La crisis deja al descubierto una chatarra que no tiene ninguna utilidad, no es imprescindible para vivir ni colma nuestras expectativas vitales. En la casa guardamos porciones de materia que despiertan en nosotros chispazos de nostalgia. Nos despertamos de un día para otro y vemos la casa llena de detalles que nos recuerdan al pasado, a los viajes que hemos hecho y a las compras frenéticas emprendidas en un momento de ansiedad; tenemos libros pendientes de leer en las estanterías y las enciclopedias permanecen hasta nueva orden rendidas por la espera. Porque , a veces, compramos en busca de la satisfacción definitiva que es como calmar la sed con agua salada. La crisis tiene sus ventajas y sus inconvenientes: se nos queda delante lo esencial y se esfuma lo superficial e inútil. De un día para otro, somos conscientes de las habitaciones que sobran, de los pasillos largos que nunca se iluminan, nos vemos rodeados de objetos que hemos comprado cuando pensábamos que las vacas gordas durarían toda la vida, cuando creíamos que la felicidad se puede atrapar y alcanzar en la incesante rueda del consumo sin fondo. De pronto nos sobran objetos en las estanterías, nuestra condición de Homo collector pierde sentido al descubrir que la mercancía que guardamos sólo nos quita la luz e impregna las estancias del aroma de los días que se marcharon. El salero desabrido de plata que compramos en un viaje nos resulta inútil, el abrigo que nos costó un riñón ya no nos gusta, las corbatas están muertas de risa por falta de uso; el candelabro de siete brazos ha dejado de tener interés, la máscara de madera que compramos en un mercadillo tiene ahora una mueca espantosa que no vimos el día que la trajimos a casa. Los objetos que atiborran los armarios carecen de importancia inmersos en una crisis que tumba a muchos y que apenas roza al que está en el palo de arriba. Se nos pasa por la cabeza hacernos minimalistas en esta época de paro brutal, nos montamos en la moda que desprecia la abundancia material y que venera la elegancia de las paredes vacías, maldecimos la escoria que refleja nuestra confusión mental. Nos decidimos por expulsar de nuestras vidas, en un ataque de feng shui , todo aquello que nos sobra en el armario del cuarto de los trastos; los álbumes de fotos más que paralizar un bello momento en nuestra biografía, muestran de improviso el fugaz y misterioso paso del tiempo. Queremos borrar de un plumazo la memoria que reposa en esta nata nostálgica que decora y envuelve los objetos que hemos desechado. Paralizados en el vacío se nos hace evidente que nos sobra de todo y que nos vale un espacio muy reducido para ir tirando, si no, que se lo digan al insigne arquitecto Le Corbusier que, después de haber construido casas y mansiones de lujo para otros, decidió terminar sus días en un breve habitáculo, en una habitación de unos quince metros cuadrados con vistas al Mediterráneo como si fuera un monje que espera la iluminación.
miércoles, 11 de marzo de 2009
Los objetos ante la crisis
por Juan Luis Calero - "El Faro Crítico"
La crisis deja al descubierto una chatarra que no tiene ninguna utilidad, no es imprescindible para vivir ni colma nuestras expectativas vitales. En la casa guardamos porciones de materia que despiertan en nosotros chispazos de nostalgia. Nos despertamos de un día para otro y vemos la casa llena de detalles que nos recuerdan al pasado, a los viajes que hemos hecho y a las compras frenéticas emprendidas en un momento de ansiedad; tenemos libros pendientes de leer en las estanterías y las enciclopedias permanecen hasta nueva orden rendidas por la espera. Porque , a veces, compramos en busca de la satisfacción definitiva que es como calmar la sed con agua salada. La crisis tiene sus ventajas y sus inconvenientes: se nos queda delante lo esencial y se esfuma lo superficial e inútil. De un día para otro, somos conscientes de las habitaciones que sobran, de los pasillos largos que nunca se iluminan, nos vemos rodeados de objetos que hemos comprado cuando pensábamos que las vacas gordas durarían toda la vida, cuando creíamos que la felicidad se puede atrapar y alcanzar en la incesante rueda del consumo sin fondo. De pronto nos sobran objetos en las estanterías, nuestra condición de Homo collector pierde sentido al descubrir que la mercancía que guardamos sólo nos quita la luz e impregna las estancias del aroma de los días que se marcharon. El salero desabrido de plata que compramos en un viaje nos resulta inútil, el abrigo que nos costó un riñón ya no nos gusta, las corbatas están muertas de risa por falta de uso; el candelabro de siete brazos ha dejado de tener interés, la máscara de madera que compramos en un mercadillo tiene ahora una mueca espantosa que no vimos el día que la trajimos a casa. Los objetos que atiborran los armarios carecen de importancia inmersos en una crisis que tumba a muchos y que apenas roza al que está en el palo de arriba. Se nos pasa por la cabeza hacernos minimalistas en esta época de paro brutal, nos montamos en la moda que desprecia la abundancia material y que venera la elegancia de las paredes vacías, maldecimos la escoria que refleja nuestra confusión mental. Nos decidimos por expulsar de nuestras vidas, en un ataque de feng shui , todo aquello que nos sobra en el armario del cuarto de los trastos; los álbumes de fotos más que paralizar un bello momento en nuestra biografía, muestran de improviso el fugaz y misterioso paso del tiempo. Queremos borrar de un plumazo la memoria que reposa en esta nata nostálgica que decora y envuelve los objetos que hemos desechado. Paralizados en el vacío se nos hace evidente que nos sobra de todo y que nos vale un espacio muy reducido para ir tirando, si no, que se lo digan al insigne arquitecto Le Corbusier que, después de haber construido casas y mansiones de lujo para otros, decidió terminar sus días en un breve habitáculo, en una habitación de unos quince metros cuadrados con vistas al Mediterráneo como si fuera un monje que espera la iluminación.
La crisis deja al descubierto una chatarra que no tiene ninguna utilidad, no es imprescindible para vivir ni colma nuestras expectativas vitales. En la casa guardamos porciones de materia que despiertan en nosotros chispazos de nostalgia. Nos despertamos de un día para otro y vemos la casa llena de detalles que nos recuerdan al pasado, a los viajes que hemos hecho y a las compras frenéticas emprendidas en un momento de ansiedad; tenemos libros pendientes de leer en las estanterías y las enciclopedias permanecen hasta nueva orden rendidas por la espera. Porque , a veces, compramos en busca de la satisfacción definitiva que es como calmar la sed con agua salada. La crisis tiene sus ventajas y sus inconvenientes: se nos queda delante lo esencial y se esfuma lo superficial e inútil. De un día para otro, somos conscientes de las habitaciones que sobran, de los pasillos largos que nunca se iluminan, nos vemos rodeados de objetos que hemos comprado cuando pensábamos que las vacas gordas durarían toda la vida, cuando creíamos que la felicidad se puede atrapar y alcanzar en la incesante rueda del consumo sin fondo. De pronto nos sobran objetos en las estanterías, nuestra condición de Homo collector pierde sentido al descubrir que la mercancía que guardamos sólo nos quita la luz e impregna las estancias del aroma de los días que se marcharon. El salero desabrido de plata que compramos en un viaje nos resulta inútil, el abrigo que nos costó un riñón ya no nos gusta, las corbatas están muertas de risa por falta de uso; el candelabro de siete brazos ha dejado de tener interés, la máscara de madera que compramos en un mercadillo tiene ahora una mueca espantosa que no vimos el día que la trajimos a casa. Los objetos que atiborran los armarios carecen de importancia inmersos en una crisis que tumba a muchos y que apenas roza al que está en el palo de arriba. Se nos pasa por la cabeza hacernos minimalistas en esta época de paro brutal, nos montamos en la moda que desprecia la abundancia material y que venera la elegancia de las paredes vacías, maldecimos la escoria que refleja nuestra confusión mental. Nos decidimos por expulsar de nuestras vidas, en un ataque de feng shui , todo aquello que nos sobra en el armario del cuarto de los trastos; los álbumes de fotos más que paralizar un bello momento en nuestra biografía, muestran de improviso el fugaz y misterioso paso del tiempo. Queremos borrar de un plumazo la memoria que reposa en esta nata nostálgica que decora y envuelve los objetos que hemos desechado. Paralizados en el vacío se nos hace evidente que nos sobra de todo y que nos vale un espacio muy reducido para ir tirando, si no, que se lo digan al insigne arquitecto Le Corbusier que, después de haber construido casas y mansiones de lujo para otros, decidió terminar sus días en un breve habitáculo, en una habitación de unos quince metros cuadrados con vistas al Mediterráneo como si fuera un monje que espera la iluminación.
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