en nuestras conciencias para decir que no es posible seguir viviendo en un mundo que exhibe sin vergüenza su mentira, su injusticia y su sed de venganza, que destroza todo atisbo de esperanza y reconciliación, y que no es posible seguir legitimando:
1.- Estados, que amparados por cortinas de humo, fuera de toda competencia política o jurídica, es decir, de posible intervención de la comunidad, protegen sumas de dinero que superan el presupuesto y el PIB de algunos países.
2.- La mano invisible del mercado como único motor de nuestros sistemas de producción y subsistencia. La mano invisible del mercado es muy visible, que tiene nombre y apellidos, algunos de ellos hoy en vías de sentarse delante de los tribunales o sumidos en la depresión más profunda. Que hace falta una intervención por parte de todos, una política que limite la capacidad de especulación y de crear economías “no reales”.
3.- El comercio con bienes y servicios de primera necesidad. Los alimentos, el aire, el agua y la tierra no pueden ser productos del mercado, expuestos a la ley de la oferta y la demanda.
4.- El uso de la naturaleza como un almacén de recursos que auspician el bienestar del ser humano. Entre la naturaleza y los hombres y mujeres del siglo XXI no se puede seguir dando ese tipo de escisión que crea un coste medioambiental que compromete la existencia de los seres de este planeta.
5.- La falta de control y de límites que abre brechas en el sistema que permiten el comercio de armas, droga y seres humanos, convirtiendo a sus agentes y sus mercados en aparatos de poder y control de las sociedades y los estados.
Pensar lo nuevo conlleva ciertas dificultades si nos aferramos a la idea de que lo que está ahí es único y que lo nuevo sólo es posible gracias a una trabajosa modificación de la realidad o a un milagro en un tiempo que no es éste. No hay tiempo para lo nuevo si nos aferramos a la realidad, a la historia como cadena del pasado-presente-futuro, si entendemos que lo nuevo es algo que se agrega al conjunto de lo dado y requiere para su producción un artífice creador. Si entendemos que no hay hechos sino interpretaciones y que la vida es una transformación permanente, podemos vivir los tiempos de espera, de silencio e incluso los de crisis como originarios de un nuevo devenir que nos traspasa y que necesitará de nuestra creatividad y cuidado para que pueda darse. Esta es una tarea que nos compromete a todos, los incluidos en las peores estadísticas de deuda y paro, los que nos mantenemos en el sistema con mucha precariedad, los que llegan a final de mes y los que necesitan recurrir a la prestación social. Pensar la crisis como posibilidad de cambio es nuestra tarea como ciudadanos que queremos dejar a un lado el “totalitarismo de la indiferencia”, que queremos actuar en nuestra política democrática, en nuestra educación, en todos los aspectos que construyen y conforman una comunidad, no como seres individuales, medios en si mismos, útiles para un poder que por fin ha desvelado lo que tenía más oculto, que su debilidad era no poder cumplir jamás sus promesas de progreso pero si procurarnos la máxima desolación.
Así se dan las condiciones para un mundo distinto, no igual; un futuro impreciso que no sea el de una utopía ni el de un modelo ideal al que tengamos que adaptar constantemente todos los fenómenos. Un mundo que asuma los límites de nuestro propio pensar, de nuestras esperanzas e ilusiones, donde podemos vivir con lo que necesitamos, con menos de lo que hasta ahora hemos creído requerir, porque las cosas no nos dan felicidad. Se dan las condiciones para poder pensar en un mundo donde no sea necesario escindir los conflictos entre nuestros límites constituyentes, entre los individuos, “yo” mortales, y la comunidad, un “nosotros “inmortal”, entre un pasado irrevocable y un devenir imprevisible, mediante un pensamiento único, global que disuelve lo otro, lo diferente, la posibilidad de que se dé una racionalidad creativa.
Hace unos días decía Saramago que otro mundo era posible pero que había que hacerlo. Las voces que han sonado en este texto, Foucault, Nietzsche, Derrida, Hocrkeheimer, Adorno, Vattimo, Heidegger, Gadamer, Teresa Oñate, Quintín Racionero, Ramoneda, Fernández Lidia y otros muchos que han trabajado intensamente para que se pueda dar un lugar diferente donde existir en la misma tierra de siempre, sin utilizar la imaginación o recurrir a los mitos que nos instalan en mundos ideales, más allá de la tierra, más allá de este tiempo. Junto con los grupos de acción, junto con el resto de los ciudadanos, tenemos la responsabilidad de arriesgar como ellos y crear posibilidades nuevas para situaciones diferentes.
La filosofía, desde sus comienzos, ha sufrido un debate interno sobre su propia tarea. Para resumirlo de una forma tosca: se ha decantado por la reflexión abstraccionista y creadora de conceptos universales, dando contenido a mundos metafísicos, o bien ha preferido ser un fármaco, una especie de catarsis, que nos permite evadirnos de este mundo de lágrimas (aunque en realidad, para decirlo con Trías, las dos opciones son la misma pues es un escape hacía un más allá metafísico el que nos consuela de este purgatorio). Sin embargo, una gran parte del pensamiento crítico contemporáneo, que se presenta como una amplía retícula con multitud de nexos, linajes y ramificaciones, converge en la problemática del sentido y la comprensión de la realidad, la del siglo XX y siglo XXI. Se trata de un pensar creativo que ha trazado mapas, planteado problemas, creado conceptos con cúmulos de vibraciones, estimulando nuevas modalidades de expresión que despliegan dimensiones de nuestra racionalidad desconocidas u olvidadas, creando nexos entre el pasado y el presente que devienen en nuevos modos de vivir y pensar el mundo. La filosofía contemporánea ha arriesgado ideas para crear superficies de inscripción de nuevos registros lingüísticos, completamente diferentes, sin las verdades absolutas ni los fundamentos que han regido nuestra racionalidad, que han dado lugar a las dualidades que procura una dialéctica infinita donde el bien se alimenta del mal y en donde es posible comprender el mundo, nuestra realidad, mediante el juego de las interpretaciones.
Porque la interpretación no se limita a describir o reflejar el mundo de un modo más o menos complejo, sino a invocar o escuchar lo no dicho, lo no pensado, lo tapado o relegado a los márgenes de una pasado superado y escindido. Porque el esfuerzo interpretativo tiene su propio carácter vinculante y normativo en el acontecer de una tradición viva que media continuamente entre el pasado y el presente, abriendo posibilidades de futuro. En la tarea de pensar el “hoy” como una diferencia histórica, es necesario pararse ante la vida, ante la historia y ante todas las realidades que nos rodean para dar un paso atrás situándonos al borde del camino y tomar conciencia de cómo hemos llegado a donde nos encontramos, pensando en las posibilidades que hubiéramos abierto si nuestro pasado hubiera sido otros, dejando atrás la pesadilla de un “único camino” de la historia de la humanidad, permitiendo la posibilidad y el valiente desafío de remover aquello que se percibe inmóvil, fragmentar lo que se pensaba unido y mostrar la debilidad de aquello que se mostraba como fuerte. Esos valores que en aras del progreso y la libertad nos han conducido a cometer las mayores atrocidades, a destruir nuestro planeta, a dar vida de nuevo a uno de los ejes motores del capital, sus eternas crisis.
Esta forma de bucear en el presente, que desde Nietzsche llamamos genealogía y que nuestro pensar contemporáneo ha llamado “ontología del presente”, es afirmar la posibilidad de que la libertad no es un universal metafísico, ni siquiera un derecho otorgado, sino una construcción, una tarea y un desafío. La “ontología del presente” es sabernos valedores de la posibilidad de vivir la vida como una obra de arte. Es una mirada que permite ver un pasado siempre múltiple y posible, permitiéndonos y obligándonos a asumir la responsabilidad de heredar, elegir, descartar y preguntarnos que otros campos de experiencias estamos dispuestos a recibir, a crear, a dar forma mediante nuestros lenguajes en el futuro.
Y bajo la mirada de una “ontología de la actualidad”, esta crisis que nos reúne y que espolea nuestro presente lleno de complejidad e incertidumbre pone de manifiesto que el capitalismo, integrado e integrador del proyecto de la modernidad, no se disgrega amenazado por un enemigo exterior, ni ideológico ni siquiera bélico, sino por la consecución de sus propios objetivos de desarrollo social, económico y científico. Algo que, auspiciado por las premisas de un “todo es posible” en aras del progreso de la humanidad, ha topado con el límite que deslegitima todo su futuro. Y una vez que hemos llegado al límite, si queremos pensar en un mundo distinto, si no queremos seguir imaginando imposibles, no queda más remedio que dar la vuelta, que volver a andar lo andado para poder dar lugar a otro comienzo. Porque el cambio, ese nuevo comienzo, no puede partir de cero, sino que tiene como núcleos de continuación la identificación de la realidad donde se presenta su comienzo, respondiendo a la preguntas “¿Dónde estamos?” y “¿Cómo hemos llegado aquí?”. De esta forma, la crisis de nuestro presente enlaza el pasado con el futuro dejando claro, poniendo en limpio cuáles son las diferencias que se tienen que dar entre uno y otro.
Porque ya no es legítimo tratar de adecuar la realidad a nuestra precomprensiones y proyecciones de acuerdo con verdades universales, alimentar nuestro afán de transformación y vivir tratando de inventarnos en vez de lanzarnos al descubrimiento de nosotros mismos y nuestro momento. No podemos seguir pensando en un futuro mediante un proceso de racionalización que proyecta una imagen de dominio y control sobre el mundo que, lejos de eliminar el temor, la incertidumbre y las contingencias, termina produciendo el riesgo continuo, la incognoscibilidad de lo real, la pérdida de seguridad ontológica, el retorno al mito, la individualización y, en definitiva, hombres y mujeres infelices, encerrados en proyectos emancipatorios que el propio capital les impone, siendo instrumentos de sus propios instrumentos.
La crisis ha puesto en evidencia límites que no es posible rebasar: nos ponen en la certeza que es posible otro mundo, que estamos preparados para escoger otras palabras que nombren nuestra realidad y que todo aquello que se nos presentó como los fundamentos fuertes, esos valores que debíamos preservar y cuidar, termina siendo hoy lo débil que no necesita de nadie para debilitarse, que ya lo hace sólo. Todo aquello que la modernidad despreció en su búsqueda infatigable de poder y hemos olvidado, es lo que tenemos que recuperar y cuidar: lo frágil, lo débil, lo insignificantes, los sencillo, lo no efectivo, no productivo, no tecnológico, no defensivo u oportuno. Tenemos que bucear en nuestra memoria y devolver al presente las acciones intensivas que sólo son posibles en comunidad, en donde se dan los lenguajes creativos de la política, la ética, la pedagogía, el arte y también, el de la economía. Volver a dar valor de utilidad a los instantes en donde somos plenamente, no porque somos más o mejores sino porque nos damos por entero a la vida, a su afirmación afirmando la muerte como límite, a no creer que por llegar a la luna la luna es nuestra, es decir, que todo lo que se cumple es bajo el término de la técnica, de la razón humana. Necesitamos dar paso al azar, a lo fortuito, a lo inesperado para acoger un futuro que sea distinto pero, no igual.
Todo esto que vemos y que no habíamos podido ver nunca, el derrumbe del sistema financiero, el colapso industrial, la falta de respuesta de los expertos y su imposibilidad de predecir el futuro para crear un plan que seguir, las contradicciones de algunos políticos defensores del neoliberalismo con planes millonarios de rescate de la empresa privada, gurús de la economía esposados o llevados al suicidio… Toda esta puesta en escena de una tragedia inusitada da cierta clarividencia para discernir un posible porvenir que sugiere un nuevo espíritu en la tierra, unas relaciones y un entendimiento que no asusta ni desconcierta. Como decía Nietzsche, “Los pensamientos que estremecen al mundo llegan a paso de paloma, las palabras que traen la tempestad son las más silenciosas” y de forma oculta, sigilosa y muy discreta algo se ha puesto en marcha en nuestras conciencias para decir que no es posible seguir viviendo en un mundo que exhibe sin vergüenza su mentira, su injusticia y su sed de venganza, que destroza todo atisbo de esperanza y reconciliación, y que no es posible seguir legitimando:
1.- Estados, que amparados por cortinas de humo, fuera de toda competencia política o jurídica, es decir, de posible intervención de la comunidad, protegen sumas de dinero que superan el presupuesto y el PIB de algunos países.
2.- La mano invisible del mercado como único motor de nuestros sistemas de producción y subsistencia. La mano invisible del mercado es muy visible, que tiene nombre y apellidos, algunos de ellos hoy en vías de sentarse delante de los tribunales o sumidos en la depresión más profunda. Que hace falta una intervención por parte de todos, una política que limite la capacidad de especulación y de crear economías “no reales”.
3.- El comercio con bienes y servicios de primera necesidad. Los alimentos, el aire, el agua y la tierra no pueden ser productos del mercado, expuestos a la ley de la oferta y la demanda.
4.- El uso de la naturaleza como un almacén de recursos que auspician el bienestar del ser humano. Entre la naturaleza y los hombres y mujeres del siglo XXI no se puede seguir dando ese tipo de escisión que crea un coste medioambiental que compromete la existencia de los seres de este planeta.
5.- La falta de control y de límites que abre brechas en el sistema que permiten el comercio de armas, droga y seres humanos, convirtiendo a sus agentes y sus mercados en aparatos de poder y control de las sociedades y los estados.
Pensar lo nuevo conlleva ciertas dificultades si nos aferramos a la idea de que lo que está ahí es único y que lo nuevo sólo es posible gracias a una trabajosa modificación de la realidad o a un milagro en un tiempo que no es éste. No hay tiempo para lo nuevo si nos aferramos a la realidad, a la historia como cadena del pasado-presente-futuro, si entendemos que lo nuevo es algo que se agrega al conjunto de lo dado y requiere para su producción un artífice creador. Si entendemos que no hay hechos sino interpretaciones y que la vida es una transformación permanente, podemos vivir los tiempos de espera, de silencio e incluso los de crisis como originarios de un nuevo devenir que nos traspasa y que necesitará de nuestra creatividad y cuidado para que pueda darse. Esta es una tarea que nos compromete a todos, los incluidos en las peores estadísticas de deuda y paro, los que nos mantenemos en el sistema con mucha precariedad, los que llegan a final de mes y los que necesitan recurrir a la prestación social. Pensar la crisis como posibilidad de cambio es nuestra tarea como ciudadanos que queremos dejar a un lado el “totalitarismo de la indiferencia”, que queremos actuar en nuestra política democrática, en nuestra educación, en todos los aspectos que construyen y conforman una comunidad, no como seres individuales, medios en si mismos, útiles para un poder que por fin ha desvelado lo que tenía más oculto, que su debilidad era no poder cumplir jamás sus promesas de progreso pero si procurarnos la máxima desolación.
Así se dan las condiciones para un mundo distinto, no igual; un futuro impreciso que no sea el de una utopía ni el de un modelo ideal al que tengamos que adaptar constantemente todos los fenómenos. Un mundo que asuma los límites de nuestro propio pensar, de nuestras esperanzas e ilusiones, donde podemos vivir con lo que necesitamos, con menos de lo que hasta ahora hemos creído requerir, porque las cosas no nos dan felicidad. Se dan las condiciones para poder pensar en un mundo donde no sea necesario escindir los conflictos entre nuestros límites constituyentes, entre los individuos, “yo” mortales, y la comunidad, un “nosotros “inmortal”, entre un pasado irrevocable y un devenir imprevisible, mediante un pensamiento único, global que disuelve lo otro, lo diferente, la posibilidad de que se dé una racionalidad creativa.
Hace unos días decía Saramago que otro mundo era posible pero que había que hacerlo. Las voces que han sonado en este texto, Foucault, Nietzsche, Derrida, Hocrkeheimer, Adorno, Vattimo, Heidegger, Gadamer, Teresa Oñate, Quintín Racionero, Ramoneda, Fernández Lidia y otros muchos que han trabajado intensamente para que se pueda dar un lugar diferente donde existir en la misma tierra de siempre, sin utilizar la imaginación o recurrir a los mitos que nos instalan en mundos ideales, más allá de la tierra, más allá de este tiempo. Junto con los grupos de acción, junto con el resto de los ciudadanos, tenemos la responsabilidad de arriesgar como ellos y crear posibilidades nuevas para situaciones diferentes.
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