martes, 28 de junio de 2016

Lo animal en Georges Bataille


José Vidal Calatayud, 2016 - Miradas Animales

Los animales (¿“Lo animal”, “El animal”?), como otras realidades que encarnan “lo Otro” -más dudosamente “los otros”- ante el sujeto moderno, han sido “marcados” como inferiores casi siempre en la historia de la filosofía (lo hemos visto en Descartes, Kant, Hegel; incluso se sostiene, aunque sobre esto cabría una larga discusión, que Heidegger es, también en esto, “culpable”).
Pero no siempre ha sido de ese modo; a veces los animales han parecido el paradigma de un mundo “superior” por libre, feliz o no prostituido. Así, G. Bataille los señala -prudentemente, “agnósticamente”- en el texto que comentaremos a continuación como la utopía no alcanzable ya, el “paraíso perdido” al que toda rebelión aspiraría.
Queda entonces por dirimir si con ello los coloca en una posición expuesta a iguales o peores abusos o si, por el contrario, en esta nueva reconciliación con algo que también somos, puede aparecer una más responsable empatía con sus sufrimientos, en su mayor parte causados por los hombres.
(En todo caso, sostener, como hace alguien tan conservador como Jacques Derrida, que este tipo diferente de “inscripción” suponga en todos los casos la misma relación destructiva o excluyente con la realidad así destacada, es algo muy discutible y nunca bien demostrado por él -riesgos de la Metafísica, aunque sea la “de la Diferancia”-; seguramente está ahí la gran debilidad filosófica y política -¿falsedad malintencionada?- de uno de los grandes reformadores-salvadores del capitalismo occidental).
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1. En primer lugar, veamos lo expuesto en el capítulo "L'animalité", primero de la primera parte de Théorie de la religion de Bataille[i], además de algunas ideas sacadas del capítulo segundo, "La humanidad y la elaboración del mundo profano".
Comienza el autor con una afirmación “central”: la animalidad sería “la inmediatez” o “la inmanencia[ii] -y esto se nos da empíricamente, p.ej., en la situación precisa en la que un animal se come a otro; pues es siempre algo semejante a él lo que se come. Ese sentido tiene aquí “inmanencia”: que aunque la víctima no sea “conocida”, percibida, como tal semejante, en ese acto no hay trascendencia del depredador hacia la presa. Ya que, si ciertamente parecería que la distinción entre ambos exija la “posición” de un objeto -si no se postula un objeto no hay diferencia captable-, sin embargo la presa comida no estaría todavía -en ese “mundo”- “dada” como objeto. Pues para nosotros es la duración del objeto lo captable, pero en el mundo animal, piensa Bataille, la presa está “más acá” de la duración: desaparece o es destruida en un espacio donde nada está puesto más allá del momento presente.
De manera que no se podría hablar respecto al mundo animal de “autonomía vs. dependencia”, esto es, de “señores” y “siervos”: aunque haya desigualdad de fuerzas, esa es sólo una diferencia cuantitativa. Y nuestro autor repite el moto clasico de que “el animal está en el mundo como el agua en el interior del agua”. Sería sólo la interpretación humana la que puede ver este proceso de caza y alimentación como la separación entre un sujeto y un objeto; parece obvio que el animal, que no tiene metalenguaje, no puede mirarse a sí mismo de ese modo[iii].
Y por ello el animal no tendría “autonomía” respecto al resto del mundo. Pero también porque su entorno está lleno de cosas que le son necesarias. Si busca elementos inmanentes y relaciones de inmanencia, si está en el mundo como el agua dentro del agua, es a condición de alimentarse para mantener ese flujo de fuera adentro y de dentro afuera que es la vida orgánica, y así cada organismo está, en sus fines, también separado de los otros. De manera que además de inmerso en el mundo estaría “retirado del mundo”.
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2. ¿Qué tendrá lo anterior que ver con la existencia para nuestro autor de una “mentira política de la animalidad”?[iv].
No habría para nosotros nada que nos esté más “cerrado” que está vida animal de la que hemos salido, nada más extraño a nuestro pensar que una Tierra imaginable “en el seno del universo silencioso”, sin el sentido que el hombre da a las cosas -y además, inevitablemente, sin el sinsentido en que imaginaríamos las cosas no reflejadas por una conciencia-. “Reflejar”, “imaginar-nos”, implican nuestra conciencia; si desaparece -la nuestra y cualquier otra- no hay aparición de las cosas. Para el hombre sólo es posible la visión “antropocéntrica” -entendamos bien esto: “desde aquí”- de cualquier realidad.
 Aunque para Bataille la vida animal estaría “a medio camino” de nuestra conciencia, lo que nos plantea un enigma muy incómodo: si tratamos de imaginar la “visión” que el animal tiene “del mundo” [?] no vemos nada salvo un instante en medio de “un deslizamiento de largo recorrido”; así que sólo podemos hablar de esto en lenguaje poético -en la medida en que la poesía sólo describiría realidades “que se deslizan en lo incognoscible”-. Solamente de manera poética podríamos hablar de “animales prehistóricos”, de plantas, rocas y aguas nunca vistas; pero en ningún caso podemos conocer el paisaje en que “se encuentran” [!], ya que “entonces” no había ojos para ver esos paisajes -no había ojos que los constituyeran-. Pero tampoco podemos limitar ese “mundo” a un sinsentido de “terror o ebriedad vacía”, de sufrimiento y muerte, pues estaríamos abusando del “poder poético”, cayendo en esa fulguración (lueur) indistinta, confusa, de las palabras -que es, sin embargo, un signo de la soberanía del lenguaje, pero que sólo lleva a la inevitable dislocación final de los sentidos, de todo sentido.
De manera que no nos quedaría más que el reduccionismo de las Ciencias “naturales” -¿habrá algo menos natural?-, en las cuales -y esto es un dato esencial- el hombre pretende no estar presente, pretende no influir, adoptando la llamada “posición de Dios”, es decir, el mirarlo todo desde fuera, desde arriba. Posición que sabemos suficientemente que es inalcanzable para nadie, que es un absurdo que ha llevado a los más terribles excesos de violencia contra lo vivo-otro.
(La Metafísica se apropiaría de esa “mirada de Dios”, “objetiva”, pera además “asegurada” desde un punto que es el de una falsedad completa, asumida e impostada).
Y sin embargo, sostiene Bataille, el animal no sería totalmente cerrado e impenetrable para nosotros, abriría ante nosotros “una profundidad que nos atañe” y que es la nuestra propia, aunque nos es sustraída lo más lejos posible. Pues, desde la nietzscheana “insignificancia del origen”, “profundo” es solamente aquello que se me escapa[v], y eso ciertamente está también en la poesía. Desde luego, podemos convertir al animal en una “cosa” -en el sentido de “objeto”- cuando lo comemos, lo domesticamos o lo estudiamos científicamente, pero no podemos ocultar que en esas acciones aparece “un absurdo inevitable”. En sí el animal no es reductible del todo a esta realidad inferior de la cosa, pues precisamente “lo que tiene de secreto y doloroso” trasladaría una intimidad y un fulgor que hay en nosotros a la animalidad -no lo sabemos porque la conciencia cartesiana “clara y distinta” nos alejó al máximo de esta “verdad incognoscible” que nos huye-.
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3. Señalemos entonces las implicaciones de esta Ontología del lenguaje. Hemos dicho que no podemos distinguir[vi] en el mundo animal un poder de trascenderse a sí mismo, lo que relacionábamos con el poseer o no un metalenguaje. Pero esta es una verdad negativa, por lo que no puede ser afirmada de modo absoluto. Aunque si tratáramos de establecer “un embrión de trascendencia” en el animal estaríamos cerca de perspectivas que anulan la inmanencia, realidad que no debemos olvidar si deseamos nuestra liberación. Sólo en los límites de lo humano aparece la trascendencia del objeto respecto a la conciencia o de la conciencia respecto al objeto. De manera que, inexistente esa posición de absoluta y endiosada “neutralidad”, “tenemos que limitarnos a mirar la animalidad desde fuera”, antropocéntricamente, y es desde ahí como nos aparece estando “como el agua dentro del agua”. (Cierto que en diversos cambios de las condiciones o las situaciones en la que el animal lleva a cabo su vida podría darse una conducta que nos haga sospechar posiciones de trascendencia, pero nunca podríamos llevarlas a términos tan “absolutamente humanos” como lo sería el decir que cuando un animal, por extrema necesidad, come del cuerpo de uno de su misma especie “está violando una ley”. Sólo podremos decir que en esa situación “la ley no se da”, de manera que el animal estará siempre en esa inmanencia y continuidad del mundo con él mismo).
Dicho de otra manera, tales hechos sólo tienen sentido como signo de otra cosa -pero esto existe únicamente para nosotros-. Incluso el temor, el olfato de la muerte de animales semejantes no puede ser entendido como conocimiente de la muerte antes de la muerte misma. El animal no captaría la muerte de otro dentro de un “sentido”, como lo hace el hombre que ha vencido en una lucha y así ha restablecido una continuidad que había perdido antes. -Bataille fue lector de Heidegger: no habría en el animal un relato de la muerte, al menos no uno que llamaríamos “interpretado” y “orientado”, uno que se inserte en el sentido “trascendente” de un proyecto-. Y esto se mostraría en la apatía[vii] que traduce la mirada del animal después del combate: sería la apatía de alguien que sigue de una manera natural inmerso en el mundo, no añadiéndole interpretaciones.
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4. Podría pensarse que la Teoría de la Evolución nos incitaba a negar toda diferencia esencial entre animales humanos y no humanos. Pero -Deleuze lo muestra en Diferencia y repetición- la posición “especialista” es desde el siglo XX tan válida como su opuesta (más aún cuando la Filosofía no depende, en absoluto, de las ciencias, aunque la Metafísica sí). De manera que debemos conjugarlas.
 Así que podemos preguntarnos cuál es la “diferencia específica” de lo humano en este punto. Bataille cuenta[viii] cómo el hombre “pone” los objetos, especialmente los “útiles”, llevando elementos inmanentes a ese plano “trascendente” -esto es, no entregado al instante presente, sino a la imaginación de un porvenir-. Somete a la utilidad futura elementos que no lo estaban -y a la vez “compensa” esta “profanación” estableciendo algunas “cosas” como sujetos, atribuyéndoles pensamiento y voluntad-. Esta reducción a lo objetivo ha empobrecido aquella continuidad de lo divino y lo animal con el mundo -recordemos el dictum aristotélico de que “sólo una bestia o un dios” podrían vivir fuera de lo político-.
Dice el filósofo francés que los primeros hombres, seguramente, estaban más cercanos a los animales de lo que lo estamos nosotros: aunque los distinguieran de ellos mismos, quedaba “una duda mezclada de terror y nostalgia”[ix], y un sentimiento de continuidad se imponía al espíritu -pero no sólo a éste-. Si la continuidad era para el animal “la única modalidad posible del ser”, ésta remitía en el hombre a la fascinación del mundo de “lo sagrado”. Pero este ámbito sagrado no supone ninguna vuelta atrás; pues aparece como tal cuando es “distinguido”, en un lenguaje más allá de las posibilidades del animal -cuando el mundo de la inmanencia nos aparece como algo opaco-. Y es que cuando el hombre está inmerso en lo sagrado lo hace con “un horror impotente”, tan distinto de la naturalidad indiferente con la que el animal se sumergía en el mundo; pues además de “enormemente valioso” lo sagrado aparece como “vertiginosamente peligroso”[x] para el mundo del pensamiento claro, distinto, y por tanto profano, donde el hombre ejerce su dominio.
Volvamos al hecho de que el hombre ha llevado el cuerpo al terreno de los objetos, con lo que él mismo puede convertirse en objeto, en cosa que puede ser “devorada”. En ese proceso el animal ha perdido la dignidad de “semejante” al hombre -¿quizá porque el hombre ha perdido la semejanza con Dios?-, de manera que desde hace mucho de-preciamos la animalidad que hay en nosotros, la vemos como una tara -de nuevo, especialmente en el “discurso metafísico”-. Y aun así no es tan fácil convertir al animal en una cosa; para ello debe estar muerto o domesticado. Pues el hombre -sólo él- no come nada antes de haber hecho de ello un objeto -por eso está prohibido que el hombre devore a otros hombres: estaríamos aquí en el campo de la ética kantiana más pura, que nos ordena tratar como un fin y no como un medio a todo igual-. Esta utilización del animal habría necesitado definirlo de antemano como cosa, como hicieron Descartes, Kant o Hegel, esto es, utilizar la justificación de que “no hemos matado nada que no fuera ya una cosa desde el principio”, y en definitiva, que no estamos profanando algo del mundo de lo sagrado -de lo inmanente-, cosa que en realidad sí sucede.
Queda dicho que el hombre, que ha hecho del cuerpo una cosa, considera como “pobreza” (misère) propia el tener un cuerpo animal, porque ello lo sitúa cerca de ser una cosa y de ser utilizado como cosa por otros; y este  resultado del odio hacia el “cuerpo-cosa” que somos nosotros mismos muestra en qué gran medida el espíritu lo es también -odiado, cosificado-. Por eso el cadáver, muy en la línea de la literatura batailleana, sería la más perfecta afirmación del espíritu; pero afirmación que “traiciona” al espíritu más que lo sirve -sería un “grito del espíritu” semejante al grito de aquel a quien se mata y que en ese último sonido está afirmando supremamente la vida. Y en definitiva, al reducir al estado de cosa el cuerpo del animal vivo, estaríamos situándolo tan cerca, excesivamente cerca, de la realidad de lo que será nuestro cadáver.
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5. Dejemos aquí la posición de Bataille -sin “abandonarla”- y tratemos, aun de pasada, la confusión en que esencialmente solemos estar en esta cuestión, y que habría que intentar deshacer.   Realmente se ha avanzado a lo largo de la historia de la filosofía, y por tanto de la historia de la ética y de la política, desde aquellos momentos cumbre de la metafísica moderna en que se determinaba al animal no sólo como lo totalmente otro, sino como lo insensible sin pensamiento, una máquina, casi una piedra -lo que algún autor relaciona con la tan discutida negación de la “mortalidad” con sentido -humano, claro- en el animal y por ello también con su “pobreza de mundo”, Heidegger dixit; o su “carencia de rostro” en Levinàs-. Este “progreso” nos empujaría a afirmar lo que política y éticamente es hoy “correcto” -¿creyéndolo una popperiana aproximación a “la Verdad”?-: afirmamos la enorme proximidad, el parentesco cercano del animal con el hombre, derribando “el muro” -¿una cita de los Pink Floyd?- que nos había servido para “excluirlo” -pero no, por lo visto, para excluirlo de nuestra doble falta de arraigo y de libertad, o de nuestra capacidad de producir horrores, sino de nuestra “dignidad” [!!!???]; para explotarlo y/o destruirlo-. Y ese prejuicio “político” de lo correcto nos “autorizaría” a mezclar a Adorno con Derrida, y a éste con el veganismo, en un “final feliz” en que todo es “precioso” (¡pero qué poco preciso!).
Y, aun reconociendo el interés que en el terreno científico y ético tiene todo esto, no podemos admitir el embrollo que permite a algunos situarse en la posición del Dios Infinitamente Bueno y afirmar desde esa neutralidad la absoluta igualdad de cualquier animal con el ser humano (lo cual puede llevar a ocurrencias como la que afirma que cada bacteria tiene “su biografía” o a adjudicarle a los protozoos el disponer de un “sistema nervioso”). No olvidemos que Derrida toma del pensamiento de Bataille todo aquello que le es aprovechable, como señalan algunos especialistas en deconstrucción -y a veces incluso lo reconoce-.
Y no confundamos el poner al animal al servicio del capitalismo con ponerlo “al servicio de la humanidad”. El capitalismo -¿por qué será “buenrollista” por definición?- es hoy el enemigo fundamental de la humanidad, y el problema es que Derrida no es capaz de distinguir demasiado entre estas dos realidades colectivas, al ser un miembro emblemático de esa “militancia”[xi] sionista que defiende al occidente capitalista con una radicalidad realmente difícil de digerir[xii].
Pero fijémonos en que posiciones como la de atribuirle a las bacterias o a los insectos el mismo rango de “derechos” que a nosotros -pero ¿tenemos tal cosa?- sólo puede llevar a las ideas extincionistas, es decir, a postular la desaparición de la especie humana y de todas sus creaciones -curiosamente, ésta es una posición que obviamente no es posible para un animal-.
Señalemos por tanto, con claridad, que una posición falsamente darwiniana, que en realidad llama al Juicio Final, tendrá que vérselas, mientras haya pensamiento, con otras que cuando menos valoren las inmensas creaciones diferentes y los distintos mundos posibles, por muy “artificiales” que sean. Y ante las tentaciones de reduccionismo “cientifista” -nada menos científico que éste- diremos que el dominio de la ciencia sobre la filosofía[xiii] es pura y llanamente metafísica fascista, hoy fascismo de lo banal en el espacio vacío (“en la oquedad...”, dijo Machado) de los tópicos de moda -con afirmaciones tan simples como que “somos lo que comemos”, de manera que no sabemos si la postulación de no alimentarse más que de vegetales pretendería llevar finalmente al hombre a la identidad con las lechugas. La realidad parece mostrar totalmente lo contrario: no comemos aquello que somos-.

            Y es que no se elimina la Metafísica -es decir, el pensamiento violento que siempre excluye a lo otro- invirtiéndola; sino que ese ha sido tradicionalmente el modo en que esa violencia se perpetuaba, como ejemplifican tan bien los positivismos y al menos algunas revoluciones. Sólo podemos, como dice el amigo Gianni, dejarla declinar. (Osea, que a Heidegger, en vez de culparlo, hay que leerlo).
  
            Y en definitiva queda en pie la cuestión de qué significa comprender al animal, en qué sentido usamos esa palabra, y si no se usa con frecuencia, en este y en otros asuntos, como idéntica a moralizar;
            ...pero moralizar la Ontología es algo absolutamente imposible -la destruye, como mostraron Nietzsche o Heidegger-
            ...y no sólo porque es inaceptable la prohibición de seguir pensando, problematizando todo dogma, incluso los que son, ahora, éticamente laudables...

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[i]Publicado por separado en Gallimard, 1973. (vid. pp. 23-35). Luego en Obras completas VII de la Ed. Gallimard, 1976.
[ii]Recordemos que para este autor la inmanencia o el presente son la condición de la liberación y lo paradisíaco.
[iii]El animal puede decir «Se acerca un depredador» o «En esa dirección hay alimento», pero no puede decir «En la alimentación nosotros somos el sujeto y ellos son el objeto»; no tiene un lenguaje de segundo nivel con el que pueda hablar de los signos y las ideas.
[iv] Pp. 27 - 31.
[v] P. 31.
[vi]Observese la constante prudencia, casi agnosticismo, de Bataille sobre lo animal.
[vii] P. 35.
[viii]En el capítulo, II, "La humanidad y la elaboración del mundo profano".
[ix]p. 47.
[x] P. 48.
[xi]Que viene de militar.
[xii]¿Conocemos su defensa de los sistemas “occidentales”? Sería clarificador para nosotros.
[xiii]Esa ciencia cuyas teorías sabemos que siempre serán sustituidas por otras y que son, por tanto, siempre falsas, al menos en potencia.

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