lunes, 21 de diciembre de 2015

El ciclo de la guerra

FKastro - La invisibilidad de la guerra

Aunque sea de oídas todos conocen el mito: La acción privada firma un cuantioso contrato en cualquier lugar del globo. Se prometen unos beneficios y se suceden los contratos en el sector. Las ganancias se reinvierten en nuevos contratos y así ininterrumpidamente. En consecuencia se crean puestos de trabajo y eso redunda favorablemente en el consumo. Elevado el consumo, el Estado recauda más y con ello puede financiar pensiones, sanidad o educación. Esto es lo que insisten en explicarnos como el ciclo de la riqueza. De una manera muy abreviada esto es el sanctasanctórum de las economías occidentales. El paraíso se manifiesta en la creación de la riqueza. Ese maná repercute en su mayor parte en los amos del cotarro, y el resto recibe algunas piezas debido a la reinversión imprescindible para asegurar el flujo de beneficios. Ese ciclo tiene matices importantes, pero en general, la mayoría encuentra en ese proceso la única forma de mantener con vida no sólo a su propio Estado, sino también a sí mismos.

Al principio hubo ciertas reticencias, pero al final todos los partidos comparten, con mayor o menor velocidad, con más o menos pasos, el proceso de obtención de la riqueza. También la izquierda, que aunque esperaba un cambio de paradigma como resultado de la crisis económica, ha acabado moldeando su discurso para adecuarlo al ciclo de la riqueza. Incluso entre los ciudadanos más desfavorecidos: Parados, desahuciados o jubilados quieren que el ciclo se perpetúe. No sólo por supervivencia, sino porque esperan que una vez estabilizada su situación personal, se materializarán sus sueños de triunfo y ascenso.

De las corrupciones, los escándalos y lo más feo de la crisis, sólo quieren eliminar sin piedad a los responsables, para a continuación cambiar las leyes y acabar con tanto garrafón y tanta podredumbre. Pero el escenario se mantiene: El ciclo de la riqueza es la solución.

En los debates y en los medios juegan a que el margen de cambio es grande, pero al término de las palabras sólo quedan matices relacionados con la velocidad y el control. La izquierda de manera más lenta, con la calculadora en la mano, y la derecha desde posiciones más veloces, más anárquicas. Lo demás son toneladas de palabras exhibiendo una evolución de escaso recorrido o una oposición verdaderamente mansa.

Regularmente surgen manifestaciones y quejas e incluso algún conato persistente, pero la policía agota cualquier melodrama. Sin uniformes y sin bengalas, unos y otros no renunciarían al ciclo de riqueza. El manifestante sólo quiere ser incluido nuevamente, que cuenten con él para lo que sea, que no le dejen a un lado.

Esto es lo que la mayoría de las urnas contempla como la paz. Los argumentos, las posiciones, los análisis y las razones parecen anunciar cambios inminentes, grandiosos, pero a menudo pírricos. Y aquellos que trabajan con ahínco en pos de las objeciones más profundas, en su mayor parte reclaman mayor reparto pero siempre desde el ciclo de la riqueza.

Sin embargo lo que resulta paz y diálogo y libertad y derechos en cualquier Estado perteneciente al ciclo de la riqueza, se torna horror en el exterior. Afuera los estragos del ciclo resultan pavorosos. El mito de la abundancia  abastece ahora lucha, muerte, dolor y miedo.

Los contratos en África o Sudamérica proporcionan jugosos beneficios para las Corporaciones, completando así el primer requisito que inicia el ciclo de la riqueza, la primera máxima que también quieren los ciudadanos de Occidente. Sin embargo estampadas las firmas en el documento, se produce el desmembramiento de poblaciones enteras, la expulsión de cientos de personas de sus tierras, la división de familias e identidades. A veces por medio de un empobrecimiento acelerado, incluyendo el hambre o las enfermedades más elementales, otras por el asesinato directo. Mientras se extraen las materias primas imprescindibles para el ciclo de la riqueza, aquellos que son expulsados de sus tierras son obligados a trabajar como esclavos por sueldos de miseria en condiciones infrahumanas. Familias enteras son empleadas inmediatamente en el procesamiento de cualquier mineral o semilla. A veces es coltán o esmeraldas, otras caña de azúcar o cacao. Aquellos que no aceptan estos regímenes de esclavitud son exterminados o sencillamente excluidos, lo que conlleva igualmente su eliminación. Este proceso de destrucción minimiza los costes de fabricación y eleva los posibles beneficios. Tras todo este proceso al consumidor final sólo se le narra el precio del etiquetado. Por ejemplo, en un paquete de café proveniente de Colombia sólo se nos señalan sus 60 céntimos de euro como precio. Merece la pena, dicen muchos.

En el exterior no existe el ciclo de riqueza y además no debe existir. En origen el producto debe extraerse al menor valor posible. La esclavitud es obligada. Para ello se recurre a la fuerza, sea desde ejércitos o policía del propio país, hasta sicarios del narcotráfico y las mafias como garantes de la miseria y la necesidad.

Cualquier apertura de los países suministradores de materias primas encarecería el producto y disminuiría los beneficios. Pese a que la mayor parte de las ganancias recaen sobre unos pocos, los medios de comunicación insisten en que el sostenimiento de nuestro modo de vida pasa por el ciclo de la riqueza.

Después de tantos gestos, nuestra sociedad se asienta sobre la sangre de miles de hombres y mujeres con idiomas y religiones incomprensibles, imponiéndoles la servidumbre y el sometimiento a sangre o a fuego.

El ciclo de la riqueza es también el ciclo de la guerra. ¿Quién se atrevería a aguar la fiesta?

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