jueves, 23 de enero de 2014

Democracia, Número y “Crasis”

por Antonio Fernández Balsells - El Faro Crítico
 
Cuando se habla de Democracia, independientemente de los avatares que esta noción haya podido sufrir en el decurso histórico –si en verdad la hubo alguna vez o no, si es el mejor de los sistemas políticos posibles o no, si hoy en día carecemos de una «democracia real» pues está en manos de plutócratas, etc... – es el estrecho vínculo que guarda, subrepticiamente, con dos nociones netamente pitagóricas y de las que, ni tan siquiera el mismísimo Aristóteles pudo prescindir en sus investigaciones sobre Política: me refiero al número y la “crasis”, también llamado orden pitagórico. Frecuentemente oímos decir que la Democracia es “el mejor de los sistemas posibles”, como si lo que hoy en día vivimos fuera un insuperable y exquisito límite –noción nuevamente extraída del análisis matemático– que no pudiéramos transgredir... Pero a simple vista, se intuyen ya de partida ciertos elementos estructurales en la democracia que con frecuencia pueden atentar contra toda suerte de vida diferencial –también muy necesarias– incapaces de sobrevivir de encontrarse supeditadas o sojuzgadas a la voluntad de una mayoría: la historia nos ha legado numerosos ejemplos en los que la voluntad de esas mismas mayorías, han arrasado con todo aquello pequeño con lo que no se sienten identificadas o han considerado prescindible, omisible o inútil.
En mi opinión, el primer engaño subrepticio que encontramos en la democracia, es la suposición de que el voto es libre. Esta suposición, ya desde un prisma helenista –sobre todo aristotélico o estoico– sería por completo cuestionable: pues siempre hay infinidad de condicionantes que influyen en cada una de las distintas y plurales voluntades de voto. Tras el voto de cada ciudadano/a se oculta una voluntad, un deseo, una esperanza; pero estos mismos ciudadanos y ciudadanas se hallan sujetos/as a necesidades vitales básicas; razón por la que las decisiones por las que opten, en muchos casos, no son las que en mayor medida podrían convenir al conjunto, sino que reflejan un desespero por solucionar los problemas, en vaivén pendular, sujetos al dolor social provocado, en muchas ocasiones, por la propia corrupción patente en las distintas instituciones, tanto públicas como privadas. También se ven condicionadas por inercias familiares de voto, así como por el laberinto de dimes y diretes que hay en la escena política: en un verdadero laberinto del Minotauro. Actualmente, la ausencia de libertad de voto, ya no se deriva directamente de un caciquismo primario, cuando el terrateniente o el empresario compraba el voto de sus jornaleros o trabajadores. Ese mismo fenómeno, se repite, hoy por hoy, siendo más efectivo a la hora de condicionar el voto, mediante un sistema más sofisticado: el de los “mass media”; pues éstos mismos son los encargados de sembrar los terrores en el inconsciente/consciente colectivo. En verdad, el verdadero terrorismo de masas se instaura en esos mismos órganos de comunicación: al tiempo que homogeneizan la mirada y el pensar común, dictaminan de qué hay que hablar, formando ese algo que podríamos coincidir en llamar un sentir común, y que, está en estrecha relación con eso otro que llamamos: sentido común. Es decir: de todo lo anterior se extrae que que hay plurales condicionantes del voto; pero si antes el condicionamiento resultaba más explícito o evidente, ahora se oculta tras el escenario político, de un modo mucho más sofisticado: si no votas “X” no tendrás trabajo y tus posibilidades de subsistir serán difíciles, al tiempo que te verás netamente desplazado de lo social. En definitiva: el condicionamiento del voto perdura, pues sigue habiendo miedos que se utilizan por tal de que los resultados electorales sean aquéllos que desean esas fuertes plutocracias que están en la cúspide de la pirámide social.
Pero volvamos a la relación entre aritmética y política... Pues también nos puede ofrecer elementos de interés (de momento hemos visto que esa supuesta «libertad» que tanto se vocifera, no es tal; pues el miedo se encarga de coartarla: luego hay un determinismo: sea éste ontológico o no, aquí no vamos a decir nada sobre ello... si acaso lo pensaremos en otra ocasión. Lo que sí que podemos decir es que ese miedo es premeditado y originado por intereses humanos, mediante la ingeniería social; y que éstos, sin embargo, son contingentes). Dentro del sistema democrático cada ciudadano tiene un voto. En principio, cada voto debiera valer lo mismo, pero no es el caso, al menos en nuestro país o en comunidades autónomas como la mía (Cataluña) donde el voto de las zonas rurales pesa más que el de las urbanas, de tal suerte que todos y todas los/las desheredados del siglo XIX y comienzos del XX, que tuvieron que emigrar a las grandes ciudades (como Barcelona o Madrid), por tal de engrosar las masas proletarias que necesitaba la creciente industria textil u otras –me refiero sobre todo al caso de Barcelona, que es el que mejor conozco– vieron cómo su voto proletario valía una determinada fracción del voto de los habitantes de otras regiones rurales. Esto es lo que ocurre si comparamos el peso del voto de un barcelonés/a con el de un leridano/a: si en Lérida la población es de 436.002 hab., para obtener un escaño sólo precisan de 109.000 votos; mientras que en Barcelona, con una población de 5.487.935 hab., para obtener un mismo escaño se precisan 177.030 votos. Lo que nos lleva a que el voto de un barcelonés/a sea de 0,6157116... el de un leridano/a. En definitiva: ese voto unitario de partida, se convierte en un número irracional, en el más puro y pleno sentido matemático o «pitagórico». Antes de empezar el proceso electoral, ya hemos dejado de hablar de números enteros, para pasar a hablar de números irracionales, en función del lugar de procedencia del voto. Esto, sin dudas, se enfatiza aún más en las elecciones autonómicas.  Así pues, estas supuestas unidades individuales que expresan “libremente” su voluntad mediante el voto, en absoluto llegan a ser ni tan siquiera unidades, sino fracciones de la misma. Es decir: números irracionales inferiores a uno. Nada en contra de los números irracionales menores que uno, pero ya hemos corrompido hasta el propio pitagorismo y su pulcra entereza a priori, al prescindir de la igualdad numérico-matemática de la unidad-mónada-individual leibniziana de almas “libres e iguales” que son los/las votantes.
Pero hay más: la “crasis” o el “orden” pitagórico se halla ya embebido en el propio sistema democrático. Por otra parte, siguiendo ciegamente los principios que sustentan estas democracias, en principio, no sería uno o una el/la que manda absolutamente. Tampoco ninguna oligarquía, ninguna timocracia, etc... no: ahora, supuestamente, manda el «pueblo» que escoge libremente a sus representantes mediante las urnas gracias al sistema democrático. Vayamos a por el “orden” pitagórico, porque nos resultará más peligroso que la propia aritmética distorsionada... En sí, lo que antes hemos visto era cómo ese “orden” o “crasis” ya estaba influyendo subrepticiamente en lo aritmético: la decisión de los individuos, el voto, no vale lo mismo según la región, no siendo lo mismo vivir en una zona obrera que en un núcleo rural. Así, supuestamente, se corregía una injusticia para con esas regiones tan despobladas. La precariedad, sin embargo, está tan instaurada en las áreas urbanas como las rurales, pero parece no haber tanta concienciación en unas y en otras, pues los resultados electorales siempre muestran una tendencia mayor hacia la izquierda o las «pseudo-izquierdas» –del tipo que sean, no entro... – en las zonas urbanas que no las rurales: quizás por cierto componente caciquista en las zonas rurales. Pero dejemos este tema abierto y sigamos con la matemática... La “crasis” o el “orden”, sin duda son, desde el prisma de la Naturaleza u Ontológico, tan sumamente necesarios como peligrosos; e intentemos ver qué opera detrás de ese orden. Ya habíamos visto cómo esa crasis, había distorsionado por completo la igualdad de enteros aritmética, en vistas a corregir un supuesto “desorden” derivado de la máxima: “las personas son iguales en voto” (principio aritmético). En mi opinión, en el orden o “crasis” opera en sí lo que Nietzsche coincidiría en llamar “humano demasiado humano”. Ese algo es un motor invisible que se halla escondido tras todo aquello que coincidimos en llamar tradición, leyes, costumbres… todas ellas heredadas –y escribo “here”, en cursiva, precisamente porque nos trae a la mente la diosa griega Hera, la celosa esposa de Zeus, custodiadora de las leyes y costumbres de la polis; pero también, en nuestra epocalidad, y siguiendo a Nietzsche, detrás de ese «orden» opera una detestable “voluntad de voluntad” o “voluntad de poder”. De momento no entremos en el terreno de las intenciones del poder, y permanezcamos en el plano pitagórico: una cosa es la aritmética y sus números; y otra, la geometría y sus formas. En sí, la geometría analiza las formas; de modo que es una herramienta conceptual matemática, netamente neutra que analiza las figuras que se dan en lo extenso. La geometría, en sí, no impone una forma determinada, simplemente la analiza por tal de establecer equivalencias en un plano matemático más profundo, que es el algebraico, y que subyace a las distintas ramas de la matemática. Pero la «voluntad de poder» y de dominio, no pertenece al terreno de lo matemático; ésta pertenece al ámbito de lo «humano demasiado humano»; lo que hace que el sistema de herramientas numérico-geométrico-algebraicas de la matemática, no sean detestables por sí mismas o por su aplicación específica, sino por aquello que las mueve y distorsiona en base a unos intereses, éstos sí: movidos por la «voluntad de la voluntad». Encontramos ahí el interés que mueve a la matemática; pero no podemos confundir una cosa con la otra, pues la Naturaleza nos da la capacidad de numerar y calcular matemáticamente; y esto, en sí, en principio es completamente neutral. Toda estructura tendrá una forma que será susceptible de análisis formal, pero el análisis formal no impone ninguna forma en concreto: para la matemática éstas, en principio, son infinitas (aunque tal infinitud tropiece con la Ontología del Límite).
En sí, la inercia costumbrista, el «statu quo», guarda una estrechísima relación con esta divinidad del panteón griego: Hera: la misma que hizo matar a todos/as y cada uno/a de los/las amantes de Zeus, por celos. De modo que detrás de ese orden, que es estructural, opera la costumbre, lo previamente establecido, el statu quo, el establishment, los intereses formados o la voluntad de poder. Y es cierto que desde las izquierdas postmodernas, permanentemente, se hace crítica del pitagorismo; pero lo que no vemos es que, éste, en sí, no es más que una herramienta neutral del conocimiento que analiza lo estructural, pero que la forma concreta que adopte la estructura –entre las muchas posibles–, en tanto que determinada, no es más que reflejo de su alma específica. Y ésta viene determinada, hoy por hoy, por un violento núcleo “humano demasiado humano”; que es el responsable de que la estructura o forma sea la que es y no otra. Volviendo al paralelismo con la mitología griega, Hera es polimórfica, y en la actualidad se manifiesta mediante una forma concreta, que es epifanía directa de los intereses de los grupos de poder. Pero el sabio mito griego nos dirá que no siempre Hera es así; que incluso, a veces, se torna dulce y permisiva; que incluso un buen día llegará a permitir, que aquél hijo que nada más darle a luz despreció por lisiado y cojo, Hefesto (el Vulcano de los romanos y dios de la Técnica), más adelante le concederá que se case con la mismísima Afrodita (no sin antes haberle planteado infinidad de reticencias y haberse convencido de su imprescindibilidad ontológica). Hera representa, pues, cómo esos intereses, costumbristas y de poder, son inerciales. Desde el prisma de la física-mecánica newtoniana veremos cómo éstos, en el ámbito de lo humano, son el reflejo de las leyes ciegas de la Naturaleza: tales como la gravedad, el electromagnetismo o los principios de la termodinámica, entre otros... Para lo sociopolítico esto mismo se traduce en las costumbres, la jurisprudencia, los modelos sociopolíticos, etc... Hera, pues, está llamada a alterar su «modo de ser». Y según el Mito lo hará… Pero su eterno «ser ahí» es incuestionable: de ahí que de lo culturalmente heredado no podamos decir que carezca de vida, sino que es contingente: son inercias heredadasPero lo inercial sabemos que viene de inerte y significa que carece de «cabeza», «inteligencia» o «principio rector», que lo lleve a buen puerto por tal de no caer por el precipicio..El modo en que Hera se da a la presencia es fenoménico; y, por tanto, tiene forma. Siempre es susceptible de transformación y rearticulación; algo que nos señala con claridad meridiana de nuevo el mito griego a través del matrimonio de Hera (la tradición) con Zeus (el Logos). En ese matrimonio es dónde se disputa el hacia dónde de lo político; el hacia dónde queremos ir o no queremos ir... Y el hacia dónde precisa de un télos. Y el télos ha de tener sentido; pues en todo momento evita –como decía Aristóteles– que nos dejemos llevar por la inercia de la línea recta –ciega–  evitando caer así por el precipicio: pues el «No-Ser», la «Nada» o la «Muerte», sólo se pueden esquivar –hasta cierto punto– actuando inteligentemente. Pero no de un modo ciego o inercial. Ahora bien: al optar por un determinado télos, en tanto que mortales, no podemos más que visualizarlo de un modo estructural o mediante una forma. Es decir: precisamos de un programa claro y bien contorneado; no puede ser por completo apofático. Pues el matrimonio de Hera y Zeus es indisociable para nosotros/as; y, en tanto que mortales, no podemos pretender usurpar el lugar de los mismísimos «Principios ontológicos» o Divinidades que rigen el todo fenoménico y carecen de forma. En tanto que mortales, ineludiblemente nos las hemos de ver con las formas: con la crasis. Ciertamente es un cruel imperativo ontológico, pero es así... Y es que la tan denostada por la postmodernidad imaginación –que nos es dada por Naturaleza– no es en absoluto en vano: si la Naturaleza nos la ha dado es por algo, pues ésta nada hace en vano... De modo que no podemos escapar o eludir por completo a la responsabilidad de asumir un programa (crasis); si bien sería deseable, que, habida cuenta de lo aprendido hasta ahora, éste estableciera una serie de télos-límites inviolables que coinciden –perfectamente– con las divinidades del Panteón griego: Deseable sería que, desde tal «crasis», no se atentara ni contra las necesidades básicas del conjunto de la población (que también son «Principios ontológicos» o Divinidades: recordemos la bruja haraposa Ananké“Necesidad”, madre de Eros y responsable de nuestras cíclicas «hambre» y «sed»; así como Morfeo, tan responsable de nuestro sueño como de nuestra necesidad de cobijo...); así como tampoco se atentara contra las distintas Ciencias, Artes, Técnicas, Saberes y otros aspectos Lúdicos, pues en su justa medida todos endulzan nuestras Vidas, al tiempo que, también, son manifestación de la Naturaleza divina –como lo son Apolo, Hefesto, Atenea, Dioniso...; y, por tanto, también son necesarias desde el punto de vista del Ser. Al tiempo que, tampoco –y con esto seguimos la doctrina del “Háma” o el «a la vez» aristotélico– se atentara contra la pluralidad de especies animales, vegetales y otros organismos presentes en el Planeta –Poseidón, Deméter, Perséfone, Artemisa...–, pues también éstos/as son divinos/as.

Y es que, como decía Tales: todo está lleno de lo divino... También el número… y para hacer política, no hay que olvidarlo...