miércoles, 11 de mayo de 2011

Capítulo segundo de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Diaz Arroyo - "El Faro Crítico"

- Cuéntamelo de nuevo, por favor, cuéntame que ocurrió en aquel baño.

Colchón almohadillado y lleno de espuma
que duermes todo el día
y vives por la noche
con la persiana medio echada
y el ruido de los frenos de un choche que se han cansado de sujetar
el armazón niquelado que por sí sólo puede correr
en trayectorias ascendentes que tienden al accidente inmediato
o mediado por alambres
fibra metálica que enerva mi caparazón
muelles
sostén resonante que finge conversaciones
y goma de mascar
por favor: usar y tirar.

Desafío un volantazo que
manifiestamente
me saca de un camino
lleno de baldosas resbaladizas
que se acaban de pulir y encerar
y están marcadas con tinta indeleble
que perpetuamente prescribirá
una caída rápida hacia el centro
con la gracia de la gravedad
como aliado ocasional
que nunca falla.

Dime colchón
¿por qué dejaste escapar ese pequeño muelle?
Se alza
ondulante y refinado
dispuesto a amortiguar mi puesta en escena.
Sin el menor interés en ti
en saber si el tacto del metal me agrada
o me frustra
sin saber si soy adicto
aun sin conocerte
a tus maneras espirales
quiero descansar sobre ti
y pincharme una y otra vez
mientras reboto y choco contra la pared.

El ladrillo se torna precioso.
La pared se afila
y sangra el tercer ojo
llora también
no puede dejar de insuflar energía a mi rostro.
Ya no tengo cabida en este habitáculo plano
ya no está tu confort
tu pereza y propaganda.
Me voy
ya estoy
cuando un segundo noctámbulo te despierte
a las tres o más tarde
no pienses en mi rencor.
Ahí te quedas colchón.

- ¡Bendita memoria la tuya, Trebor! Así que finalmente lo entendiste, pero dime, ¿cómo volviste a caer, qué ocurrió cuando te capturaron?
Desde un agujerito, en una diminuta rendija a la que sólo yo podía asomarme, observé lo que había: una sala de interrogatorio. Fui yo mismo el primero en cuestionar algo en ese lugar, tal vez el único que lo hiciera. En todo lo demás no había sino respuestas ya dadas de antemano que no necesitaban de interrogación alguna. Sólo gritos, violencia, pero no ruido. La evidencia que resulta evidente ya antes del supuesto cuestionamiento evidenciador sólo puede hacerse partícipe violentamente. Alguien llamó a la puerta. Tres personas entraron en la sala.
- Trebor Rodríguez Guzmán, se encuentra en el Juzgado Rápido nº XXVIII del Tribunal Mayor de Ciudad Sony de Madrid- dijo inmediatamente una de las figuras.
Asentí como si aquella información fuese trivial. Ajeno a toda sorpresa y sin poder dejar de sonreír, eché un vistazo a las tres personas que se habían sentado frente mí. Las tres con el pelo corto, las tres con traje gris y corbata, las tres mujeres.
- ¡Señor Alsborg! - gritó de nuevo- ¿está usted escuchando?, no sé si se imagina lo grave de su situación, ha quebrantado usted algunas reglas fundamentales de nuestra Corporación.Las penas a las que se enfrenta son importantísimas.
La sonrisa que acariciaba mi rostro se esfumó, flotó unos segundos en el aire, dubitativa, para finalmente concentrarse y humedecer mi frente, todo el rostro. Durante unos segundos mastiqué una respuesta, dejando que se formara sin prisas, que tomara cuerpo poco a poco.
- ¿Se refiere a lo del saxofón? – dije mientras sacudía la cabeza.
La fiscal cambió radicalmente el semblante, frunció el ceño y abrió los ojos de par en par.
- ¿No le parece suficiente señor Rodríguez? No es este el momento de poner en tela de juicio nuestras leyes, no es la función de este tribunal. Usted nació en esta Corporación, se crió en ella y decidió firmar voluntariamente, una vez cumplida la mayoría de edad, el contrato de ciudadanía. Ha sido usted el que ha decidido unilateralmente romperlo, y eso está penado de acuerdo a lo que usted mismo aceptó.
- Claro, nuestras leyes... y dígame, si este no es el lugar indicado para cuestionarlas, ¿cuál será?, ¿qué huecos, qué resquicios, dejan esas leyes para que se de una evaluación crítica de ellas mismas?
Definitivamente el rostro del fiscal tembló. La mujer de la derecha, que todavía no había hablado, tosió y no permitió que la fiscal me respondiera. Tomó la palabra con un tono más calmado y conciliador.
- En cualquier caso señor Rodríguez, usted todavía es acusado, sus cargos están por demostrar. Soy Carmen Jiménez, su defensor jurídico de oficio y le puedo garantizar que esta Corporación le dará un juicio con la máxima neutralidad. Tengo que informarle que los principales cargos que la fiscalía presenta contra usted son los de robo, posesión y uso de un instrumento de distracción del tipo B-12, ausencia injustificada de su deber de trabajo diario, actividades tipificadas como delito en la leyes 17BZX/2019, 1253HE/5 y 284-LR, y uso ilícito de su derecho de uso del espacio público. Dígame señor Rodríguez, ¿cómo se declara usted?
Guardé silencio. Mi pensar rebasaba aquel formalismo judicial. Había muchas cosas que decir, demasiadas, y ninguna útil en mi defensa. De hecho tantas y tan diferentes que, lejos de convertirse en un caos inexpresable, se ordenaron y convergieron hacia algo tan frágil que sacudió a las tres mujeres.
- Simplemente... quería tocar con mis amigos – y no dije nada más.
La sencilla frase voló por la sala, llenó hasta el hueco más insignificante, y permitió revelar el auténtico ser del trío: figuras de piedra, inmóviles pero sin vida. Lo único a lo que pudieron echar mano fue a su guión. El acusado se declara culpable, dijeron las dos mujeres a la vez y, como un resorte automático, la que todavía no había hablado decidió violar también la palabra.
- Yo soy la inspectora mental asignada a este caso, mi función es la de fijar el origen de su desviación para determinar la naturaleza de la pena, si usted necesita mera reclusión o más bien reclusión con re-direccionamiento psíquico. Veo en su historial de ciudadanía que en los últimos meses ha faltado bastante a sus citas en la cabina de análisis, ¿me podría decir exactamente a qué se debe?
No hubo respuesta. La inspectora mental continuó.
- Señor Rodríguez, está en juego la cuantía de su pena, así que le recomiendo que responda a mis preguntas. La última imagen identitaria que conservamos de su inconsciente nos decía algo sobre su familia. Era un animal, exactamente un caballo, así que dígame, al escuchar la palabra “caballo”, ¿qué es lo primero, sea lo que sea, que se le pasa por la mente?
Dientes... pensé y miré a la inspectora con los ojos muy abiertos y brillantes, como presagiando un momento de lucidez que tardaría tiempo en repetirse.
- Estáis ahí sentadas en sillas de oro, en asientos de auto-convencimiento. Miradlos, rasgad tan sólo un poco vuestros altares para que de verdad reluzcan. Y entonces, por una vez, probad el tacto de la verdad, su frágil superficie, el exaltador sabor del amor. Vivid, por favor, y vivid bien. Olvidaos de pestes, virus y catástrofes, ellas no os persiguen, ¿por qué no podéis vosotros dejar de arrinconarlas? Estirad vuestros cuerpos, explorad hasta la última pulgada de su ser, sentíos vivos y entonces, tal vez, vuestro espíritu os siga. ¿Cómo pretendéis ser inmortales si nunca habéis muerto? Bebed de las cristalinas aguas del manantial de la eterna juventud y, tened por seguro, que sucumbiréis ante vuestros dioses. Bebed de las aguas de la vida y el sagrado elixir de los dioses vendrá a la tierra.
Las tres mujeres se miraron entre sí sin dar crédito a lo que escuchaban. La inspectora mental comenzó a tomar notas. Apuntó algo, una palabra no muy larga, y la subrayó una y otra vez. No tardó mucho en interrumpirme.
- Señor Rodríguez me temo que su caso es mucho más grave de lo que imaginé. Su desviación está sin duda muy arraigada. Tendencias mesiánicas y destructivas, por no hablar de la ausencia absoluta de culpa y arrepentimiento por las faltas cometidas. Me temo que voy a recomendar su apartamiento total de nuestra sociedad y el más severo re-direccionamiento psíquico.
Las tres figuras se levantaron y salieron de la sala por la misma puerta que las había permitido entrar. En poco más de un minuto ya estaban de vuelta.
La fiscal tomó la palabra y comenzó a leer un documento escrito a máquina.
- Trebor Rodríguez Guzmán, el Juzgado Rápido nº XXVIII del Tribunal Mayor de Ciudad Sony de Madrid le declara culpable de los cargos de robo, posesión y uso de un instrumento de distracción, de ausencia injustificada de su deber de trabajo diario, y de violación de su derecho a reunión pública en un espacio permitido para ello. Se le condena a aislamiento indefinido en el Centro de re-direccionamiento psíquico de Rivas ciudad del Sol. Será trasladado allí de inmediato.
Sin tiempo a respuesta alguna, cuatro guardias entraron en la sala y me llevaron a un helicóptero que esperaba fuera, ya con las hélices en movimiento y con otros tantos policías en su interior.
En poco más de media hora ya me encontraba en mi celda. Allí, ya sin cadenas ni esposas, me quedé solo en la oscuridad, en silencio, anclado en la penumbra más fría con la única compañía del recuerdo del gran caballo y del relucir de sus dientes.
Recordé a Sigmund, Parker y Amadeo, dónde estarían, ¿habrían sido capturados también?, ¿les volvería a ver? Una voz atronadora interrumpió mis pensamientos. Las paredes comenzaron a hablar. Trebor Rodríguez, se encuentra en la prisión de máxima seguridad de Rivas.
Tras la voz, las paredes se iluminaron y mostraron su auténtico rostro. Los muros, que hasta el momento se habían mantenido grises y oscuros, cambiaron, se tornaron gigantescas pantallas en las que las palabras pronunciadas aparecían en enormes letras rojas que saltaban vertiginosamente de un muro a otro. Aquí y allá, de pantalla en pantalla, corriendo de izquierda a derecha y luego al frente, y luego detrás para volver a la izquierda y dejar paso a otras palabras que seguían muy de cerca a la voz. Ha sido condenado a reclusión perpetua. Su celda es la 587/B. En ella pasará 10 horas al día, el tiempo restante se distribuirá del siguiente modo: 12 horas en la cabina de re-direccionamiento psíquico, 50 minutos de paseo en el patio interior, 20 minutos de desayuno, 25 minutos comida y 25 minutos para la cena.
Por unos segundos el silencio y la oscuridad volvieron a la habitación. Tras el huracán multimedia las paredes recuperaron su tono gris y apagado. Otra voz anunció la hora de la comida.
- Hora de comer, tiene 25 minutos - y la puerta de la celda se abrió permitiendo el paso de dos guardias que me sacaron de la celda y me llevaron hasta el comedor.
El único sonido que se escuchaba era el rasgar de los cubiertos contra el fondo de los platos metálicos.
Los guardias me llevaron a una silla vacía, dejándome a solas con un plato lleno de una pasta blanca y amorfa. Sin pasar ni un momento probé la comida, contemplando la posibilidad de escupirla si el sabor no me agradaba. Sorprendido por el buen sabor me dirigí al hombre que tenía justo al lado.
- Bien, al menos está rico.
El hombre ni se inmutó e insistí mirando ahora a la cara de su compañero de mesa.
- Disculpa soy nuevo, me debería haber presentado primero, mi nombre es Trebor.
- Además de nuevo eres estúpido – me respondió sin tan siquiera mirarme a la cara.
- Disculpa a 365-G, pero ya sabes que tenemos poco tiempo para comer y no aguanta dejarse algo en el plato. Yo sin embargo hoy no tengo demasiado hambre. ¿Cuál es tu nombre? – comentó despreocupadamente el preso que se sentaba frente a nosotros.
- Trebor.
- Cómo se nota que llevas aquí poco tiempo. Aquí todos nos llamamos por el número de nuestra celda. El simpático con el que ya has tenido la suerte de charlar es 365-G, el que está tu lado es 196-D, y así.
- No lo sabía. Bueno pues mi número es el 874-VC, o algo así.
- Pues más vale que te lo aprendas bien, aquí no nos gusta llamar a la gente por su nombre de la calle, bueno, a no ser que tengas un buen apodo. Mira, por ejemplo, ese de ahí en frente es “el asesino de la gorra”, y todos le llamamos gorras.
- ¿El asesino de la gorra?
- Claro, seguro que te suena, asesinó a 15 personas en poco más de dos años, seguro que has oído hablar de él en alguna ocasión. Dejaba junto a sus víctimas una gorra roja, esa era su firma.
Aterrado por la sonrisa que vestía en todo momento el rostro de mi compañero de mesa, asentí sin dejar de mirar sus ojos verdes pistacho. Sin lugar a dudas disfrutaba relatando las hazañas criminales ajenas, creando un ranking en función del número o la crueldad con que cayeron las víctimas. Enseguida continuó hablando.
- Mira, y a aquel grandullón, al “violador del ascensor”, le llamamos el ascensorista. Creo que violó a más de treinta personas, le daban igual hombres que mujeres. Bueno chico perdona que yo no me haya presentado, soy 1287-K y era terrorista, me encargué de más de diez atentados mortales antes de que me pillaran. Pero dime, tú que hiciste, ¿a cuántos te cargaste?
- Yo... – por un momento dudé, pensé en mentir, anunciar que había eliminado a cientos o miles de personas con mis propias manos, contar que era el mayor asesino del mundo y que merecía estar allí más que ningún otro de los presentes, pero no pude, miré de nuevo la masa blanquecina que llenaba mi plato y terminé la frase rápidamente esperando que parte de la información se perdiera por el camino-...yo robé un saxofón y me pillaron tocándolo.
- ¿Un saxofón? – respondió 1287-K elevando alarmado el tono de sus palabras.
El preso miró a un lado y a otro buscando miradas cómplices de desaprobación y ante su ausencia decidió invocarlas alzando él mismo la voz, poniéndose de pie y gritando a toda la sala sin ningún reparo. Eres basura muchacho, ¡un puto desviado! los inútiles como tú están destrozando a esta Corporación, maldito vago de mierda, ¡escoria!, ¡eso es lo que eres!
El resto de presos alzaron la cabeza guiados por aquel sádico director de orquesta y se unieron a los insultos. En unos segundos el coro aumentó de violencia. Unos me zarandeaban, me empujaban de un lado a otro. Otros, sin embargo, me agarraban, tiraban de mis ropas para dejarme desnudo y humillarme ante todos los presentes. Yo me dejaba llevar, mera vela en la tempestad, aun a riesgo de romperme en mil pedazos.

No tardé mucho en caer al suelo, ya desquebrajado, inconsciente y harto de encajar las patadas y golpes de asesinos, violadores, fiscales, jueces...
Después solo recuerdo un pitido terrible que marcó la entrada en el comedor de decenas de policías. Algunos me alzaron y llevaron a la enfermería.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

tienen relación los dos textos entre si??? tendré que leerlos otra vez!
Mmmm quizá me tire a la piscina, pero el primero tiene algo de autobiográfico... no sé si será la falta de alcohol o del exceso de lectura de incoherencias (de examenes, me refiero) lo que hacen que interprete cosas que a lo mejor no tienen nada que ver. No me lo tengas en cuenta

Anónimo dijo...

por cierto, como estoy en mi mundo de fantasía e ilusión corrector, que sepas que anonimo soy yo, u sea se Noé

Anónimo dijo...

Una pena que trevor haya sido encarcelado de por vida, me hubiese gustado saber mas de su faceta clandestina cuando estaba en libertad. Esperare a nuevos capitulos para ver su periplo en prision, ¿o acaso saltaras a algun otro lugar sin relacion aparente? No me fio de ti, siempre sospecho que estas tramando romper la linealidad del relato.
Este capitulo me ha parecido mas transparente. Me recuerda bastante como no a 1984. Es curioso que haya coincidido esta publicacion con la movilizacion (¿o quiza inmovilizacion?) de la puerta del Sol. Que pena no haber podido meterme de lleno en ese movimiento que no me representa pero con el que me hubiese encantado debatir.
La primera parte del relato me hace recuerdar por un momento que ya no viaje en autobus, es una de esas pequeñas piezas literarias que hay que poder leer tranquilamente y con tiempo de sobra, y no en la pantalla de un ordenador...

Isaac