El señor Joaquín Gustavo Federico
tuvo la ocurrencia de enamorarse y guardàr-se-lo, tanto para èl como a ella, en
secreto. Èl lo sabìa, y ella, el evidente objeto de amor, no. Y no es que ellos no hicieran vida de pareja.
No paraban, de hecho, de pasarlo bien, disfrutrar e ilusionarse mutuamente. El
problema vino cuando él deseó ir por sí mismo un poco más allá de los dos
manteniéndose a sí todavía en pareja. No recordó que tratar de mirarte por el
espejo retrovisor de tu vehículo monoplaza mientras adelantas a otro vehículo
más voluminoso fijándote además bien en él, como tratando de reconocer a
alguien en su interior, tal vez incluso a ti mismo, suele terminar, ya desde el
principio, bastante mal.
Así que el “aquello” que estaba no del todo
para los dos favoreció que planeara la gran sorpresa que suponía para su novia
el comprar un anillo con una gran piedra y, en un entorno físico especialmente
cargado con anterioridad de emociones, utilizar entre sonrojos alguna frase,
también pre-hecha, para pedirla matrimonio. Y eso que para conseguir el anillo
tuvo que prostituirse de la peor manera. Accedió a vender unas cosas para
comprar otras que sólo cobraban valor por cualquiera alguna otra tercera. Fue
duro. Trabajó primero testeando revisiones remasterizadas de videos
pornográficos de hace décadas, controlando que cada gemido, la textura de la
voz y el volumen, estuvieran de acuerdo a los supuestos gustos sexuales de su
tiempo. Sus jefes estaban encantados con él pero no aguantó allí más de dos
meses. Harto de ver tanto pelo cardadado, púbico y no púbico, aunque cargado de
experiencia en el mundo del porno retro, marchó sin pena. Básicamente porque ya
tenía presente otra ocupación mucho menos exigente y más placentera. Únicamente
él podría llegar a valorar cómo su experiencia pasada le permitió poder
silenciar el material pornográfico audiovisual del centro de donación de
esperma, al que comenzó a ir todas las semanas, para imaginar y recordar tonos
y susurros mucho más sensuales y excitantes en su lugar. En cualquier caso era
una ventaja competitiva. Y como su semen era de gran calidad, fue un asiduo del
centro durante bastante tiempo. Tan sólo le pudo sacar de allí el resquicio del
mercado en forma de ley de la oferta y la demanda que mantenían aquellos
centros, junto a la legalización del implante y crecimiento de óvulos
fecundados en varones previamente tratados. De repente lo que hacían falta,
mucha mucha, eran óvulos fertiles, y tuvo que cambiar de empleo. Lo interesante
es que tras aquello consideró que ya tenía el dinero suficiente para comprar el
anillo perfecto a su novia. Y así lo hizo. Otra cosa bien distinta es cómo lo
recibió ella. Mal es poco, fatal no se entiende muy bien. La calmada invitación
a que desapareciera de su vida y la acusación de “insolente mayor” para el
señor Joaquín Gustavo Federico fue lo que obtuvo a cambio. Buen trato.
Que en esta ocasión, y ciertamente
en cualquier otra con estos precedentes, las emociones, su flujo excesivamente
cambiante desde-para sí, estuvieran, precisamente por ello, tan centradas
individualmente que el supuesto encuentro cuasi-mágico de las de ambos
derivasen en lo que el señor Joaquín Gustavo
Federico denominó un “fracaso” cuando contó sus penas a sus conocidos, en
absoluto evitó, pero sí requirió, la comparecencia de una gran variedad de
sentimientos, la mayoría raspantes entre sí, y, sobretodo, de una cierta
obsesión posterior. Ni siquiera tuvo tiempo para plantearse valorar lo bonito
que había sido aquello hasta entonces, lo divertido y aventurero del camino de
ida o mierdas así. La obsesión que ya estaba apareció de inmediato.
Y la obsesión, suele ocurrir, se
asoció a objetos de su entorno. En su caso a todos los que se erigían ante-por
él como superficie lisa de proyección sobre la que insertar el objeto
privilegiado protagonista de la obsesión en cuestión, el anillo, o más bien, la
piedra del anillo. Desde luego que era una piedra preciosa, preciosa obsesión,
verde como esmeralda. Pero obsesión, al cabo, que mostraba que cualquier
objeto, por serlo, esmeralda o no, rubì o no, diamante o diamante,
suficientemente vanalizado resulta insoportable, es decir, soportable sólo por
el sujeto de la obsesión. Hasta una esmeralda, poniéndonos en el caso, quién
sabe, de que a alguien su contemplación le produjese un gran placer,
suficientemente repetida y trivializada, se convierte en serrín para tapar
vómitos de gatos de ciudad. Y Joaquìn Gustavo Federico, muy consciente de su
estado, justamente por ello y ya sin novia, anillo pero con muchas piedras
disponibles, tantas como segundos de doblez mantenida entre lo que deseaba y lo
que deseaba, trató de sacar beneficio de tanto preciosismo manido. Empezó a
tratar con ellas, a negociar con sus piedras. Aunque eso supuso un problema,
pues, en la medida en que una piedra aparte de su valor propio no tiene mucho
dinero en los bolsillos, había cierta obligación a abrirse a alteridades con
algún mayor porcentaje de liquido mineral. Por el resto, no le costó encontrar
personas que participaran de su obsesión, y pronto empezaron a poner precio y
re-valorar a las piedras por su peso, brillo y refringencia. “Miren, qué
maravilloso juego de luces en su interior, ¡no me dirán que no merece la pena
hacer un esfuerzo por ella!.”, decía el señor Joaquín Gustavo Federico al señor
Augusto de Jejé y a la señora Sonsoles sin todavía quitarse el monóculo de
aumento de su ojo derecho.
- Pena, lo he oído, ¿dónde está la
pena?
- Sale de los brillos de la piedra
que todavía no alcanza.
- Y piedra, lo he oído, ¿dónde hay
piedras?
- Salen de allí donde usted ponga el ojo.
- Mi ojo, tengo dos, ¿cualquiera
vale?
- Sí, pero tenga cuidado de no
mirarse en el espejo con uno de ellos al otro, no ponga un ojo en el otro.
- Otro, ¿eso qué es?
- Una piedra que brilla, ¡no me diga
que no merece la pena hacer un esfuerzo por ella!
- Pena, eso ya lo había oído y no me
termina de agradar; mejor, una obligación gustosa, si puede ser.
- Claro, por poder, sin problema. Y
dígame, ¿para cuánta gente le pongo? En kilogramos si puede ser…
No sería difícil decir cuántos
tratistas ni cuántas piedras entraron en sus intercambios porque cuando algo se
expande tan rápidamente lo queda de uno, sea piedra, mineral, humano o escaso
líquido de frenos, es poco más que eso, un indicador cuantitativo con tan poco
de cualitativo como grande sea la extension de su número, por otra parte,
fácilmente fijable. Otro asunto bien distinto, mucho más difícil, sería decir el
tiempo que duró esta obsesión compartida. Tal fue para el señor Joaquín Gustavo
Federico, que más anidado que nunca en su obsesión, no paraba de insistir en la
imposibilidad, mejor absurdo, de des-enamorarse cuando uno está enamorado. O lo
que viene siendo lo mismo, en el absurdo asociado a gestionar, ya uno mismo ya
un experto profesional, lo in-gestionable por sí solo tomado, es decir, lo que
de meramente individual tienen los sentimientos. Así que, como realmente lo
ultimo, y siempre en ese orden, que quería era dejar de tener vida, y eso no
era mucho más para él que dominar y sentirse agitado por sentimientos
contrapuestos, pudo permanecer un tiempo así, a saber cuánto, antes de
instalarse en la locura, y de allí, pasando por un centro municipal de agitación
psíquica, al cambio cambiante, a generar un mundo de comprensión realmente
alternativo. Aun entonces, la obsesión, algo de ella, permaneció pero muy
tornada.
Se conservó poco más que aquello que
permitía que hubiera a la vez piedras y humanos bien diferenciados, si bien
ahora las piedras tenían algo de humano, y los humanos conservaban bastante de
piedras. Todavía había piedras por doquier pero ahora hablaban. Hablaban entre
sí y con otros y así autoregulaban sus vidas.
Incluso Fede, que a esas alturas ya
había perdido el título de señor y todo el resto nominal con él, como buen
generador no-único del asunto, se veía, pensaba y sentía, vamos, que era, una
piedra más, con sus costumbres y hábitos. Ellas, pues estaba muy incluído en
que hablasen, se nombraban. Tenían nombres pero cambiaban cada cierto tiempo.
Hoy “Trebor”, manana “Amadeo”, pasado “Sigmund”, tal vez al otro “Desconocido
de ahí Enfrente”. Por lo demás, las piedras hacían cosas muy de piedras, vida
contemplativa que no dejaba de lado la actividad. Y es que el recibir la luz
del sol en una ladera cada mañana mientras se atiende en grupo a cuáles son los
mejores medios para, por ejemplo, asentar y reafirmar el firme del suelo en el
cual se está asentado como piedra, supone, al menos, cuatro acciones
diferentes, recibir-atender-asentar-reafirmar, que se relacionan la mar de bien
con la paráfrasis verbal “resistir-y-debilitar siendo”. Sí, el mundo de las
piedras solía tender a la alegría y felicidad, pero eso no obstaba, como ya se
supondrá, para que también se ocupasen de asuntos más instrumentales, más
humanos. Por ejemplo, las piedras vivían en ciudades, compuestas únicamente de
hogares, calles, parques-huertos, colegios y bibliotecas. Las carreteras tenían
poca importancia para ellas porque solían ir andando a todas partes, eso sí,
muy despacio, casi a velocidad de placa tectónica. Imperceptible movimiento, y
por ello enorme velocidad relativa para cualquier humano, que hacía que las
pocas carreteras que había, tal y como ocurría con las demás edificaciones,
pudieran estar fabricadas de humanos triturados hasta formar una base viscosa
que se solidificaba al contacto con el aire. Había, pues, algunas cosas que
continuaban igual. Otras muchas no.
Por supuesto que las piedras,
siempre que podían, preferían tener vida a no tenerla. Pero sólo porque tener
tal cosa suponía un tipo de “entrar en contacto con” en el que el con-tacto, el
toque que requiere necesariamente de una exterioridad áspera y rugosa para
facilitar el movimiento posterior al tacto, hubiera ya antes movimiento o no,
licuaba la aparente hendidura distanciada y violentamente estática del “uno
frente a otro” para, sin reducir bordes ásperos de separación, des-re-absorber
en el medio intersticial ventoso los minerales enlazados en el “con”. Dicho de
otra manera: Las piedras sólo entraban en contacto, hablaban, bajo umbrales
pequenos en los que únicamente podían situarse varias de ellas si entraban de
lado. Sin olvidar que los umbrales eran también de piedra maciza pero blanda
que con el viento daba lugar a más piedras-polvo-alimento. Y aún de otra
manera: Nunca se entraba en contacto antes de comer básicamente porque no se
comía a cierta hora, sino que todo el día era comida, apetecible. Y todavía de
otra manera: Tener vida era dar-recibir vida. Vivir. Ventear. Las piedras
deseaban vivir porque siempre hacía viento. Y cuanto más fuerte mejor. Una
piedra despeinada era piedra como la que más.
Así
que comían, intercambiaban materia con el afuera que les constituía
materialmente sin que esto interrumpiera su pedrear. Tenían lugares muy
particulares donde llevar a cabo ese tipo de relaciones. Plazas-huertos. En
ellos, claro está, se reunían, pero no de cualquier manera como el que va a un
“Kebab” un miércoles tarde a saciar su apetito. Aquellos
eran lugares de exposición de sí al desgarro atmosférico del viento. El viento, en su ir y venir continuo
cuando ocurría, posibilitaba el intercambio material, mas no como agente sino
como elemento mediador-conector necesario. Enlazaba, porque era, tanto gritos
muy mudos como susurros desgarradores de auxilio y llamada. Sin olvidar, solo
lo hacía olvidando de verdad, que justamente por él, el pequeno y cercano grano
de arena que se incorporaba a una piedra venía de la erosión lejana de otra,
tan desconocida, eso daba igual, como valiente y receptiva permanecía la que
donaba al próximo y anunciador aullido in-inintencional del viento. Hasta dónde
llegar en esta supuesta indefinida cadena de conexiones recíprocas sería una
cuestión interesante para una piedra si, precisamente, no fuese piedra, si,
justamente, no hablase.
Porque
ellas, que por ello no tenían ídolos-dioses sino hermanos-sabios, gustaban y
acostumbraban a mirar al cielo, de noche o de día, tanto para mirar astros como
planetas. Estos últimos, “hermanos consejeros” los llamaban porque amaban
conversar con ellos, eran sus preferidos. Aunque no sus únicas referencias
comprensivas. En cuatro momentos del año las concentraciones eran masivas y se
atendía de una manera especial a la piedra-tierra. Entonces, algunas piedras,
habitualmente sulfuradas, se inmolaban por fricción en una danza coreografiada
para dejar que la tierra hablase. Es cierto que la mayoría de veces gemía de
dolor, al fin y al cabo la estaban abriendo en canal, pero aquello se entendía,
igual que el acto sacrificial de las piedras detonantes, como la exigencia de
resurrección, y que por tanto requiere muerte, de la vida erosionada, la vuelta
en el suelo de la vida plural de las piedras desgajadas del suelo.
En
los días buenos con muchas nubes distorsionadoras y productoras de eco, no sólo
las piedras concentradas escuchaban el canto sangrante de la tierra. También
podía llegar a algunos humanos que anduvieran cerca. Se mordían la lengua y así
por fin podían hablar. Se tornaban también piedras obsesas. En estos casos las
piedras recién llegadas eran tan diferentemente separadas y espontáneas en
grupo como cualquier otra piedra. Bailaban, preguntaban, reinventaban, se
esfumaban, observaban e incluso amaban. Y todo eso sin calzado, boca, cerebro,
reloj, ojos ni corazón. Lo que no hacía de ningún modo ninguna de ellas era
confundir una piedra, la consistencia de su pedrear, con una roca.
El
antepenúltimo día de abril Fede salió algo pronto del trabajo. No tenía muchas
ganas de ir a los juegos de primavera y marchó directamente a casa. Era su
“miércoles de soledad”. En el camino de vuelta se encontró un fantasma muy
colorido. Al principio creyó que era una sombra rara. Tal vez parte de la
sombra proyectada por el sol como cuerpo desde alguna otra estrella muy lejana.
Estupendo juego de luces y sombras que delataba que la luz que permite lo
visible require a la fuerza la opacidad de una piedra, es también sombra. Pero
al notar que aunque el sol se nublase la sombra continuaba absolutamente inalterada,
empezó a considerar que era otro asunto. Hablemos pues. Un ratito de
conversación fue suficiente para que Fede descubriese que “aquello” ahora ya sí
estaba muy lleno, que no era más que un espectro que había tenido, conservaba y
necesitaba una vida rica. Aunque quizá no muy divertida. Al llegar a casa,
junto a un paso a desvinel, las dos piedras se cogieron de la mano un instante
y enseguida se soltaron. Una de ellas lloró y parte de su rostró se oxidó. La
otra solamente sintió frío y, tras pensar si alejarse para permitir que el
viento secara la mejilla izquierda de Fede, se acercó un poco más y escupió a
la otra.
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