Elvira Bobo - El Faro Crítico
¿Que si se puede
hacer poesía después de Auschwitz? Algo así preguntaba sinceramente Adorno,
respondiendo que tal cosa sería una barbarie... Pues quizá no se puede hacer
poesía, se debe. Quizá hemos de discutir si la barbarie sería no hacerla.
porque quizá sea la única manera de decir algo, de afirmar, de seguir vivos
después de aquel horror.
Desde
luego que no es cuestión de hacer poesía bucólica y pastoril. Es cuestión de
que, quizá también, sea el único modo del lenguaje que pueda hacerse cargo del
grito mudo que necesitamos proferir justo antes de pensar otros mundos posibles.
Sin
duda lo peor de Auswitzch es que ha sucedido. Que ocurrió esa condensación
extrema del mal. Pero una vez que ha pasado, creemos que nada puede ser peor.
Que tenemos la suerte de no ser conducidos otra vez a los campos de la muerte
en aquellos trenes. Tenemos esa suerte y no nos han tatuado un numerito en el
brazo como membrete de la infamia.
Pero
es que la destrucción organizada, la industria del terror, aquella pulcra y
elegante conferencia de Wannsee de 1942, se repite. La banalización del mal que
diagnosticaba, certera, Hannah Arendt, sigue sucediendo hoy. Las formas en que
el mal se cuela en nuestras vidas son igualmente frías y calculadas y las
centenas de miles de muertos vagan hoy por las calles con la apariencia de los
zombies. Quizá no pasan hambre, incluso estén sobrealimentados, hasta obesos.
No están incomunicados de los suyos, tienen decenas de redes sociales, apps y
demás métodos de pseudocomunicación. No están condenados a trabajos forzados y
tienen la suerte de tener un trabajo de 8 a 8 en Andersen Consulting
-o como dios quiera que se llame ahora- e intercambian tarjetas de visita
esmeriladas en reuniones encorbatadas como en American Pshyco.
Puede
ser que esté de más la comparación con los campos de exterminio. Al fin y al
cabo, en el ranking de dolor, Auschwitz gana por goleada, porque en la foto,
los ciudadanos del primer mundo no aparecemos con pijamas de rayas, ni con el
torso atravesado de costillas salientes -dantescos códigos de barras-. Ni
apilados en montañas de cadáveres. Pero en esa foto de familia de la rolliza
aldea global, con demasiada frecuencia aparecen sombras, espectros, sonámbulos.
Personas pseudovivientes que ni siquiera saben cuál es su dolor.
Es
verdad que de Auschwitz no se podía salir con vida. Pero del líquido amniótico
tóxico en el que nos encontramos, tampoco se puede salir, ni se puede vivir.
Nuestro compañero Rafael respondía el otro día a la canción de las políticas
inclusivas que nos bendicen: son tan benévolamente inclusivas, que uno no se
puede excluir... Pues bien, aparentemente libres, aparentemente ricos,
aparentemente sostenibles, aparentemente amparados por las leyes. Y, sin
embargo, la sensación de muerte se cuela sorda, como la peste, invisible. En
forma de hastío, de miedo, de máscaras.
Y
como en el top
ten del dolor, decíamos, gana Auschwitz por goleada, como no se puede
imaginar nada más terrible, corremos el riesgo de pensar que nuestro mundo no
es tan malo. Y el show
de Truman se emite diariamente para recordarnos que de nuestras
"little boxes" higiénicas, de nuestros dúplex y adosados no hay que
querer huir, para que olvidemos que nuestras "cámaras de gas" no nos
fumigan de golpe, sino que van soltando el tóxico lentamente. Los efluvios no
matan inmediatamente. Pero cuando llega la muerte, cuando un espejo nos
devuelve la imagen del zombie, del sonámbulo desorientado e inconsciente,
podemos descubrir que nos estaban envenenando. Y si los alemanes biempensantes
y cómplices veían aquel peculiar humo salir de las chimeneas de los hornos
crematorios y notaban un hedor extraño y mareante, nosotros también sentimos un
aire irrespirable, una opresión sorda, una dolencia insidiosa pero inespecífica
a la que no logramos poner nombre. Así que preferimos, como ellos, ignorarla.
Ponernos de perfil, olvidar su pertinaz permanencia.
Por
eso, el lenguaje, nosotros, hemos de retorcernos para poner en palabras, para
decir "Auschwitz" con horror. La poesía debe gritar el horror de
aquellos lugares. Y nosotros hemos de usar esa poesía para que se haga cargo
del dolor de aquellos barracones. Y también, ahora, del nuestro. Porque el mal
que se condensaba en aquellos lugares (no se me rasguen las vestiduras) no es
tan diferente. El radical desprecio por la vida, por el otro, que llevó a aquel
exterminio concentrado y monstruoso no está tan lejos del nuestro. La
racionalidad de Auschwitz, que la tiene, no nos es ¿aún? ajena.
Ahí
está el peligro de Auschwitz en todo su esplendor. Fue tan horrible, que a su
lado todas las demás formas del mal palidecen. Así que, por un perverso
mecanismo, nos convertimos en seres más o menos agradecidos porque aquellos
campos de exterminio ya no son para nosotros, ni en calidad de víctimas, ni en
calidad de verdugos. Por eso se convierten los viejos barracones en un parque
temático, como todos sabemos; para poderlo consumir con la naturalidad con la
que consumimos un escaparate de Nike. Y así creemos haber exorcizado el
holocausto. Necesitábamos hacerlo.
Pero
ese proceso tiene un peliagudo revés. ¿Sin querer? lo alejamos, lo recluimos en
los anales de un horror que no nos pertenece y, si nos hacemos cargo de él, lo
hacemos con las gafas de mirar al pasado, a una historia superada. Y aunque es
verdad que a Arendt se le helaba la sangre cuando encontró en los criminales
nazis unos tipos medianamente normales, y hasta "presentables", sin
cuernos, ni tridentes, necesitamos pensar que algo les separa, que algo les
diferencia esencial y radicalmente de nosotros. La sociedad, hemos dicho mil
veces, aleja el dolor y la muerte, los evacua de inmediato para negarlos. Y cuando
no se pueden negar, se cubren de una pátina consumible. A saber: el dolor
cotidiano se coloca en las secciones de sucesos de nuestros informativos,
perfectamente aisladitos de los acontecimientos de la sociedad, en un apartado
que no contagie nuestra realidad para que sigamos confortablemente pensando que
estamos seguros, que podemos seguir en paz con nuestra cerveza en una mano y la
hipoteca recién firmada en la otra. Y así el mal extremo pertenece a los otros,
lo ejecutan los otros y lo padecen también los otros. Pero en nuestras vidas
cotidianas, en nuestros acolchados mundos, volvemos a escuchar que vivimos en
el mejor de los mundos posibles y, para regocijo y tranquilidad general, no
somos ni la mitad de malos que los nazis.
Nos
ofrecen estadísticas impecables de power point para que no rechistemos.
Finalmente son "hechos", "datos" irrevocables: somos más
ricos que ayer, hasta los pobres son más ricos que ayer. Hay menos dolor, nos
cuentan en Ávila, porque sacan la báscula de calcular el dolor y les sale un
"arrojante" total con menos ceros. ¡Yupi! Así que no se quejen, o
mejor, ni lo piensen. Pero si podría ser peor..., ¿no lo recuerdan? Y como la
trampa del pensar está preciosamente construida (¿quién no va a firmar que nada
hay peor que aquel genocidio? ¿O es usted un insensible?) Pues eso, lo dicho,
disfruten de sus derechos (humanos y de los otros), de sus parlamentos (pero no
se acerquen a ellos que sacamos a los geos), de sus centros comerciales y de
sus televisores de plasma. Y disfruten también, y aquí está la gracia que más
terroríficamente nos concierne, de sus pesados juicios, de sus intolerancias
cotidianas, de sus faltas de amor, de sus agresividades punzantes, de sus
pequeños terrorismos de alcoba y mesa camilla porque sus chimeneas del pensar y
del vivir llevan años sin deshollinar, pero...peccata minuta al lado de las
cámaras de gas. ¿Cierto? Mmmm...
Y
su democracia es buena, créanlo...¿o es que acaso prefieren la dictadura? Y
claro, el fantasma de Franco -&Cia- está ahí disponible para sacarlo a
pasear para asustar a los niños que somos, eficaz como el coco. Bienvenidos al
síndrome de Estocolmo.
Pero
ocurre que no hay mal común sin mal individual y viceversa. En el curso de
Ávila se nos ha proporcionado estos días inventarios de las posibles formas de
relación con el otro. De lo necesaria e insoportable que resulta la mirada del
otro, la irremediable soledad de nuestro cógito y de nuestra piel, la imposible
apropiación total de ese que me mira y lo insoportable de su grito callado. Nos
cuentan cómo Camus pintó al extranjero, cínico absoluto por ser poco cómplice
del silencio orquestado. El extranjero se escapa, escurridizo. No se compromete
con nada ni con nadie. Es el más terroríficamente lúcido, inhumano.
¿Y
qué nos queda? Se preguntaba Chema, quizá todos. Porque los repertorios del mal
parecen infinitos. Y lo siguen siendo porque hasta cuando pensamos el mal, o el
dolor, pintamos a la perfección sus líneas de fuerza, sus estrategias, sus
personajes...y otra vez los alejamos. No exploramos nuestras cuotas de dolor
porque las depositamos en los otros. Si algo sobra son chivos expiatorios. Y,
por si fuera poco, somos incapaces de unir nuestras fuerzas y construir para
nosotros una racionalidad que nos aleje, mínimamente, de esa complicidad mortal.
Los
inventarios del mal están correctísimamente trazados desde su lógica interna,
desde la dialéctica más perversa, desde el modo del juicio diagnóstico que
renueva la lucha verdadero/falso, yo/el otro, como nos recordaba el miércoles
Rafael. Suena a perogrullo, o quizá a sermón de la montaña, pero el olvido del
ser que diagnosticaba Heidegger, es un olvido de consecuencias crueles. El
dolor de los campos de concentración está siendo perpetuado incluso desde la
filosofía. Porque hoy también tenemos víctimas a las que mirar a los ojos y no
lo soportamos porque están demasiado cercanas. Con una mano describimos los
repertorios del dolor, los dispositivos de su exorcismo en la tragedia ática,
sus causas, sus agentes, las historias de los indios cristianizados, y con la
otra se aparta al otro -que está vivo a nuestro lado- pero que, maldito, no se
ha dejado deglutir. Ni cesamos en nuestro deseo caníbal de hacerlo.
Pero
podría ser peor. Y nos vamos a dormir tranquilos: Auswitzch (y otros miles de
lugares del dolor petrificado) nos escandaliza y además nos proporciona el
personaje conceptual del mal en estado puro. Está acotado. Narra a la
perfección el peor de los escenarios de relación con el otro. Y cuando acabamos
de decirlo, de diagnosticarlo, de diseccionar la infamia, olvidamos que no podemos
mirarnos al espejo. Olvidamos que desde nuestra atalaya de cabezas pensantes,
con frecuencia ni nos hacemos cargo del dolor del otro ni generamos nuevos
modos que lo hagan imposible. Y es que somos lúcidos, a veces hasta brillantes
en nuestro razonar pero cobardes, complacientes y arrogantes, recién duchados y
oliendo a Nenuco, rara vez nos atrevemos a mirar en nuestras alcantarillas, en
nuestras víctimas.
Pero,
es verdad, todavía no estamos muertos. Todavía podemos intentar huir, pensar, vivir.
Reconocer el síndrome de Estocolmo y hacerlo saltar en pedazos. Acallar el
discurso de los que oprimen sutilmente, silenciando con sus armas políticas,
filosóficas y vitales cualquier otra posibilidad de aire respirable y
susceptible de ser compartido. Todavía podemos hacer poesía con el agua al
cuello para poder bailar, ligeros, aunque sólo sea una vez más, el vals de las
flores, el de las olas o el de las mariposas. ¿No?