domingo, 11 de marzo de 2012

Capítulo sexto de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico

- ¿Te imaginas que no te pudiera responder a nada?
- Claro, no tendríamos de qué hablar.
- ¿Pero seguiríamos hablando?
            Con un filtro escamoso delante, una malla muy densa, cruzada y entrecruzada, opaca hasta para la luz, se refirió en su pregunta a la situación novedosa que intuían como niños. No es exactamente que ocurriera algo fuera, en la calle, que ellos percibieran, aún muy vagamente, y no supieran desde su primitiva ignorancia identificar. Tampoco, aunque algo más influía, tenía que ver que los niños llevasen toda la mañana memorizando tablas de multiplicar. Ocurría simplemente que lo que hacían ahí, memorizar tablas de multiplicar, dejó de ser acumular números en un cajón muy personal, y eso les permitió, y a ello estaban acostumbrados, hacer las mismas preguntas de todos los días sin provocar queja alguna entre ellos, sólo, muy de vez en cuando, quejas ningunas, ciertos momentos de calma demasiado poco tensa en los que la imaginación volaba en exceso.
Los que estaban alrededor, algo mayores, también agradecían que no desearan poseer aquellos números sin más. ¿Qué hacemos con ellos pues?, sería una buena pregunta si uno de ellos se hubiera planteado hacer algo distinto a aquello, y entonces todavía se refiriese, como de hecho haría, a los números como cositas a memorizar y utilizar a su antojo, pero todavía no supiera bien qué hacer con esas cositas que ya no fuera hacer algo con ellas que no tuviera que ver con memorizar números. No era el caso, los niños ya estaban acostumbrados a hacer malabares con las tablas de multiplicar. Jugueteaban con ellas, se las pasaban, las recorrían en oblicuo y en diferentes sentidos. Tablaos resonantes de multiplicar.
            Cayó una escama.
            - A ver... tres veces cinco es quince, ¿y si sumamos las tres cifras y las multiplicas por tres?
- Pues... uno más cinco más tres me da nueve que por tres... veintisiete.
- Vale, y veintisiete se compone de dos y siete que sumados dan nueve, ¿y si ahora relacionamos nueve con veintisiete?
- Bufff, no creo que el veintisiete quiera saber nada de lo que antes le componía. Al fin y al cabo hemos separado el veintisiete en dos y siete, hemos destrozado el número, y él parece que en ningún momento se resistió, ¿crees que les gustará ahora juntarse con eso que cuando era suyo no le daba mucha importancia y que ahora que dejó de serlo hizo que él mismo se descompusiera?
- Pues no sé, pero supongo que si ya tenemos un veintisiete compuesto, a este le dará igual juntarse con los restos de otro veintisiete, a no ser que..., bueno no sé nunca he entendido muy bien los conflictos individuales de los números.
            La escama era vieja y dejó lugar a otra que ya estaba preparada antes de que se fuera la primera. La nueva empujó a la vieja, en realidad, solamente porque la vieja ya había dado lugar.
            - ¿A no ser qué?
- A no ser que los relacionemos de otra manera. Si sumarlos da problemas, ¡pues multipliquemos!
- Claro, potenciemos los dos. Veintisiete veces nueve es lo mismo que nueve veces veintisiete, da igual qué número vaya delante o cuál detrás, en ambos casos hay una potenciación recíproca.
- Sí, da igual, porque el resultado es idéntico.
- El resultado es 243 – sentenció Arenoso, que había entrado en el cuarto hacía un rato.
            Una escama, una de las viejas, se hace vieja y entonces da paso a la nueva por el roce de algo fino, duro y constante, pongamos, por el roce de la arena.
            Arenoso era el nombre que habían puesto al desconocido encontrado en la playa. Le nombraron así no porque fuera escurridizo y fino. Ni siquiera porque lo hubieran encontrado en la playa y una vez en la casa, hambriento y desorientado, no se hubiera cuidado de evitar que todo se llenara de arena, sino porque, entre otras cosas, no sabían que su nombre era Trebor. Y sin embargo alguna de las otras cosas que ayudaron a nombrarlo sí referían a cierta propiedad de la arena que, como en él, no permitía que cualquier construcción se mantuviera mucho tiempo sin atención, ya fuera humedeciendo la arena para mantener o echando abajo para reconstruir.
Su particular memoria, o más bien la ausencia de ella, permitía esto y le unía de un modo especial a Sharon. Si bien, había profundas diferencias entre ellos.
            Los niños lo sabían, por eso no se extrañaron de la rápida respuesta de Arenoso y por eso mismo también dejaron que continuara hablando y dijera que el resultado, 243, siempre sería idéntico para esa operación y para ninguna otra, y que lo realmente curioso era que independientemente de ese resultado, de que particularmente fuese siempre y en ese sentido idéntico cada vez que se operase con esos números aplicados a la función multiplicación, sólo sería resultado y por lo tanto dejaría de serlo de inmediato, únicamente llegaría a ser esa otra cosa que ya no podría llamarse resultado, por la relación de potenciación de los dos números dependientes en una dependencia que les llevaba a los dos a algo que ya no era meramente lo que eran por separado, mediado o no por un tercero funcional, y a lo que sólo se podría llegar por participación plenificadora con el otro número.
- Ya... - contestó uno de los niños - ¿pero qué ocurre con la unidad? Porque no es muy justo decir que veinte veces uno y una vez veinte sean lo mismo. El uno se podría multiplicar muchas veces y potenciarse, sí, pero, ¿qué pasa con la inversa? El veinte se queda tal cual multiplicado por el uno, ¡no hay potenciación!, ¡la unidad rompe la relación recíproca de potenciación! - gritó como si acabase de descubrir algo enorme.
            Su propio amigo, más niño todavía, le miró sorprendido por la seguridad con que afirmaba tal estupidez. “¿Pero no acaba de escuchar a Arenoso?”, pensó y miró al adulto que ya no estaba en aquella conversación. Miraba por la ventana a Sam y Sharon, a sus gestos y los movimientos de sus manos.
            Arenoso no recordaba nada anterior a dos semanas, pero esa nada ya permitía que, al menos, sí hablara, trabajara con números, y conservara una cierta actitud, una tendencia natural a cierto tipo de cosas que sí y cierto tipo de cosas que no le resultaban placenteras según cómo ocurrieran, o dejaran de ocurrir, aquellas cosas con él. Por eso le pudieron extrañar los gestos de Sharon y Sam. Ambos levantaban mucho las manos todo el rato, muy por encima de los hombros. También, a tenor de lo mucho que bailaban los pliegues de sus labios, Arenoso pensó que estaban tratando de algún tema especialmente interesante. “A ver que se cuentan...” pensó y se levantó, dejando a los niños multiplicándose en su conversación, camino de la puerta de salida a la calle.
            De camino se detuvo y no llegó, alguien, antes de su llegada, había abierto ya la puerta de un empujón.
            Sharon se plantó junto a Arenoso. Quería ver, y ver algo, a Arenoso, su rostro. Así que, frente a él, miró sus rasgos y también sus perfiles durante un buen rato.
Un vistazo más o menos largo no habría variado apenas la respuesta de Arenoso, por ello cuando Sharon, ya con una buena y reciente fotografía del rostro de Arenoso, marchó de la casa tras preguntar atemorizada si Arenoso había estado alguna vez en la cárcel, él rompió aparentemente su pasividad y corrió y la siguió hasta fuera de la casa.
- Espera Arenoso tienes que ver esto – gritó Víctor agarrándole del brazo y mostrándole un periódico – mira...
            “Ocupación indefinida, más de dos millones de personas toman parques, colegios, centros de salud y otros organismos públicos en la capital del Estado Español...” decía la portada del periódico. Arenoso tras leerlo sonrió y antes incluso que su pensamiento pudiera estructurar una tela consciente que dijese “bien, ya era hora...” o “estupendo, ocupemos los lugares públicos que sólo pueden ser nuestros” o  “venga, vayamos allí y echemos una mano” o “claro, pero, ¿qué tipo de unidad es la que realmente puede romper una relación recíproca bidireccional asimétrica?”, se topó, ya en la segunda página del diario, con una editorial que pretendía explicar el asunto. Un texto largo, que leyó muy por encima, coronado por una gran foto acompañada de un pie de página que concluía “Fotografía de archivo de Trebor Deer Alswork, preso por cuya extraña desaparición comenzaron las protestas en Madrid”.
            Que fuese la falta de garantía de transparencia en el trato de los presos lo único sobre lo que aparentemente se protestaba en los papeles, no inquietó todavía en exceso a Arenoso. “Me cagüen la puta, soy yo”, es lo que dijo.

Sininminenciádese con mi
sangrantemente húmedo y medido vestigio tecnocrático del dispositivo de penetración primigenia
entre alienaciones lumínicas
entrentrentrentrentre
no luces que flotan
de nuevo
en un océano magmático primigenio
desenvuelvo el recinto enlazado que yo supongo como regalo para otros que no soy yo.

Cuando un astro
pongamos el sol
anaranjado
vizqueante
altivo para la luna
en la distancia móvil entre el horizonte y un nube
dibuja sonrisas
quizá solo una
pero hueca y asalariada
quizá también por la luna
mejor reponer constantemente los puntos hasta el final de la línea continua horizontal del horizonte
que contar
ciertamente por contar
solamente sin solución de continuidad
punto por punto sin el disimulo de una cortina de humo con aspecto de nube
ciertamente más aterciopelada y omnipropietaria
que socave la distancia entre el horizonte y la nube.

¿Puede haber una escama circular?
descentrada o no
vieja a ratos o nueva
¿esperamos reconocernos en los pedazos de piel caídos en los hombros de alguien?
¿y en sus tobillos hinchados?
¿y en los nuestros?
Si no pudiera viajar a la pata coja
si la interferencia sonora del ruido de un (en)tren(tre) no me emocionara
si la posible segunda venida de un Redentor no me revolviera de mi sitio
ya no estaría aquí
estaría
en cualquier caso estaría
y siempre absorto
y fulano o mengano
y siempre desdibujado por un compás que me pincha y fija al papel antes de perfilar
con pulcra exactitud decimal
la raya del ojo que me observa
y se deslumbra y se pregunta
por un sol todavía más esférico que la mayor simetría escamosa que uno pueda hallar tras rascarse en el punto donde convergen
con interés anticipado por sus trayectorias
dos líneas limbares parabólicas
con planos gravitacionales paralelos al substrato que los sostiene como manchas.
Una mancha roja en la redondez superficial del sol
en su piel.

- Me cagüen la puta, soy yo – repitió Arenoso.
Y todas la escamas envejecieron de golpe.

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