miércoles, 21 de enero de 2015

Capítulo vigésimo de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico

I
A Rodrigo, que estaba, pero no hablaba, en casa, y hablaba, pero no estaba, en la calle, se le planteó que el único modo de sacar la basura de su hogar era cambiarse de casa de vez en cuando. La calle, las palabras, la casa y el estar. También Rodrigo, que no podía dejar de sostener el entramado imaginativo, a pesar de ya barruntar que el paso a un nuevo hogar pasaba por aprender nuevos modos de cultivar la planta de la menta, circulaba entre debilísimas marismas contrapuestas. “A esta alturas de otoño ya no quedan hojas, sólo unos pocos tallos y las raíces que no se ven…”, se decía sin enunciar Rodrigo, pero como el batido de vainilla con una pizca de menta era su preferido y no quería para nada cambiar de sabor continuaba con el automatismo que le conducía a rebuscar alternativas para la conservación de la preciada hierba. “Congelada, seca, o…” e inmediatamente el ruidillo del microondas colaboraba en la desanimada conversación “…en aceite esencial…”. Un pitido avisaba entonces del final del ruido de fondo y por fin la boca se abría (daba igual, seguía sin haber palabras), estuviese ya el almuerzo caliente o no.
Al menos Rodrigo tenía bien claras algunas cosas. El nuevo idiolecto a aprender, el nuevo modo de cultivar, pensaría ante todo en y con los codos. Insensibles y con grietas, perfectos para rascarse los ojos y comprobar si aquello que se veía era cierto o no, geniales para quitarse el pesado sudor de la frente. Un idioma, en definitiva, que sólo podía ser escrito si ya se leía con otros en la escritura, eso sí, independientemente de que uno escribiera con la mano, con los pies o con los codos mismos.
Rodrigo, que pretendía evitar ante todo quemarse en la punta de los dedos (el que más le importaba era el dedo "corazón"), tomó definitivamente el plato con los codos. No estaba demasiado caliente pero sopló un par de veces. A esa distancia la comida, un poco de arroz con puerros y pollo, empezaba a parecer casi cualquier cosa. Con tanta cercanía la vista fallaba. Y por ahí había que empezar. Si bien el hecho de que la pérdida de la hegemonía visual que exigía esa distancia no permitiera distinguir el puerro del pedazo de pollo era muy diferente a tratar de deshegemonizar la visión como apertura, uso y redistribución del resto de sentidos, cada uno con sus diferenciaciones propias. "No, puré, no..." se repitió y dejó el plato sobre la mesita de la cocina. Finalmente llevado por el hambre tomó cubiertos en mano y empezó a comer. Aunque, eso sí, mientras tanto, continuó practicando el nuevo idioma. Gimnasia para los ojos.
De todos los trazados que sus ojos recorrieron (cruz, gran X, una espiral y un cuadrado) mientras comía, el único que no pudo recorrer porque ya estaba en ello, es decir, el único trazado que no recorrió en aquella ocasión porque exclusivamente lo podía recorrer él solo (sus ojos como "parte" de él, su cuerpo) y ya lo estaba recorriendo hiciera el trazado que hiciera (pues el círculo y el punto se confundían mutuamente en círculo-punto impensable/absurdo en cuanto se trataba, a la vez, del círculo máximamente pequeño (mínimamente grande) y del punto máximamente grande (mínimamente pequeño), componible entonces al absurdo con cualquier figura "extensa"), era el círculo. "Donde van los ojos, va el cuerpo...", se dijo y continuó abriendo ventanas-de su cuerpo. Al menos con el tiempo que eso requería para alguien poco acostumbrado, y desde luego Rodrigo no lo estaba mucho, el resto de tareas parecían demasiado ligeras. Sobre todo las que tenían que ver con la gestión de los antiguos lenguajes de otros. Por ponerse algún ejemplo de lo difícil que era deshacerse de ellos ante la enorme extrañeza que suponía todo aquello para él, tomó un folio en blanco y comenzó a hacer balance de ingresos y gastos. Mes a mes, con los cuatro últimos, no tardó demasiado en concluir que necesitaba ingresos extras para llevar a cabo la mudanza.
La carta de Juana estaba también sobre la mesa, cerca del folio lleno de números enormes y tachones que terminó arrojando con desgana. Un papel junto a otro. No se rechazaban en absoluto, pero Juana y Rodrigo sí. Hacía tiempo que no se veían ni se sabían, desde su despedida en la calle Donoso. Y ahora, por qué no pues había recordado su libertad con la carta cerrada de Juana, podía volver a saber de ella sin demasiada pena. Saber, querer, pensar, desear de o sobre Juana, no era algo que motivara a Rodrigo a abrir la carta, pero tal vez sí aquello le podría entretener lo suficiente para alejarse del problema de la financiación y, tras ese entretén, poder volver a él con alguna nueva solución que permitiera la mudanza. "Querido mío, dentro de poco moriré, mi proteonoma no da para más, nada que hacer..." era la primera línea que Rodrigo leyó en el escueto texto de la carta, y lo siguiente que venía dejaba bien a las claras que la unificación de los problemas y las soluciones de Rodrigo pasaba por allí. Su amiga, en principio ya difunta, legaba su vivienda de Donoso a Rodrigo. Aunque el hecho de que los problemas y las soluciones se unificaran no los eliminaba, sólo hacía que de un golpe, en la misma raíz visible y de nuevo circular, residieran ambos. El círculo hacía tres recorridos distintos aunque siempre pasara por un mismo punto monetario: pedir un préstamo bancario para, con ese dinero, atracar un banco y así, finalmente, obtener fondos para la mudanza a la casa de Juana.
Sin demasiada preparación, poco más que lavarse la cara y los dientes, Rodrigo se dirigió a la corporación nacional bancaria que gestionaba sus ingresos. No estaba lejos. Únicamente tuvo que cruzar la esquina de su calle y se topó con una esfera de números entretejida con zarzas que, anclada en el suelo y justo delante de la puerta de entrada, andamiaba la fachada del banco. No esperó demasiada cola. Enseguida un interventor le recibió en su despacho.
- Buenos días, Rodrigo Jiménez del Corral, ¿verdad?
- Así es, buenos días.
- Veo en su informe que desea pedir un préstamo personal.
- Sí.
- Lo que no especifica su informe es qué hará usted con el dinero que le dejaremos...
- No, bueno...
- Además, sus ingresos son muy escasos, si nos tuviera que devolver el préstamo únicamente en base a sus ingresos tardaría años... y eso si usted no gastara nada más, si no comiera en ese tiempo, necesitase ropa, o vivienda... por cierto dígame, ¿tiene alguna vivienda en propiedad?
- No, justamente dentro de poco pretendo mudarme a una vivienda familiar.
- En su informe no dice nada de eso. Pero tranquilo, no tiene que darme explicaciones.
- ...
- Dígame, ¿tiene otra fuente de ingresos a parte de los declarados?
- No.
- Es decir, que la garantía efectiva de devolución del préstamo giraría en torno al éxito de la empresa que usted comenzaría con el préstamo. Exclusivamente de eso, ¿me confundo?
- No se confunde, es así.
- Bueno, esto es lo que siempre hemos llamado un préstamo de altísimo riesgo, vieja receta... mire, actualmente la corporación de gobierno está facilitando de nuevo estos préstamos a bajísimo interés sobre todo para nuevos emprendedores, quizá no tanto para gastos directos en consumo. Es una prueba, pero usted ha llegado en el momento justo.
- Ah, vaya...
- Ya sabe, movilizar el movimiento de la pequeña economía… es como dar otro giro de tuerca a las estructuras intermedias… son las mismas empresas… empresas comprometidas con la gente porque hay gente detrás que vive en, por y para la empresa... gente que cuida de la gente, ¡no hay mayor garantía!, y nuestra labor, como banca nacionalizada, ya no es requerir como aval viviendas o propiedades privadas. El único aval que nos sirve es su vida... o lo que quede de ella… el que usted quiera compartir su vida con nosotros, con la corporación... flexi-emprendedores totales... sí, "flexi-emprendedores radicales por el bien de todos, si usted quiere" creo que será el lema de la campaña publicitaria que comenzará el ministerio en breve. Una vuelta a los pequeños préstamos de confianza, como en familia...
- Claro... bueno si quiere le puedo detallar en qué emplearé el préstamo...
- No, no, tranquilo, nos encantan las sorpresas. Lo único que necesitamos saber es lo siguiente: con el dinero que le dejaremos, ¿usted llevará a cabo una actividad que le permitirá devolver el dinero que le prestemos?
- Sí, claro.
- Perfecto, ya está, no necesitamos saber más. Las condiciones del préstamo se explicitan en este documento. Lea usted mientras yo cumplimento este formulario, y si está de acuerdo firme abajo, en poco más de dos horas tendrá la cantidad acordada en su cuenta.
Y no una hora sino cuarenta y cinco minutos fue el tiempo que tardó el móvil de Rodrigo en avisarle de la transferencia. Para entonces Rodrigo ya había escogido una pistola de agua de gran calibre y una máscara (de batman) de gran calidad que, ya de paso, también fuese aprovechable para carnavales. Lo siguiente fue llenar la despensa (con el estómago lleno se atraca mejor) y elegir qué corporación bancaria sería la protagonista del hurto.


II
Cuando Rodrigo y Juana se separaron frente al creciente rubor del hombrecillo del semáforo que marcaba el pulso de la calle Donoso, ninguno de ellos se preocupó porque el hombrecillo no tuviera cuerpo ni figura definidas, sólo sonido y color. Muchas lágrimas habían sido vertidas en la cercanía (ay pobre mí, pobre de tí, pobre de nosotros y pobre del mundo, pobre mundo) como entrante exquisito que ambos hubieran reservado para esa ocasión de tintineos. El sonido de fondo de la escena era una grabación del "pío-pío" de un pájaro sin pico que únicamente se podía encontrar en esa casa-cuartel de alambres fundidos y coloreados de campaña, y el color (con mínima forma) era la composición en una cambiante figura cada veinte segundos (el semáforo se encontraba en el tramo de la calle de mayor amplitud) de particiones regulares básicas ya no descomponibles en otras.
Como a pesar de que el cambio era triple (de canto/silencio, de colores y de movimiento de la figura no definida), el único cambio con movimiento pero sin tránsito era el cambio que acompañaba estrictamente al cambio de color del semáforo, es decir, la torna de la posición relativa de una de las figuras inferiores y otra de las superiores del hombrecillo siempre sobre fondo negro (color de gala, pajarillo de noche); el extraño pajarillo alado se ponía a cantar y los andantes pajareaban como el que más. De manera que la relatividad del cambio sin tránsito era tanto entre las partes componibles del hombrecillo de colores y sin figura como entre esas mismas partes y el fondo negro. Reciprotividad simultánea y fondo negro. El fondo negro también se movía y marcaba el paso. Acompañaba y suponía a los viandantes de al lado, no ya visibles sobre él sino más bien insensibles a cambiar de dirección mientras cruzaban la calle.
En aquella remota ocasión Rodrigo se quedó quieto mientras veía alejarse lentamente a Juana. Su paso decidido y lento hizo que la despedida visual durase cinco minutos: un minuto fue lo que tardó el semáforo en ponerse de nuevo en verde, otro lo que tardó Juana en cruzar la calle y otros tres ocupó perderla de vista tras el muro empedrado de su bloque. "Ya está, se acabó..." se decía Rodrigo, "...ella será feliz y yo... y yo..., ya sé lo que pasaría si sigo con ella... después de todo fue ella la que quiso que nos dejásemos de ver...". E inmediatamente, pero sólo porque ello ya regía, se sintió libre. Presintió cada parte de su cuerpo así: podía tener y tenía impresiones de cualquier rincón corporal antes de saber qué rincón era o dónde se encontraba. Conocía su cuerpo perfectamente porque lo sentía ("lo", como algo ahí) y no podía sentirlo sin que algo de fuera entrara en contacto con él. Cinco dedos eran una mano. Mano, muñeca, antebrazo, contrabrazo, codo y hombro, una extremidad. Y de allí no pasaba, del extremo de un brazo (hasta donde alcanzara la mano, eso sí, todo envuelto para regalo en piel). Así tenía la seguridad de conocer perfectamente todo lo de alrededor. Poco le sorprendía. Y eso que el asunto ocurría sólo porque conocía su cuerpo sobre el fondo negro y el fondo negro confundía a favor de la confusión su propio cuerpo con lo que se le aproximaba. Si probaba el sofrito que estaba preparando y se había pasado ligeramente de sal, él, entre otras cosas, era sofrito, él, sobre otras cosas, era sal. Lo similar pasaba con los rayos de sol. Con ciertas diferencias de grado entre días y estaciones, Rodrigo presentía que el calor del sol de un día de sol le calentaría. No predecía, ni calculaba, ni vaticinaba. Sentía frío y sin más el calor venía mediante los rayos del sol antes de darse cuenta de que el día era soleado.
Por otro lado, aquello atrapado por el toque de su mano (luz, sofrito, etc) tampoco se superyugaba sin más. Quería y no quería ser tocado por sus dedos. Sin contradicción, ¿cómo podría ser de otro modo si ni tan siquiera había tránsito alguno del fondo negro a lo interpuesto en ello? Así, sin voluntad predeterminada propia ni ajena, ni deseo de ningún tipo (deseable) su cuerpo se situaba en una concatenación de hechos aislados y encontrados concatenadamente ya por el fondo negro repetitivo en el cual estaba. El fondo negro era libertad, el libre encuentro y la llamada siempre dispuesta a toparse con el acople perfecto (es decir, no con cualquiera, sino con aquel acople ya condicionado por la repetición dada del "lo") de su cuerpo y el de afuera.
Bella amalgama de recortes conjuntados en la que sus palabras se esparcían in-discriminadamente por aquí y por allá. De nuevo, tan bello como estúpido. Barra libre de memoria personal en la que en muy pocas ocasiones, como recuerdo primigenio y matriz de su libertad, se emboscaba a sí mismo en la vuelta al día en que conoció a Juana.
En esas ocasiones el relato que guiaba su recuerdo se fijaba como diálogo en el que uno de los dos que dialogaban, Juana, no intervenía pues se hallaba en un segundo plano lejano, pero en una lejanía suficientemente visible (no lejana) como para esperar en todo momento su participación y acercamiento e incluso (tan alto era su lejano pedestal), para constar que sin esa participación nunca completa del todo no hubiese habido ni tan siquiera diálogo como recuerdo del relato de ambos. A esa media distancia equilibradamente externa al diálogo, Juana se convertía en un espectador cautivo de la historia, siempre se la esperaba y nunca podía llegar. Siempre su paso atrás se dibujaba como disipación atmosférica (de nuevo fondo negro). Paisaje ornamental en que Rodrigo podía recrear libre y cómodamente el primer momento en que probó el batido de vainilla con menta.


III
Un grupo de cebras salvajes había tomado parte del centro de la ciudad. Eran salvajes pero recatadas. No ocupaban demasiado y mugían moderadamente canciones protesta. Sólo cuando los agentes de la ordenacion estatal rodearon a los animales para que no ocuparan el cercano acceso a una calle peatonal y muy comercial, comenzaron a gritar como si una tropa de leones les emboscara en un desfiladero en el que sólo pudieran pasar de una en una. Todo muy pacífico. Al menos lo suficiente para que Rodrigo pudiera pasar cerca, escucharlas, rozar sus cuerpos (los cuerpos de una de ellas) y continuar su camino a la panadería.
Primero Rodrigo había pensado ir a la harinera de Pedro, pero vista la hora y ya que necesitaba sí, sí o sí pan, decidió ir a la tienda de "Pichi", aunque estuviese bastante más lejos. Andaba rumiando justamente el camino más corto para llegar cuando una pequeña cebra huida del cerco policial chocó con él (ocico con pierna derecha). Lo poco que cruzaron antes de que la cebra saliera pintado fue un pasquín y en un único sentido, de la cebra a Rodrigo. Sin vuelta. En los papeles, muy en grande, se presentaban unos caracteres que venían a decir algo así: " SÍ Y NO ES NO. NO A LA CLONACIÓN DE ÓRGANOS EXCLUSIVAMENTE PARA TRASPLANTES DE MASCOTAS. LOS ANIMALES SALVAJES TAMBIÉN TENEMOS DERECHOS, SI TODOS SOMOS ANIMALES, ¿QUIÉN CUIDA DE MI CORAZÓN?, SI COMO, CORRO Y PUEDO DAR CARIÑO COMO EL PERRO DE TU VECINA, ¿POR QUÉ MIS PRÓTESIS NO SE AUTOREGENERAN...?". Y aunque Rodrigo guardó los papeles en un bolsillo continuó encaminado sin mucha turbación hacia la panadería.
En la panadería, sin Pichi, el personal comentaba el frío que hacía en la calle. Tal vez porque Rodrigo estaba también muy congelado, apenas dijo nada, lo mínimo para comprar un kilo de harina y un poco de levadura. O tal vez no se detuvo mucho tiempo en la tienda pues ya estaba bien seguro de que los comentarios sobre el clima apenas hacen que la temperatura y la metereología cambien. Como fuese, no tuvo que ir muy lejos para enfriarse por dentro y así asumir conservando el frío de fuera. Junto a la tienda de "Pichi" había una heladería y Rodrigo, tras comprobar con buena alegría el horario, entró de inmediato. "Qué suerte, no falta mucho para que echen el cierre..." afirmó con un golpe a la puerta y no esperó a que la muchedumbre que esperaba para elegir sabor se decidiera. Simplemente se abrió paso hasta el mostrador. "Mmmm... no sé bien qué tomar..." masculló y empleó mucho menos tiempo en echar un vistazo al abanico tremendamente colorido de helados y batidos de sabores ofrecidos por el mostrador que a las mesas sin ocupar en las que podría degustar su opción.
Con el vaso de tubo lleno hasta casi rebosar de mezcla de leche semidesnatada, helado de vainilla y un poco de menta, se sentó en un taburete orientado hacia el exterior, muy cerca del interior del escaparate. La acera y las zonas de paso estaban bastantes desiertas. Rodrigo, sin embargo, se fijó bien en la única persona que deambulaba por la calle. Aunque enseguida un toque por la espalda le obligó a volver a su batido. "Disculpe usted, ¿puedo sentarme?", fue lo que una voz audiblemente anciana masculló justo a la vez del toque. El aspecto de la señora acompañaba su sonido. Una mujer alta, aunque ya curvada, de piel limpia, pero aparentemente muy arrugada, fue lo que en un primer momento la mirada de Rodrigo sondeó. "Tendrá unos ciento cincuenta años..." pensó y su atención terminó de recorrer el rostro orientándose a su pelo blanco, para nada prístino, que se mezclaba con mechones de colores más cálidos.
Para cuando su curiosidad visual quedó saciada la anciana ya se encontraba sentada a su lado con una buena cucharada de helado de chocolate en la boca.
- Mmmm... me encanta esta heladería, hacen los helados como en ningún sitio.
- Sí, los batidos también están riquísimos.
- Vengo todos los martes desde hace más de cincuenta años, ¡y siguen sabiendo igual que el primer día! Tú... tú no vienes mucho por aquí, ¿verdad? tu cara me quiere sonar pero creo que no te había visto antes... siento no poder enfocarte mejor, esta lente intraocular multifocal no termina de funcionar bien...
- No, no, creo que es la tercera vez que vengo.
- Claro, ya decía yo... creo que he visto a otros como tú por aquí pero no eras tú.
- ¿Otros como yo?
- Sí, sois tantos... me refiero a jovenzuelos solitarios con ese aire de despreocupación por el mundo... parece que la depresión constante está de moda y para nada reñido con la algaravía grupal y la actividad más visceral, no paráis...
- Bueno...
- Por favor, disculpa mis prejuicios... sólo quería decir que se suele llamar descanso a la desconexión depresiva de la actividad frenética en la que estamos sumidos... hacer, hacer y hacer... y por supuesto no pretendía decir que a ti te ocurriese... no te pretendía ofender, pero la edad en ocasiones permite hacer juicios un poco ligeros...
- Nada, nada, tranquila, seguro que algo de razón tiene... disculpe, ¿y cómo es su nombre?
- Juana... por favor tutéame, no me llames señora Juana ni doña Juana, me pones años y ya me los pongo yo solita...
- Perfecto Juana..., ¿entonces sí que vienes mucho por aquí?
- Sí, cada vez más... mis rutinas cada vez se aferran más a este sitio... es curioso...
- ¿Mmmm?
- Me refiero a todo lo que vengo aquí...
- Bueno, todos tenemos nuestras pequeñas manías y obsesiones, ¿sabes que cuando me ducho siempre primero me enjabono la cabeza y luego el cuerpo...?
- Guau... vaya, lo tuyo no tiene nombre, pobre cuerpo el tuyo... y esa cabeza separada... uy... bueno, verás, es que los martes vengo aquí, pero no por costumbre. No es como cuando nos acostumbramos a algo, integramos situaciones a nuestra rutina para formar hábito...
- Tengamos la edad que tengamos, si algo nos va bien...
- Qué gracioso, eso dice mi médico... verás es que últimamente, los últimos veinte o treinta años... desde que cumplí los ciento veinte, creo... las rutinas dejan de estar formándose en(e)migo por repetición de actos encontrados... resulta que es mi rutina la que busca otras rutinas, soy buscadora de costumbres, una rutina que busca otras, la parte que no pongo yo de los actos trans-individuales a incluir ya no está por ahí esperando mi acercamiento ciego u orientado por placer individual mío (puro respeto), ya no soy una burbuja de espuma estallada que no quiere volver al mar tras chocarse con un acantilado rugoso y percibir que nunca se alejó de él (de la mar). Fíjate... dudo incluso que un martes que no pudiera venir aquí, no sé... porque fuese temporada de recogida o algo así... dudo que ese martes este lugar tan siquiera estuviera aquí.
- Bueno, si tienes dudas podemos preguntar los horarios de la heladería...
- Je, ji (la risa de Juana sonaba como se escribía)... ¡cómo eres!, dime... tú nombre es...
- Rodrigo.
- ¡Qué bonito!, y dime Rodrigo, ¿te has enamorado últimamente?
- ¿Perdón?
- No fingas, me has escuchado…
- No, bueno, no sé, entonces supongo que no…
- Que no te has enamorado, dices…
- Juana, la pregunta es un poco pastelosa, ¿no?
- Por supuesto, estamos en una heladería, ¿qué esperabas?
- Ah, clar…
- ...
- ...ro...
- ¿Qué ocurre?
- … disculpa, me he despitado, ¿no te huele raro...?
- Uy, perdona, creo que tengo que ir al baño… es increíble lo que ha cambiado la neurociencia y la genética en los últimos 50 años, ¡¡y la ciencia del aparto digestivo sigue en el mismo punto que a finales del siglo pasado!!
La anciana se levantó y con un paso extraño, como con pasitos cortos pero en rica cadencia, caminó hasta el baño. Rodrigo bebió un poco más de su batido, ahora directamente del vaso. Echó una oída al murmullo del local y como ninguna conversación ajena le parecía interesante volvió a la acera y su vista. Enseguida llegó Juana. Rodrigo tardó en darse cuenta de su vuelta.
- Te has ido de nuevo y hace frío en la calle, ¿verdad?
- Sí... hace tanto frío fuera y mi cuerpo está caliente, por dentro y en la superficie. Es como si ese contraste enorme de temperaturas generase el vacío... sí, miraba a ese transehunte solitario, era yo mismo...
- Siempre uno cualquiera es yo mismo, así no se falla... pero tú eres mucho más hermoso que ese que ya no está...
- ¿Tú crees?
- Pues claro, si el vacío es el contraste, y siempre hay cuerpo y cuerpos... ¿puede haber algo más contrario a la soledad? A no ser que lo que te moleste es que haya demasiada distancia entre cuerpos, demasiado contraste de temperaturas...
- Ya, ya, la temperatura en el vacío absoluto es imposible...
- Claro... así que no queda otra que recibir el vacío de cuerpos, pero sin abarrotarlo, cada cuales con sus contrastes, diferentes temperaturas de contraste y vacío...
- ....eh...
- ¿mm...?
- ...perdona, pero estaba pensando lo que decías, da que pensar... eres muy sabia, eso lo da...
- ... ¿la edad?
- Sí, pero no quería ofender...
- No ofendes, todo lo contrario... a mis ciento cuarenta y siete años pocas cosas ofenden... es casi inversamente proporcional a lo de los prejuicios... pero sí que llama la atención la pena que suele levantar entre la gente eso de que uno muera cuando se llega al estado de plenitud de saber que se supone a la vejez...
- Y eso quien llegue...
- Mira, en los últimos treinta años se ha multiplicado por dos la esperaza de vida de los seritos humanos, ¿te parece que haya más sabiduría?, ¿más saber hacer por ahí?
- Desde luego que no.
- ¡Qué gran problema! Algo no va en la educación si tenemos que esperar en un tortuoso proceso acumulativo de conocimiento para tocar con los dedos las claves de la buena vida... toda una vida en su búsqueda, si hay suerte, con un hacer y hacer ciego que pretende buscarlo, poseerlo, conseguirlo y finalmente no hacerlo, ¡porque ya se es demasiado viejo o se está demasiado hastiado!
- Sí, en eso anda la transimisión creativa de conocimiento, el hacer intermedio no es ciego, ¿no?, tenemos las referencias de los que ya han pasado por ahí y nosotros las abrimos a los que vendrán...
- Ese es el cuento que se relata a los niños antes de apagar la luz para que participen del proceso sin rechistar... lo que no se cuenta es que el narra el cuento, el que decide si se pone o se quita la luz y añade temor a uno u otro caso, es justamente el mismo que no permite que el anciano pueda llegar a la senectud con vitalidad y fuerza de seguir viviendo, agotados... y además, ¿no te parece que si el saber es creativo-transmisivo y no sólo reproductivo esas referencias difícilmente podrían estar anudadas de antemano?
- Claro, ¡no sabes qué difícil es encontrar alguien al que el ensayo y error teledirigido también le agote!
- Yo también me emociono hablando y haciendo estas cosas... eres demasiado hermoso...
- ...
- Lo ves, incluso te sonrojas... pero no te quiero hacer sentir incómodo... sólo digo que es curioso que esto ocurra con más fuerza que nunca... el fracaso de la educación, de la gente más lista... el que en lugar de dar/recibir modos de anudar enseñemos tipos o tipologías de nudos en una cuerda ya tensada de principio a fin... y que esto ocurra justamente cuando la sanidad obtiene las más abrumadoras cotas de éxito...

Juana y Rodrigo terminaron pronto la conversación. También el batido y el helado. Uno de los camareros les recordó que el local estaba a punto de cerrar y se apresuraron a no dejar ni gota de sus consumiciones. Ni gota fuera, todo en la lengua, en el paladar y en los dientes. Pero que permaneciera allí, sin prisa para escaparse al estómago. Ambos se despidieron con una sonrisa fea, llena de manchas, y un "...a mí también me encantaría volver a verte... pronto... aunque ya sabemos que el tiempo es mucho más que una (UNA) vida...".
De vuelta a casa Rodrigo, entusiasmado como estaba, se detuvo frente a la estación norte de tren. La descuidada fachada de ladrillo visto y cemento llamaron su atención. "Con lo que suelo pasar por aquí y nunca me había fijado...", se decía y su atención saltó ahora a la cola de animales que esperaba frente a una de las taquillas. Había algunos perros (tal vez lobos), dos conejos, un gato, una rana y un pato que con bastante buen orden se enfilaban hacia la taquilla. Sólo una paloma y unos gorriones, que no paraban de revolotear a lo alto del hall de la estación, parecían pasar simplemente por allí. Un relámpago y un trueno simultáneos, incluso más que las primeras gotas sobre su cabeza, le invitaron definitivamente a entrar. Corrió para cruzar el umbral de la puerta que soportaba el letrero de "SALIDA", y sin más se puso en el último lugar de la cola. Inmediatamente alguien se colocó tras él.
Cuando Rodrigo se sacudió las pocas gotas de lluvia de su abrigo, el pato y la rana, que habían recibo la mayoría, gritaron de júbilo y salieron a la calle, hacia la lluvia. Pero alguien se quejó. "¿Quién habrá sido el damnificado?" pensó Rodrigo antes de darse la vuelta. Y enseguida comprobó que una chica con un abrigo muy largo y marrón (ligeramente moteado por gotas de lluvia ajenas) se avalanzó sobre él. "Rodrigo, ¡eres tú!, no te veía desde el instituto...", a lo que él sólo pudo contestar "...muy bien, ¿y tú?...", a pesar de que, ciertamente, no pudo reconocer a la joven. Tampoco, en lo que siguió de conversación, entendió ni una palabra. Sobretodo porque uno de los lobos discutía a voces con el gato en torno a si el billete reducido de familia numerosa era a partir de cuatro o cinco miembros en el núcleo familiar. Pero también porque la joven hablaba un idioma raro. Había palabras, aisladas y arbitrarias, que de repente Rodrigo entendía, pero enseguida perdía el hilo. Aunque la aguja del hilo, sí enhebrada aún sin costura continua, eran los gestos y movimientos de la chica. Ahí la ausencia de sentido en sus palabras se llenaba. Y Rodrigo continuó un ratito respondiendo de cuando en cuando con cabeza y muchos hombros. Casi hasta que el tren llegó.
A pesar de que el pitido de la locomotora rebosó toda conversación hasta secarla, Rodrigo tenía más o menos claro que la joven, esa supuesta amiga de su hermana en el instituto, colaboraba con los animales presentes en alguna tarea extremadamente vital. La protesta de las cebras se había extendido, y algunos animales humanizados (doblemente humanizados, triplemente estupidizados) habían abandonado a sus dueños para ir al frente y unirse a las concentraciones. La joven acompañaba a los animales para facilitar el que no ocurriera que por ejemplo alguno, suficientemente no familiarizado con los códigos alfanuméricos humanos, quisiera entrar en el baño de señoras siendo macho y viceversa.
Antes de que el tren partiera de nuevo y tras cerciorarse de dónde sería la concentración principal, Rodrigo buscó una cabina en la estación e hizo algunas videollamadas a amigos para comprobar si se unirían a las protestas. Todavía tuvo tiempo para montar en el tren antes de que partiera. No llevaba billete y el revisor, un señor algo cheposo, le invitó a bajarse en la próxima estación. Lo mismo ocurrió con el pato.


IV
Sí estaba. Al menos desde que nació. La floración regía la vida en el bloque de Emilio. Una vida organizada en diferentes registros de asentamiento y despliegue. El bloque era un ser vivo. La vida no-interna eran ruidos de fondo (para nada negro) y gemidos en la noche, también voces animales que se colaban por las débiles paredes entre los apartamentos no sólo a la hora de cocinar y notar que faltaba un poco de sal o aceite para el almuerzo y la comida (en la cena nunca faltaba nada). Y es que las paredes eran claves para que la comunicación visual se conjurase como insuficiente, para que la imagen de la figura todavía abierta del dibujo de un rostro no dijera más que la vibración compartida del oír/decir un susurro de muchos.
También la vida no-externa de los componentes del bloque se mantenía como si hubiera contornos sombreados fuera, tras las paredes. Aunque en ese caso los extranjeros no eran vecinos y solían formar parte del servicio de recogida de basuras o algún otro servicio municipal. Ahí, el ser vivo que componía y ocupaba el primero A, B y D, el segundo A, B y C y el tercero A, B y C, convertía el registro de salida en función metabólica. Excrecencia de la producción interna que obligaba a la salida hacia fuera de sí. No es que los forasteros al bloque fuesen basura, sino que la basura recién producida, es decir, todavía no abandonada como inútil (todavía no olía mal) era el único proceso en el que la ruta metabólica no-externa se abría sobre sí misma. Sin tiempo para decidir si aquello servía todavía o no para algo, la basura ya era requerida por la necesidad de algo externo que demandaba cabida en los ciclos del bloque porque el bloque ya modulaba sus ciclos de acuerdo a esa recogida largo tiempo cuidada por el hábito compartido. Por eso si una semana no había recogida de basuras el organismo no se envenenaba sin más. La costumbre nunca puede atentar contra la vida creativa. Y los residuos derivados del día a día de cada uno de los hogares saltaban de hogar en hogar, de pared entre pared, a suelo compartido. En consecuencia, las gentes que habitaban el bloque de Emilio hacían todavía mucha más vida en las zonas comunes, en el hall de entrada y en el patio central a todas las casas, cuando no funcionaba el sistema externo de recogida basuras. En esas circunstancias el ser vivo residía en un estar de conservación y crecimiento pleno, en su máximo esplendor en los atardeceres y mañanas de lluvia en las que el agua tocaba el suelo sin techo del patio central del bloque. Y si había algo que lo evitaba, al ser vivo le salía una cana y la basura empezaba a oler mal, se respirase como se respirase.
Pero un día ocurrió que alguien nuevo se mudó al bloque. Lo que no era raro es que con esa mudanza tuviera que mudar el bloque entero. Eso lo vivían y sabían cada soberano órgano del ser vivo. También Emilio. Lo extraño de esa mudanza fue que el cambio inducido no fuese proclamado únicamente desde dentro sin cerrarse a los afueras posibles sino que hubiera una solicitud interna y formal por carta tanto a los habitantes del bloque como a los habitantes del bloque que estaban por venir. La señora Gutierrez Rivera (Juana), viuda desde casi su nacimiento, en sus últimos días y sabedora de que eran sus últimos días, escribió una carta abierta a sus vecinos en los que anunciaba que en unos pocos días dejaría de vivir. La carta empezaba con un solemne "Queridos amigos y vecinos del 27 de la Calle Cuesta de la Picota..." pero como la anciana (tan anciana era, unos doscientos años, que ya no tenían mucho sentido las distinciones de género) últimamente era un apéndice anclado a una estructura ósea fijada a su vez ya sí a partes móviles vivientes, sólo pudo dar a conocer la carta a través del correo ordinario. Sin poder ya participar demasiado en la vida del bloque, metió como pudo la carta en el buzón de sus vecinos y envió otra copia a su amigo Rodrigo. Todas las cartas terminaban anunciando que Rodrigo comenzaría a vivir en el bloque tras su muerte. Tal era su legado.
Y Rodrigo se mudó justamente a una pequeña casa en torno al hogar de Emilio. Aunque no obtuvo el permiso de cambio de residencia fácilmente. En ciudad Sony de Madrid la movilidad en la residencia estaba muy muy garantizada. Pero el permiso estatal sólo soportaba el cambio si estaba justificado por la necesaria flexibilidad laboral o mercantil en general (ahí podía entrar la continua formación o el alejamiento de las estructuras familiares de dependencia). Si uno se movía y cultivaba con buen (y bello) interés, el permiso y todas sus garantías venían solas. Pero si las mudanzas ya estaban preparadas antes de moverse, si la exigencia de cambio de lugar ya estaba allí y sin empaquetar previamente a todo desplazamiento del dormitorio de las unidades de movimiento, el asunto se entorpecía y en ocasiones el permiso nunca llegaba. Jugó a favor de Rodrigo que su desagradable tendencia a hablar indicriminadamente en público casaba perfectamente con la clasificación municipal del bloque de Emilio como "bloque de aislamiento" para "individuos no muy diferenciados". Ambiguo era tanto no estar profesionalizado como estar profesionalizado en un empleo indefinido, estar, en definitiva, fijado demasiado tiempo a un espacio y un tiempo acotados. Dos veces tiempo. Y aunque los habitantes del bloque no entraban en ninguna de esas tipologías, el permiso llegó pronto junto a la invitación informativa del concejo a que Rodrigo participase en unos cursos de diálogo interior y cuidado del espacio público mediante sonrisa exterior.

Para sí, para si
parasiteas de tí
ante todo parasiteas
y desescombro la algaravía
limpio
desinfecto
acicalo
escudriño
un vía ancha de cabida
un eslogan envolvente para asumir
con muchas vocales
ese estribillo básico
no másico

Cinco vocales
juegos vocálicos
sin diptóngos
Una luz
a
Dos bocas que advierten
ee
Tres yuxtaposiciones
iii
Cuatro nexos no excluyentes
oooo
Mucho miedo
uuuuu
para sí, para si
parasiteas de tí

Emilio terminó con la puesta de sol de rebocar la pared del baño. "Por aquí no entrará más lluvia" se dijo, y salió de su casa para echar un vistazo a la pared desde fuera. "Un poco de cal por aquí y ya está..." repensaba cuando, entre las sombras que formaban el juego de velas que alumbraba el pasillo del tercero y la luna casi llena entre las nubes, una se movió más rápida que las demás. En realidad eran tres sombras, tres bultos oscuros en el suelo, que se apoyaban en la puerta cerrada de la casa del nuevo vecino. Emilio se acercó y dio varios golpes a la puerta. No hubo respuesta. Insistió y finalmente un finísimo hilo de luz se abrió paso entre la superficie que daba cobijo a puerta y pared. Detrás, empujando la estrechez de la hendidura lumínica para que ensanchara, apareció el nuevo vecino.
Que cada uno estuviera en el mejor lugar de los posibles cuando ambos se encontraron no dice sino que los dos, en tal momento, estaban en casa. Sin importar nada el que uno de ellos estuviera bajo el umbral de una puerta de madera y el otro rozando el quicio de un mundo compuesto esencialmente de agua, fuego, tierra y aire. Incluso daba igual el que uno se mantuviese de puertas para dentro y el otro de puertas para fuera. El pasillo a oscuras que llevaba al timbre de la puerta, a este, aquel o al otro (tanto una puerta podía tener múltiples timbres, diferentes modos de hacerse sonar a la escucha, como que los recorridos del pasillo podían llevar a diferentes puertas con timbre, no a cualquiera), era, desde luego, mucho más casa que la tabla de madera que marcaba el umbral de aislamiento compartimental. Y Emilio, tras presentarse de nuevo, invitó a Rodrigo a que el próximo día, con la salida del sol, estuviera en el reparto de tareas semanal. "Veremos tus capacidades y necesidades, a ver qué te apetece hacer... ah, y no dejes estas bolsas de basura aquí en el pasillo, si llueve enseguida apesta todo... bájatelas también mañana y haremos compost..." . No sin razón el que Emilio diera un paso adelante, ocupando el pasillo, y Rodrigo no se moviera de donde estaba, obligó a que el pie izquierdo de uno, descalzo, pisara al del otro, descalzo también. "No puedo esperar a mañana para enseñarte los talleres, la balsa de agua...", enseguida añadió Emilio y ambos subieron para echar un vistazo a los niveles de agua acumulada por la lluvia.
"Buen año de aguas..." se respondieron intercambiando miradas silentes, y bajaron a oscuras hasta el huerto siguiendo unos canales que, a favor de gravedad, llevaban el agua hasta la planta baja. Rodrigo soltó las bolsas de basura que llevaba arrastrando todo el tiempo y escupió a la tierra. Las bolsas cayeron y una se abrió dejando entrever lo que había dentro. "Esta máscara de bat-man es puro plástico, difícil de aprovechar aquí, quizá en los talleres de teatro... pero todas estas cáscaras de patata son oro, irán genial a..." y Emilio se encaminó hacia una esquina angosta del huerto, la zona que en los últimos años había trabajado Juana. "En los últimos meses dedicó todo su trabajo a esto..., ¿te suena Rodrigo?". Allí, únicamente y de forma incondicional, había plantas de menta y muchas otras hierbas sin nombre fijo. Los rayos de luna que conseguían vencer la ligera opacidad de las nubes apenas permitieron a Rodrigo notar sus tonos verdes. Sin embargo la tierra era inconfundible.
A la mañana siguiente, tras el reparto de tareas, los vecinos festejaron y bailaron durante toda la mañana la bienvenida de Rodrigo. En la tarde, tras comer, otros amigos de un "bloque de aislamiento" cercano visitaron a Emilio y Rodrigo, y les aconsejaron, entre otras cosas, sobre el momento pleno de recogida de la planta de menta.