viernes, 16 de noviembre de 2012

Capítulo undécimo de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico


No encontrar la palabra oportuna dejó de ser una pega insalvable cuando Elisa y Pedro empezaron a dejar de querer desear la tercera palabra, la que no era simultaneidad ni simetría, y a dejar de agradarse y desagradarse, ya fuera en cariñosas masturbaciones mutuas, ya en su día a día en solitario. Y es que simultaneidad y simetría no tendrían por qué haber sido incompatibles, si, atendiendo a la primera letra de cada palabra y a que todavía faltaba una tercera, se hubieran fijado en que el recorrido parejamente sinuoso que permite el balanceo hiriente de la primera no se veía obstado por supuestas cuestiones de proporcional exactitud nanométrica llevadas por la segunda. La tercera, aún sin ser captada, ya estaría por allí, y sólo se dejaría entrever cuando Elisa y Pedro, justo después de leer en las instrucciones de la lavadora recién comprada que “ser más o menos es cuestión de cambiar de cifra en una ruleta mientras que estar caliento/frío es asunto de dar a un botón en cierto momento”, se enteraron de que iban a ser padres. Por supuesto que amigos y familia se lanzaron de inmediato a nombrar al asunto, al niño, se entiende, de acuerdo a motivaciones varias, todas empujadas por la emoción domeñadora asociada a los bautismos nominales. Había quien decía “pues si nacerá más o menos en las mismas fechas que su abuelo, tiene que llamarse como él, Pablo”, otros, “si es niño deberá llamarse como su padre y si es niña como su madre” o “pues a mí Silvia o Sergio siempre me han gustado, me recuerdan a dos buenos amigos que tuve en el colegio…”. Los padres escucharon un bueno rato atentamente sin hablar, y escucharon otro buen rato ya queriendo decir algo, casi lo que fuera, así que finalmente sólo tosieron muy fuerte y dijeron juntos, “¡Silencio!, ¡porfavor!, se llama Silencio, sea chico o chica, ese será su nombre”. Así, la última “s” permitió que el niño no sólo gozase del estupendo nombre de Silencio G. Trebuchet, sino que finalmente fuese ya sí deseado y por ello tenido.
            Lo que no se pudo evitar fue que ocurriera aquello que suele ocurrir en los sitios en los que lo que rige es la cobardía confiada, que todo el mundo se pusiera a nombrar sin sentido y a cambiar la manera de nombrar a las cosas por la suya propia que resultaba ser la de casi todos. Así que a Silencio le llamaron Benito, sus vecinos, amigos, profesores, todos menos sus padres y algún que otro amigo especialmente espabilado, al son de “Uy, que nombre más raro...”. Claro que justo por esto, el problema nominal ambiental no influyó demasiado en la educación de sus padres, y el niño creció mucho y sonriente, siempre sonriente, y amando las pinturas, el dibujo en general. Le encantaba pintar, podía estar horas y horas trazando formas y coloreando márgenes sin salirse ni una pizca de los bordes de los dibujos, o eligiendo qué color poner aquí o acá para que la composición fuese lo menos compuesta posible. Esto último le intrigaba singularmente, y fue lo que un buen día le empujó a salir solo y sin avisar a la calle.
            La ausencia de base acrílica verde turquesa para las puntas finales de las alas del ser alado en que Benito estaba trabajando, fue suficiente para que tirase la paleta de colores al suelo, escupiera encima suyo y pretendiera salir de la casa. Sin dudar del hecho de que, el que de sus dos padres sólo uno de ellos estuviera en casa, pudiese facilitar su llegada sin muchos problemas hasta la puerta de salida, fue mucho más definitivo que el padre que permanecía en el hogar, su madre, preocupada tanto como estaba por lo hogareño, no se percatara de que Benito en un saltito con carrerilla de no más de un metro alcanzase, a pesar de su tan propia torpeza, las llaves del llavero alzado en la pared. Pasó por el pasillo del portal necesariamente, no mucho tiempo eso sí porque los pasillos siempre le habían parecido lugares agobiantes y de paso, como condición de salir a la calle y, en primer lugar, ver el sol y el cielo y comprobar si su azul era similar al verde turquesa en que estaba pensando. Después sólo tenía que ir a una tienda de esas donde se conseguían cosas de un tipo a cambio de cosas de otro y conseguir la suya propia. Tal vez ahí comenzó el primer gran problema de Benito, que no fue ni tener que cruzar la calle con el semáforo en verde, eso estaba chupado para alguien tan bien educado como él, ni tener que resistirse a los fuertes colores y mayores aún olores que salían de la pastelería junto a la tienda de pinturas. Como a él le gustaba tanto la miel y allí, en el escaparate de la pastelería, sólo había dulces de chocolate y nata, todo fue un poquito más fácil, apenas una mirada por el rabillo del ojo y un poco de salivación extra antes de llegar a la tienda de pinturas.
- Buenos días señor Jaime.
- Muy buenas Benito, ¿vienes hoy sin tus padres?
- Quieo una pintura azul del colo del cielo.
- Ah, vale, vale, de esas tenemos muchas Benito, pero ya sabes que el cielo no siempre tiene el mismo color, que cambia en función del día y la hora y...
- ¿Y qué hora e ahora?
- Pues como las once y cuarto.
- Pues... quieo una pintura azul cielo de mates a las once y trece minutos.
- Eh... ya... mira a ver si te vale esta.
- ¡E etupenda!
- Me alegro, bueno, pues son siete euros cincuenta Benito.
- Muchas gracia señor Jaime.
- Espera, espera, Benito, tienes que pagarme.
Benito se detuvo y dio la vuelta, justo cuando ya se disponía a salir por la puerta, sujeto por la mano del tendero.
- No, no, lo siento Benito, esa témpera es muy cara y si no vienen tus padres contigo no te la puedo fiar, lo siento.
- La témpera...
            Y sin entender muy bien por qué el señor que siempre le daba pinturas en esta ocasión no sólo no lo hacía sino que además le pedía no sé que cosa que no tenía pinta de servir para casi nada, ni se comía ni tenía música ni, por la cara del señor Jaime, servía para jugar, se quedó en la calle mirando el cielo y diciéndose “Me guta más el azul del cielo a la once y trece minutos que a las once y dieciete”. Aunque lo peor, sin duda, era que no conocía otro lugar donde conseguir pinturas. “Puedo preguntar a papá”, pensó también, pero sin tiempo para responderse, una de sus vecinas le tocó por la espalda.
- Pero Benito, ¡qué haces aquí solo en la calle!
- Quieo una pintura color azul de las onc...
- Venga, venga, déjate de tonterías y ¡vamos!, que te llevo a casa.
- Quiero una pintura de...
- ¡Que te he dicho que aquí no puedes estar solo en la calle!
- ¡No!, ¿po qué?
- Porque, porque no.
- ¿Po qué?
- Porque... porque no, no puedes estar solo aquí, ¡he dicho!
- ¿Cómo?
- ¡Benito!, pues porque tú no eres... porque tienes... porque ya sabes que no eres como el resto de niños... con tu problema...tu enfermedad... pues no puedes...
- ¡No!, no estoy mal ni enfemo, solamente engo síndrome de down, y sí que algo solo a la calle uchas veces.
            Benito dio un manotazo al brazo de la señora y salió corriendo dirección a un parque cercano en el que no había columpios, ni toboganes, ni zonas de recreo con bancos al sol, sólo árboles con densísimas copas, muchos y muy pegados pegados entre sí, tanto que el sol apenas pasaba entre ellos y en muchos días de primavera y otoño, cuando la luz no era todavía muy violenta, hacía mucho frío en el suelo y apenas se podían encontrar turistas vecinales por allí. “Aquí podé mirar el cielo, a ver si ha cambiado el color y me guta más” se dijo Benito al alcanzar una zona abierta por y entre árboles. Una cancioncilla que venía de lejos acompañó aquella contemplación. Una canción sencilla, poco más que tarareada, que decía una y otra vez lo mismo pero con variaciones de intensidad y distancia, parecía en ocasiones que se acercaba y otras que se alejaba, y que, respetando la unicidad de la única voz que participaba en ella, rompía en múltiples filos disonantes de estados oxidados, afilados, romos, abruptos, esmerilados, algunos de los cuales ya pertenecían al propio temita, otros provocados por él en el escuchante y pertenecientes entonces también ya a él en la provocación acústica propiciada por la generación del filo, de la canción que no desgarra el aire antes de llegar al tímpano funcional del que oye atentamente. Benito empezó a escuchar la letra sin saber todavía de dónde venía, “Laralaralalara...nanananananá...laralaralalara...¡ya está aquí!, ¡ya llegó!, señoras y jóvenes, dejen de preguntarse y busquen, ya estoy aquí, ¿qué quieren?, ¿necesitan algo?, ¿y qué están dispuestos a dejar para conseguirlo?, ¿algo precioso?, ¿algo inservible?, ¡ya está aquí!, ¡ya llegó!, dejen de preguntarse y busquen...laralaralalara... nanananananá...”, y enseguida tras unos troncos apareció un carro de madera con solamente dos ruedas y un tipo empujando desde atrás. El carro estaba lleno de cosas y trastos viejos, difícilmente identificables desde la posición de Benito, tan viejos como a simple vista parecía quien empujaba.
- Hola, ¿qué tal?, ¿cómo te llamas?
- Me llamo Silencio peo to el mundo me llama Benito.
- Vaya, qué pena, me encanta tu nombre, el de verdad, ¡claro! A mí me dicen muchas veces que hago ruido, que molesto porque las calles no están hechas para gritar, no entienden bien eso del silencio y por eso también quieren silenciar mi nombre. Yo me llamo Ray pero todo el mundo me llama “Thom el del carro”. Fíjate tú que originalidad...
- A mí me guta Ray.
- Claro... porque a ti se te ve con carácter. Y dime, ¿necesitas algo? Tal vez esta sea tu oportunidad, puedes echar un vistazo a todas las cosas que tengo en el carro, y si te gusta alguna, la puedes coger. Sólo hay dos condiciones.
- Do.
- Sí, la primera es que lo que elijas sea algo que desees completamente, algo sin lo cual no podrías vivir ni continuar viviendo así de bien como se te nota que vives ahora, algo que vayas a disfrutar mucho tiempo pero sin preocuparte mucho por ello, ¿vale?
- Ale.
- Y la segunda es que tienes que dejar algo a cambio, lo que quieras. Aunque esa cosa para ti no tenga ya mucha gracia puede ser lo que otro amigo al otro lado de la ciudad necesite.
- Ale... yo quiero una témpera azul cielo.
- Lo tienes muy claro, eso está bien, a ver, a ver... tengo aquí varios azules que una señora me dejó hace una semana, tenían que estar por aquí... ¡sí!, aquí.... y mira, también tengo aquí una témpera de color rojo que me dejó ayer mismo un niño, acababa de pintar un elefante con mil colores saltantes, quedó estupendo, y como ya no lo necesitaba lo dejó por aquí y se llevó una caja con dos cuerpos uno frente a otro que no se tocaban, nunca lo hacían pero no podían dejar de estar frente a frente... mira es este el color, si lo necesitas también te lo puedes llevar.
- No, yo quieo el color azul.
- Fantástico, fantástico, me encanta tu determinación.
- Éte, es éste. Y eto para tí.
- Ah, qué bien...
            Ray tomó el frasquito de cristal que Benito acababa de sacarse del bolsillo trasero del pantalón. Lo miró unos segundos y, con dudas sobre lo apropiado de decir aquello que dijo, susurró “bueno Silencio... ¿y esto qué es?”. Sin poder dejar de sonreír, siempre le ocurría, Benito respondió concienzudamente “son mis lágrima, la lágrimas de alguien que casi nunca llora... sólo por cosas de verdad”. “Vaya... esto es un tesoro, seguro que alguien lo requerirá pronto...” y ambos se dieron un enorme abrazo antes de despedirse y que Benito volviera a escuchar alejarse alternantemente la voz cantarina de Ray, “Laralaralalara...nanananananá...laralaralalara...¡ya está aquí!, ¡ya llegó!, señoras y jóvenes, dejen de preguntarse y busquen, ya estoy aquí, ¿qué quieren?, ¿necesitan...”
            Ahora ya no era tan grave que, tan contento como iba de vuelta a casa, Benito no cayera en que su vecina todavía, muy alarmada y escandalizada, anduviera buscándole por el barrio y le abordara con las mismas recriminaciones y obligaciones de siempre mas incluso, en esta ocasión, con la especial violencia que añadía el haberse sentido ninguneada por un pobre anormal como Benito, pues esto, la obsesiva vehemencia en la tarea de la señora, fue lo que permitió que no se percatara de que los padres de Benito venían dando un paseo cerca de allí. Ambos llegaron sin decir demasiado y se pusieron junto a Benito, uno a cada lado, escuchando lo que la vecina repetía de continuo, “¡ya se lo he dicho mil veces!, que no puede andar solo por la calle, mil veces, ¡y no me ha hecho ni caso!”. Miraron a su hijo y sólo bosquejaron un “¿qué tal Silencio?, ¿todo bien?”. Benito les enseñó su pintura y contó lo bien que iba a quedar en las alas que estaba preparando, sin preocuparse demasiado de que su voz apenas se escuchase entre las incesantes quejas y explicaciones estúpidas de su vecina. Cuando terminó de contar a sus padres, los tres atendieron a la señora y solamente vocalizaron un “SSS...” muy fuerte con un dedo cruzando la línea intermedia que une los labios. Enseguida llegaron a casa y Benito pudo perfeccionar el dibujo.

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