viernes, 20 de septiembre de 2013

Capítulo décimo-séptimo de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico


Se esmeró tanto en no entristecerse tras la muerte de su padre que cuando esa tarde le vio paseando por el Retiro con sus mejores galas no le quedó otra que, desde la más que razonable duda de si era su padre o no, llorar (quedarse mudo) sin lugar todavía para la alegría. No pasaba nada por no conseguirlo pero aquello era el colmo. Su padre siempre dejaba las cosas a medias, nunca fue un gran educador para sus hijos, cambiaba continuamente de trabajo y de color de pelo, y se casó cuatro veces con dos mujeres diferentes, pero dejar su muerte a medias empezaba a ser demasiado. “No papá, no, así no se hacen las cosas”, se dijo observándole a lo lejos. Porque era él, seguro. De eso se terminó convenciendo a la vez que recuperaba la voz. Llevaba su capa azul, los pantalones de pana y las botas de Spreggo. Ropa perfecta de paseo para un día frío y no muy lluvioso. ¡Incluso medio-muerto tenía estilo! Aunque eso potenciaba lo feo que resultaba el que hubiera tenido tiempo para cambiarse la ropa con la que le enterraron por otra y no tiempo para avisar y decir algo de su nuevo estado a la familia. ¿No habría querido? Podía ser que la familia, al menos la cercana, la que estuvo en el funeral, hubieran hecho algo mal, algo que ofendiera, en vida, muerte o medio-muerte (muerte como medio para vivir), al buen caballero. ¿Molesto por algo? La ceremonia y el entierro fueron sencillos pero dignos, y el nicho que le habían reservado no estaba ni muy pegado al suelo (málditas humedades) ni muy alto (pobre el cuello de quien quisiera leer su lápida). Entonces es que, tal vez, había perdido la memoria y la posibilidad de re-conocer. Claro, muchas pelis malas de zombies y serie B subrayaban ese detalle. El tipo repulsivo en cuestión, el resucitado-a-medias-mejor-que-se hubiera-quedado-muerto, solía tener la capacidad sensomotriciz intacta, a veces algo sesgada (el tipo de estímulos sensibles percibidos eran sobretodo olores y sonidos, lo visual, dominante en la mayoría de mortales-que-mueren-incluso-vivos (o meramente vivos), quedaba relegada a un cuarto lugar en una escala de capacidades receptivas espontáneas, sensibilidades: sonido, olor-gusto, tacto, visión-movimiento (no visión de formas y/o colores sino de formas y colores en movimiento)), pero siempre relegando lo visual y los umbrales de discernibilidad del mínimo detalle reconocible a la posibilidad de cognición/reacción ante formas en movimiento (lo visual en lugar secundario porque se suprime por completo la percepción de la imagen estática (si no nos movemos no nos verá (da igual si lo dice un T. Rex o un zombie)) por lo cinético a secas) siendo esta reducción la misma que ocurría entre lo visual y lo sonoro y, ya dentro de lo sonoro, entre las diferentes intensidades de lo sonoro entre sí (el silencio no estimula, con silencio uno vaga, pero puede ser igual el chasquido de una rama en el suelo al pisarla que un grito en la lejanía, la función intensidad/distancia/reacción es lineal o al menos la progresión se mantiene constante respecto a la de un meramente vivo). Así que no tenía mucho sentido gritar a su padre desde la lejanía, mejor acercarse un poco y realizar muchos aspavientos. Otra cosa es cuál o cómo, una vez se consiguiera la reacción por el estímulo adecuado, sería la acción de respuesta. Ahí las pelis no eran muy halagüeñas, pues, y esto estaba claramente conectado con la atrofia de la distinción de diferencias estáticas, el resucitado-a-medias-mejor-que-se-hubiera-quedado-muerto solía carecer de “facultad moral” y de lingüisticidad. Ambas relacionadas o no, los pobres sólo podían vagar de aquí para allá sin decisión, voluntad ni enjuiciamiento más allá de su (¿espontáneo?, no, ¿magmático?, eso qué coño es, ¿autosuprimiente?, mejor) deambular. Conservaban a lo sumo cierto interés en (auto)conservarse, en no morirse del todo, vaya (aunque, de hecho, no pudieran apenas descansar y con ello acelerasen su putrefacción corporal). En cualquier caso, como aún mínima sí había algún tipo de economía de los recursos (y era lo único que había, independientemente de que fuera economía efectiva o no), en esas al final, casualmente, todo era comida, mi comida (ciertamente podría ser no “mi” cosa, sino “nuestra”, “suya” o cualquier expresión posesiva plural que se nos ocurra, pero comida-supervivencia-conservación-vaguedad y sólo eso sin más (a secas) como lo vinculante de la pluralidad en cuestión). Y eso les convertía a todos en idénticos (siempre todo el mundo se quejaba de que hubiera carne fría de primero). Habitantes de un no-lugar (limbo grueso) que barrían con extraordinaria frecuencia. De ahí a decir que eran pura masa informe (y deformable) y a establecer algún tipo de metáfora con estados de naturaleza pre-cívicos o situaciones socio-políticas globales indeseables (bla, blá, bla, blá, bla, blá, bla, blá) había un paso demasiado corto (como el de unos 4 bla y 4 blá) como para no detenerse en él un poco. “Si yo me situara frente a él, muy cerca y le gritase mientras doy saltos…” comenzó a decirse, “…me atendería… pero también me atendería la gente que hay alrededor, la kioskera y el niño que juega a la pelota… si quisiese seleccionarle, llamar su atención, sólo la suya, tendría que utilizar su nombre, pero eso no lo hay, no lo reconocería…”. La clave parecía que estaba en el nombre y en el recorte de la realidad, en cómo éste permitía el acceso a la memoria (extralingüística?!?), o en cómo la posibilidad de la posibilidad de la posibilidad de lenguajes que suponía el aislar e individuar un fragmento de lo que hay con intereses comunicacionales puros dejaba de lado la participación, el que tal vez entablar conversación con la kioskera trabajando, el niño jugando y el padre medio-muerto a la vez resultaba mucho mejor, incluso resucitaba del todo, si se pudiese, a alguno de los interesados.
Y eso asumiendo que realmente el padre, al volver, se hubiera convertido en un obseso por TODO lo reluciente. Pero sin embargo el padre no parecía muy desquiciado, loco o asocial. Llevaba un ratito de cuclillas dando de comer a unas palomas que le rodeaban en el suelo. Y cuando al niño se le escapó la pelota, se la pasó con la mano con toda naturalidad. La paloma siguió en el suelo. El niño de pie. Y la pelota jugaba. Otros también ayudaban a que el rozamiento fuera suave. Tres árboles, dos bancos y un lago. Y el camino que recorría el Retiro hasta el césped. Ése acolchaba los pies de quienes levantaban polvo. Agotados del día a día, dando paso al siguiente. Adiós. Es dolor y tú mi padre. Un poco de zoom y el parque entero mostrará que también eres mi madre y mi mejor amante. Un poco de campo y sólo se podrá preguntar: ¿podría ser que simplemente no fuera él? (pobre, en paz descanse, respetemos su memoria y olvidemos esto como si nunca hubiera pasado).
Súbitamente el hombre de la capa y los pantalones de pana y las botas de Spreggo se giró hacia él. Su hijo notó el giro pero no quiso mirar su rostro. Tanto porque sus botas relucían mucho como porque la cara de su padre era muy común, una más, sin nigún rasgo diferenciador claro (ni nariz grande, ni verruga, ni cicatriz en la mejilla o parche en el ojo). Prefería mirar a su pecho. Así sería más fácil identificarlo. Y era el suyo, seguro, el de su padre. Cada vez lo sabía mejor, cada vez lo veía más cerca y él estaba inmóvil. El caballero se detuvo a poco más de un metro de él y le dio un papel escrito con letras impresas de diferentes tamaños y estilos pegadas sobre el papel. El texto decía:

Por favor, échenme una mano. Denme una limosna para no morir del todo.
¿Por qué?  
Porque soy un cielo nublado de noche. Y un ganso y una esponja. Lo tomo todo como oo. A veces también respiro sin perfumar el aire de alrededor dedor a, ante todo dora, mis compañeros.
También soy un plano que palpita de calor. Tambor. Limo asperezas para que no haya sombra. Invento para-rayos. Y golpeo y percuto como iteración radial regular radicalmente rígida en la r. No en la rr.
Sospecho a men, demás, demasiado a men, a menudo. Y brinco sin mí sobre otros. Con los otros muy unidos para acolchar, flexibilizar, paralizar, encontrar, ses, es y gar: conformando una riña apetitiva de repetición en el recreo. Entretanto me voy. Me mé a mí. A ninguna A que no es sin B, sin C,  sin D...  A mi parte de mí que se va a escucharme no de cualquier modo.
De modo que cuando salto un poco más alto del público. Buscando bajezas en lo alto de la coronilla. Encima de la elongación vertebral (¿viste que nos saludaron esos de allí?) se forja el desencanto racial más propio. No me valen ni tu piel (ni siquiera tus pieles), ni tus huesos (ni siquiera tu no del todo huesuda figura), ni mi sudor (porque no sudo como los demás que de hecho, hechamente, no sudan sino hacen, rebootan). Por eso nos llevamos.
Y por eso a vec, muy acompañado, dudo de-todo-a-veces. Cuando no, afirmo. Cuando sí, desconfío. Mato santos o investigo su hijos secretos. Sus embriones enigmáticos y problemáticos (no les soporto porque soy estéril y de ahí nada sale: celos, porque sus hijos en realidad son míos). Aunque lo cierto, ciertamente, en efecto, efectivamente, en verdad, sí sí, es eso de que “es” y “eso” no casan con “de” y “que” en ninguno de los dos casos aislados.   
Soy vinagre que no vinagrea porque soy dulce. Cierro llagas y escueco en heridas (que estoy aquí!!) pero al gusto, ¡encanto! Al oído, ¡deleito! A la vista, ¡todo está ya!, todo está dicho (a callar, pueden seguir roneando por mi contacto). Si funciona y es fácil, soy genial. Si explota y duele, es que la vinagre falla (no funciona). Más oxidación a la intemperie sin exigencia.
Soy yo. Ni un substantivo. Menos que eso. Algo posterior y único entre todos. Tal vez en extinción. Yo ¿mismoo?. El final enganoso de una serie. La misma época. ¿Me ayudas? Es un momento.
Por favor, ayúdenme. Denme una limosna para no morir del todo.

Sin limosna alguna, puso el papel en el suelo, cerca de un charco, y dejó a su padre persiguiendo la pelota del niño (abandonado a su suerte, dejar morir a la muerte tiene estas cosas). La kioskera tan sólo miraba mientras colocaba unos diarios. Juan volvió pronto a casa y en el camino encontró varios medio-muertos más. Esta vez les miró fijamente a los ojos, y aún sin reconocer a ninguno de ellos, les recomendó no dejar las cosas a medias.


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