por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico
Juan, recubierto sólo de capas de
ropa, paredes y cielo, el universo nunca tocaba su piel, dudó sobre si ahora
era el momento de tener exclusivamente ahoras. Claro que sabía que cortar un
vaso de agua con un cuchillo sería una experiencia recomendable para todo el
mundo al menos una vez si lo que se tratase de desgarrar fuera el vaso y no el
tejido líquido que llamamos agua. Pero él, que ya no sentía nada, se vio en
aquella peculiar situación de estar harto de escribir con bolígrafos gastados
en pasatiempos de hojas de periódico cuando lo único que se le exigía era que,
de vez en cuando, presionase marcando ligeramente con algo, bolígrafo, lápiz,
trozo de madera o dedo, en algo, hoja de periódico, mesa, colmena o botón. No
había, pues, tinta en sus bolígrafos, y trató de separar el agua del agua con
un cuchillo cuando salió del tanatorio, llegó a casa y vio que estaba todo
limpio, hecho y ordenado. Probó con diferentes cuchillos y vio que ninguno era
suficientemente afilado para descomponer el agua en dos cosas diferentes que ya
no fueran agua, así que se decidió a mezclar agua con aceite de romero. “Es tan
diferente su tacto, huele tanto y tan distinto, que seguro anima al agua a
revelarse un poco contra sí misma”, se decía mientras mezclaba ambos en un vaso
grande de cristal que agitó durante un minuto. Y lo que consiguió de nuevo,
además de arañar la mesa en la que había vertido y servía de substrato a la
mezcla, fue separar lo idéntico con lo idéntico, agua por un lado, aceite de
romero por el otro, troceados y en partes, y él, artífice de la
composición-descomposición a su gusto, por fin por abajo diferenciado como
conductor, es decir, preocupado por los arañazos de la mesa.
Sin
embargo había dudas, porque quedarse con que tu mejor yo depende de ti mismo
resultaba insuficiente para alguien que pocas semanas atrás no había hecho sino
proponerse asumir que la única solución posible para sus mundos no tenía que
ser del todo invisible para un mundo, digamos, de ley. Así que tomó de la
estantería de la entrada unos cuantos libros de cuentos variados, la mayoría
escritos por él mismo y trató de recordar sus personajes, quiénes eran, cuáles
eran sus historias, a dónde habían viajado en ellas, a quién conocido, y
transpuso unos con otros. La clave era, una vez uno se decide a no tener vida
ni plantearse vida ni tener ganas de tener vida más allá del seguir haciendo
algo, si puede ser, eso sí, un algo diferente pero parecido en algún sentido
difuso a lo que uno había venido haciendo antes mas dando absolutamente igual
qué hacer concretamente ahora y qué no, elegir a un personaje al que utilizar
como modelo explicativo de sus idas y venidas flasheadas que debilitara lo
máximo posible la clausura del bloque doloroso de hielo que suponía el pasado.
Se
detuvo en Pedro G. La dificultad, sin embargo, era enorme, al menos tanto como
tender a buscar explicaciones vitales vinculantes en relatos narratológicos
demandando que el personaje modelo en cuestión, del cual ya sabríamos qué hizo
qué hace y qué hará de manera fija, nos permitiese, mediante una interpretación
auto-impuesta y supuestamente flexible del texto, seguir haciendo lo que
hacíamos sin recordar muy bien qué era aquello y sin fijar ningún presente ni
acariciar, si quiera durante un ratito, el futuro. Comparar dos sistemas
articulados por vectores temporales diacrónicos cuando el elemento legitimador,
el presente que fija, está de forma privilegiada exclusivamente en uno de
ellos, reclama una proyección ensoñadora del primero sobre el segundo que, si
bien dinamiza y des-estructura la interpretación unívoca y estática inicial de
Pedro G., lo contamina de una excesiva movilidad, de un presente resbaladizo y
empapado de agua del bloque de hielo que se derrite por la mera acción externa
del resbalón presente en el que ya se estaba. Otro asunto, totalmente incluido
en ello, es que a Juan le gustasen y estuviera habituado a resbalones, a
presentes excesivamente licuados por los que patinar y dislocarse dolorosamente
de vez en cuando, y que, por ello, se parase en Pedro G.
Pedro
G. había decidido en algún momento de su adolescencia y de forma súbita, y esto
es lo mismo que decir que en la historia nada se decía de las implicaciones del
modo de decidir que atañían a aquella decisión, que siempre que mirase a
alguien que le miraba a él fijamente lo haría como cuando se trata de seguir
con la mirada la hélice de un ventilador en movimiento, comenzando a rotar los
ojos en torno a un punto fijo, los de quien te mira a ti, para poco a poco
empezar a rotar también la cabeza sin tratar de perder de vista al otro. Claro
está que esta situación le reportó situaciones muy divertidas, conoció a mucha
gente, pues, el que en un grupo cultural suela estar bien considerado que la
gente te mire a los ojos cuando le hablas como signo de transparencia, es
decir, como ventana de acceso a lo que hay tras la ventana que identificaría de
manera esencial al que lo dice, repercute y disloca, en ocasiones, el supuesto
equilibrio de la relación “todos miramos a los ojos para ver lo diferencial de
cada uno” a favor del final de enunciado, la que permite, no sólo que se viole
una norma habitualmente aceptada con facilidad y agrado, sino que se valore a
lo meramente distinto de cada uno en exclusiva de manera obsesiva, a lo que
salta a la vista. Pedro G. tuvo, pues, en cierto y muy actual sentido, gran
éxito, no le faltó nunca gente distinta que le tratase de mirar a los ojos ni
gente a la que tratar de mirar él. Pero lo que suponía el gran asunto de la
historia fue el encuentro de Pedro G. con Elisa Trebuchet, una joven de padre
eslavo y dos madres, que en algún momento de su vida, tampoco especificado en
el relato, había decidido no pararse nunca de cruzar y descruzar las piernas
cuando estaba sentada, de un lado a otro y de un lado a otro, y, estando de
pie, actuar como si estuviera cruzando un paso de cebra y sólo pudiese pisar
por las zonas blancas, saltito, saltito. El asunto era que Elisa Trebuchet
descubrió que cuando miraba el movimiento rotacional de cabeza de Pedro G.
dejaba de tener ganas de cruzar o descruzar piernas y que incluso si le miraba
a los ojos dejaba de dar saltos estando de pie. Era todo tan brillante que
ambos pasaron mucho tiempo juntos, el suficiente, al menos, para olvidar y
volver a recordar que ambos habían hecho una promesa perpetua a cumplir. Mas la
promesa decidida, como tal pero no sin dificultad, se impuso en su vuelta, a lo
cual ayudó que se diera la paradoja de que lo que a ambos había atraído mutuamente
del otro se disolviera al estar juntos y que, siendo justo eso que se anulaba
en su unidad lo único y exclusivo que ambos por separado y por promesa querían
casi en cualquier caso como lo primero, la única posibilidad de volverse a
interesar mutuamente fuese volver a sus viejos hábitos, es decir, forzar una
ruptura violenta que reafirmara sus habituaciones meramente individuales,
volver a extrañarse mutuamente. La historia se interrumpía con Pedro G. leyendo
a un poeta que decía “desconocidos se están el uno del otro, mientras sigan en
pie, los troncos vecinos“ cuando se iba muy lejos subido a un avión sin mover
la cabeza mientras miraba fijamente entre las vidrieras del aeropuerto de
partida a una chiquilla que esperaba otro avión dando saltos de un lado a otro
sobre unos policías. Juan nunca se atrevió a hacer una segunda parte, pero se
dijo al soltar el libro encima de la cama “sí, yo seré Pedro G.”.
De
manera que, además de confirmar con el comentario que realmente ya era Pedro G.
antes incluso de hacer declaración de intenciones alguna, tomó nota de las
actitudes generales del personaje, o lo que es lo mismo, decidió decidir
siempre algo o, más bien, que hubiese siempre algo en general decidido de
manera absoluta e inmóvil para él por pequeño y trivial que pudiese parecer
para otros. “Eso guiará mi vida, el resto vendrá detrás...”, se decía, y salió
a la calle en busca de los imprescindibles contenidos de su promesa
intencional, “...seré un Pedro G. de la calle”, se decía ya volcado en la ciudad.
Un
panadero o un carnicero hubiesen sido buenos ejemplos si Juan no tuviera una
cierta tendencia natural a huir de las cosas escasamente manipuladas por otros.
Tampoco un barrendero, con perdón a los barrenderos, o un político, pues el
pretender llenar una forma general con un fundamento puramente instrumental no
resolvía la petición de contenido mínimo por fijar como dado que pedía su
decisión vacía, además de dejar en el aire y sin suelo justamente eso, el
suelo, el que absolutamente cualquier cosa pudiera ser, incluso la muerte. Y
vio a lo lejos, no demasiado de su casa, una carretera bacheada muy negra por
la que caminaban una familia de patitos muy blancos. En fila de uno cruzaban,
primero la madre, luego el padre y después tres patos de tamaño muy similar,
pequeñitos. Enseguida, en cuanto confirmó la visión, pensó en ir y rescatar a
la familia de las posibles ruedas de los coches. “Pobrecillos, ahí expuestos a
lo que les pueda ocurrir, a cualquier cosa... necesitan alguien que cuide de
ellos...”, se decía mientras apretaba los puños, “sí, yo les cuidaré, dedicaré
mi vida a cuidar y proteger al necesitado, seré un super-héroe y tendré un
animal, una mascota, que también lo será”. Y volvió rapidísimo a casa a diseñar
un uniforme.
Ya
delante de la máquina de coser, se le ocurrió cómo podría ser la segunda parte
del libro de Pedro G., una historia en la que lo diferente para seguir siendo
tal tuviera que afirmarse en su reunión diferenciante, pues cómo si no con agua
el romero del aceite de romero llegaría a ser lo que ya venía siendo. Dejó de
coser durante unos segundos pero enseguida continuó con el uniforme, se repitió
“no, seré un super-héroe y mi mascota también lo será” y dio dos puntadas más.
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