viernes, 26 de abril de 2013

LA ESTÉTICA DE LAS CAPUCHAS... ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL 'ASEDIO AL CONGRESO'. 25A

por Batto – El Faro Crítico
      
      1- La acción estaba condenada al fracaso. ¿Alguien pensaba realmente que podía salir bien? Al menos si el objetivo era realmente mantener asediado el Congreso hasta la dimisión del Gobierno... Si el objetivo era otro, ya no sé. 

      2- El análisis del que partía era simplista. Por supuesto que la situación es insostenible (¿alguien lo duda?) y que la rabia está a flor de piel. Pero la rabia sin organizar y sin canalizar sirve de poco. De momento, los movimientos sociales mayoritarios (15-M, las Mareas, la PAH) siguen en la línea de la no violencia y la desobediencia civil, y no es casualidad. Al fin y al cabo, son movimientos asamblearios, no verticales. Si el sentimiento mayoritario de las manifestantes fuera el de asaltar por la fuerza el congreso, no habría moderador del 15-M capaz de impedirlo. Así que por mucho que ¡En Pie! de permiso 'al pueblo' para sublevarse con violencia, si no quiere, no quiere. 

      3- ¿Tomar un Congreso y derrocar un gobierno por la fuerza pero sin armas y sin organización? No sé si eso se ha dado alguna vez en la Historia. Si una 'masa enfurecida' estuviese tomando el Congreso y poniendo en jaque al Estado (ehem) realmente, en última instancia la policía, o el ejército, tienen armas de fuego y todo el vinagre en pañuelos del mundo no hace frente a eso en un combate cuerpo a cuerpo improvisado... O peor que improvisado: con una estrategia publicada con anterioridad en Internet. 

      4- Aún suponiendo que se tumbe al Gobierno, queda la pregunta clave... ¿Después qué? He aquí el problema de los análisis simplistas. Si hablamos de revoluciones violentas triunfantes (Rusia, Cuba, China, Vietnam, etc.), todas tenían a) organización; b) un proyecto en construcción; c) apoyo popular masivo; d) una trayectoria de años de lucha y trabajo de concienciación y alianzas; e) unas circunstancias que favorecían la toma de poder y cambio de sistema (vacíos de poder, conflictos armados, circunstancias geopolíticas favorables, etc.). 

      5- Cuando apuntas al Estado, al gobierno, es fácil fijar la mirilla: es una estructura jerárquica y tiene una cabeza. Pero el capital es un rizoma: fluye de un lado a otro, es global, no tiene una cabeza visible ni un grupo detrás, es una lógica, sabe adaptarse, perpetuarse, está en la cabeza de tu vecino y de tu vecina. Pretender que tirarle piedras a la cabeza del Estado sin tratar lo otro va a cambiar algo, es ingenuo... o reformista... o peligroso. 

      6- Hay otra opción: que el Asedio al Congreso no quisiese realmente tomar el poder, sino abrir la veda de los enfrentamientos directos contra la policía (cosa que, por supuesto, no se ha inaugurado hoy). Hay mucha gente que busca en España la situación griega, la imagen de manifestantes encapuchados enfrentándose a la policía. Tristemente, lo más interesante de Grecia no es eso, sino la inmensa cantidad de proyectos que están naciendo como monedas locales, hospitales y escuelas autogestionadas, cooperativas, redes de apoyo, economías alternativas, etc. Esto es lo que está actuando sobre la base real del capital: la propiedad y las relaciones económicas. Es lo que crea conciencia y lo que puede satisfacer necesidades inmediatas. Pero mola más la foto de la barricada. Ojo, que una cosa es la defensa en una situación concreta, y otra muy distinta el puro fetichismo de las capuchas y los cóckteles molotov. 

      7- Aunque los policías son el brazo armado del Estado, el problema de este país no es la policía. Es estructural, es el sistema capitalista, y centrarse en el enfrentamiento, poner el enfrentamiento y el disturbio como sinónimo de la sublevación o casi como un fin, es errar el tiro por completo: al capital no le importa en absoluto que un policía arda en la Plaza Syntagma. Así que repito: una cosa es las personas que deciden defenderse o que reaccionan ante un acto de represión policial como los que vemos actualmente, y otra cosa centrar la acción política, el activismo, el discurso y el programa en pegarse con la policía. 

      8- Los procesos sociales y políticos son complejos, plantean dudas, tienen contradicciones y muchísimos obstáculos. Cualquier receta para cambiar las cosas en una semana o un mes está condenada al fracaso. 

      9- Los planes no pueden partir del 'y si...' sino de la realidad. No vale decir 'si todos asaltásemos el Congreso, las cosas cambiarían, así que voy a asaltar el Congreso y si no venís, es que sois cobardes o estáis adormecidos'. A lo mejor hay que plantear si asaltar el Congreso es la mejor vía y, de ser así, por qué la gente no va. Y empezar a trabajar a partir de los hechos, no de la situación hipotética que a cada uno le apetezca imaginarse. 

      10- El discurso en general de ¡En Pie! era sospechoso. Transparencia cero, y una actitud de grupo de vanguardia que abre el camino para que 'el pueblo' o 'la masa' le siga. Ell@s tienen el plan, la estrategia, van a liberar a las masas proletarias de su enajenación y del expolio del capital, y del discurso amansador del 15-M... 

      11- Aunque suene feo decirlo, no sé si hay, en el subconsciente de estás cosas, una actitud más terapéutica que política, un grito de rabia. Como escribió el lúcido Heleno Saña: "Tanto el quietismo como el activismo irreflexivo son hijos de la resignación y la desesperanza. El inhibido se cruza de brazos porque está convencido de que es demasiado débil para cambiar nada. El joven exaltado que coge una metralleta piensa en realidad lo mismo, pero menos sincero y consecuente que el inhibido, elige el absurdo. Sus gritos y balas no son más que la negación de la negación." 

En fin... Sólo espero que a l@s detenid@s no les pase nada... 


miércoles, 10 de abril de 2013

HEGEL Y EL ABSOLUTO

por Antonio Fernández Balsells - El Faro Crítico

(DROGAS DURAS)

“Algo pasó en tu cabeza…y empezaste a cambiar…” decía una pegadiza canción de la movida madrileña de los años 80… Luego venía algo así como “y no tienes nada que perder, y no tienes nada que ganar… te has convertido en inmortal…”. Y es que, si nos movemos en el mundo de las drogas duras –y la Filosofía es una– ya sabemos que el espejismo de inmortalidad siempre está ahí… Ya se sabe; lo de los héroes y heroínas de la Nación, de la Patria, de la Eticidad (Sittlichkeit), del Espíritu…; porque es desde semejante "Absolutez" que las personas pueden “flotar” o “volar”, en definitiva, sentirse “libres”... Kant no podía ser menos: él también quería volar… Con su dieciochesca peluca, tan bien empolvada como su nariz, sentaría para la Modernidad una de las más imponentes hipótesis metafísicas: la de la Libertad; fundamento éste último e imprescindible para toda razón práctica según Kant… Que fuéramos libres o no, en verdad, poco importaba; lo que sí importaba era “actuar por deber”, pues de lo contrario, ¿cómo hacer a sus compatriotas responsables de sus actos? De lo contrario, esto sería tan aterrador como la jungla; algo que sin duda nos asemejaría a aquéllos pusilánimes indígenas, cuyas tierras andaban colonizando desconsideradamente las modernas potencias europeas por aquel entonces… Así que, fusionando la culpa cristiana, la responsabilidad y la moral corriente de la época, la Modernidad andaba metafísicamente bien calzada –con zapatos de aguja nuevos, nada menos– en base a algo indemostrable: la fantasía –en re mayor– de la Libertad… Pero la estoica Necesidad, la estoica Razón Universal, aquélla que según los antiguos penetraba el Todo, sin embargo, no hacía más que aparecer y reaparecer de un modo tan fatal como impertinente, haciendo añicos los discursos de aquellos que seguían alabando La Libertad... Llámesele Pronoia, Destino, Hado, Razón cósmica o Fatalidad, esto da igual; pero esta misma Necesidad, sin duda es la que ha hecho que los ciudadanos de la ¿Polis? del XXI –si es que hay Polis– sigan sin poder entender a qué coño se refieren los neoliberales con eso de Libertad... ¡Es que puedes escoger productos de distintas marcas! –decían con lágrimas en sus ojos los recién liberados ciudadanos del oprimente bloque del Este –entre los que contaba nuestra venerable Frau Merkel– cuando “por fin” había caído el Muro, y ya podían llegar andando, y sin atravesar controles fronterizos, hasta la berlinesa Wittembergplatz; por lo demás, repletita de llamativos anuncios alumbrados con luces de neón… O bien, desde la comodidad de sus casas, cuando enfrente de sus televisores podían ver cómo se anunciaban multiplicidad bragas y compresas multicolor de todas las variedades, marcas y tallas… –seguro que a la venerable, esto mismo debió conmoverla todavía más…–. El Gran Casino había abierto sus puertas; ahora con un poco de suerte, todo era posible…; pues el Azar abría las manos a todo hombre y mujer Libre. Atrás quedaba Necesidad

Pero ya en el siglo XIX, nuestro Filósofo y Teólogo Hegel, habría de dar un pasito importante en todo esto… Ahora bien, él sí que tendría en cuenta a la tan fatídica Necesidad. Lo primero que hay que decir, tratándose de un hombre como Hegel, es, ante todo, que era un verdadero machote; sí, un tipo viril con ronca voz; y esta imagen nos viene inevitablemente a la mente cuando atendemos a su peculiar concepción del Estado. Inspirándose en la República de Platón –¿de quién sino? –, distinguiría entre distintos estamentos: obviaremos aquí los inferiores por su carácter secundario dentro del sistema hegeliano: el primero de ellos sería el mismo que encarnaría la eticidad de todo un pueblo (los restantes estamentos –incluso el burgués– no tendrían ni la más remota idea de qué pudiera ser eso…). Ese estamento no era otro que el Militar (¡Guau!). Cómo justifica Hegel todo esto, es de lo más singular: pues sólo ellos –los militares– son los que arriesgando su Vida (“despreciándola”), han logrado someter a los siervos ‑todos éstos unos pusilánimes, temerosos, cobardes, miedicas, que han tenido en demasiada estima su propia Vida y han obedecido a los temerarios hombres de Estado y sus imponentes armas‑. Pues según nuestro Teólogo, para abrazar el Absoluto y los frutos –paradójicamente materiales– del Espíritu, hay que despreciar la Vida: la Nación, la Patria es para aquéllos que lanzan el más chulesco de los órdagos: o todo o nada… Así son las cosas del Poder, del Ethos hegeliano y naturalmente, también: en el Juego y el Casino. Pues bien, así las cosas, estos Espíritus-Nación o espectros de la razón cósmica universal, con sus costumbres y sus jurisprudencias, sus valores ético-políticos, no podían ser otra cosa que la encarnación de la Pronoia estoica, la fatalidad de todo pobre ciudadano –en principio– “libre”. Y aunque la idea de base, tanto kantiana como hegeliana, fuera que desde ese marco –jurídico-político– los ciudadanos sí podrían ser libres (curiosamente a través del cultivo de sus vicios privados, pues así era como premiaba la oscura providencia con sus materiales manos invisibles); lo cierto es que aquel marco iba haciéndose tan insufriblemente chico, que las florecillas que de relleno habían sido pintadas en él, finalmente ya no tenían ni suelo, ni aire que respirar. Sin duda alguna –y al igual que ahora– se estaba retando a lo Viviente… Ahora bien, ni tan siquiera en el siglo XX se ha tomado demasiado en consideración a la Necesidad-Natural; pues no dejaba de ser como aquella tosca bestia parda, tan cargada de piojos, verrugas y granos, a la que incluso se la llama Metafísica. Todos los discursos tan plagados de buenas intenciones como bellas palabras, hablaban de Libertad... –la del artista, la de los creadores y creadoras, la de la inspiración del científico/a, incluso la del hombre o mujer de negocios, etc…– e ignoraban a la nefasta y mediocre bruja Necesidad. Y es que, cuando se trata de drogas, lo que importa es evadirse… Adiós oráculos, adiós divina providencia, adiós Pronoia, adiós determinismo, adiós fatalismo; si bien, en el día a día, los herederxs de todo este cirio, los ciudadanos de este siglo XXI, no tenemos otra sensación que la de hallarnos inmersos bajo la influencia de la más maléfica, ensombrecida, lunática y absurda de las fatalidades: seguro que contingente, pues no deja de ser más que una recreación humana…pero, en cualquier caso: de “libres”, nada… ¿No se tendría que volver a contemplar con más respeto a la nefasta bruja Necesidad?

En tono científico decir que las drogas inciden directamente en el circuito del placer, produciendo como una especie de cortocircuito, que trae, en el aquí y ahora, en un solo instante inmaterial, al susodicho: Don Placer... Ahora bien, al Sagrado Placer, que es natural, no le gusta que lo invoquen, ni prematura, ni injustificadamente: nada de provocarlo, ni de controlarlo, ni de conjurarlo con toda suerte de cálculos u otras estratagemas…pues es Él el que rige... (y de hacerlo, pues ya sabemos lo que pasa…) Pero es que, por cosas de brujería, sabemos que Doña Necesidad va de la mano de Don Placer. Así, que, olvidándolo o despreciándolo –pues para Kant, es en el Placer que radicarían las funestas inclinaciones naturales que todo buen ilustrado debiera evitar y controlar–, y abogando por la Libertad –en definitiva, la de unos pocos: la de los más virtuosos u obedientes; o sencillamente: la de los “buenos profesionales” o la de las clases más altas…– se ignoraban las Necesidades naturales básicas de la mayoría de seres vivientes. Lo importante era la eticidad: el marco jurídico-político en el que habían de habitar esas mónadas nouménicas –suprasensibles– que eran los egos o sujetos-atómicos, que sólo así, en su inmaterialidad, podían ser considerados “libres”. Mónadas despegadas de este mundo fenoménico, por tal de ser libres; mónadas desprovistas de toda necesidad fisiológica: que desde el altillo de su Libertad, ya no comían, ni cagaban; por fin libres de toda Necesidad natural. La Política era pues cosa Oscura, fantasmagórica –pues no dejaba de ser cosa de “Hombres Libres” en absoluto relacionada con la menesterosa, popular y común Necesidad Natural. Y como lo básico y necesario para espíritus tan elevados, es algo que apesta, decidirían obviarlo: cada cual es capaz de satisfacer sus necesidades-inclinaciones básicas –aún habiendo dejado a la mayoría por completo desprovista de todo acceso a los recursos básicos imprescindibles por tal de subsistir (todo ello gracias a las armas de los chulescos de la Patria, de los que Hegel había sido Gurú).– De lo que se trataba era de hablar de ética y de moral, sentar las bases de rígidos códigos jurídicos que dejaran las cosas exactamente tal y como están: la propiedad privada, ni tocarla, por favor: pues sólo con este otro mandato-máxima metafísica se podía garantizar la hipotética “Libertad”. Es así como Universalidad y Fatalidad, se confundían revolcándose en un orgasmo cósmico de leyes injustas, que arrasaban con todos los derechos básicos de la población civil, a modo de Pronoia estoica; como si la ley humana fuera un mal universal y necesario por tal de garantizar el Hada “Libertad”. El Espíritu o lo Absoluto, hacía de las contingentes leyes humanas, la más absoluta de las fatalidades a sufrir –eso sí– sólo por parte de aquéllos pusilánimes esclavos; es así como las Leyes humanas –aún siendo contingentes– ni tan siquiera tuvieran en cuenta lo Necesario básico e imprescindible –que no es sólo material– para que toda Vida pueda ser vivible… Cierto que Hegel con su militarismo, subordinaría lo económico-burgués –el Zeitgeist de nuestra epocalidad– a lo político; pues todo pensador o pensadora siempre aporta algo positivo. Ahora bien: cómo reubicar lo económico para que el mundo no se convierta en un mercado de abastos (?), sin tener que pasar por la chulería militaroide. Esperamos que ocurra “El Milagro Natural”. Pero sin Acción –como muy bien viera Marx y Aristóteles– esto no acontece. De modo que dejemos de invocar al Oráculo Tarot, ni de mirar el Horóscopo por tal de saber qué coño nos depara el Hado, el Destino, la Fatalidad o la Necesidad, cuando no, el Futuro; pues, como decía Aristóteles: aun siendo la Naturaleza diabólica, no lo es menos que “la verdad la hacemos entre todxs”. También las leyes. Pues cuando desde cualquier saber –ya sea la economía, la política o la ciencia…– se recurre al Azar como elemento explicativo de sus teorías, es que sencillamente no tiene ni puñetera idea de lo que se habla, o bien, sencillamente y con bonitas palabras, se nos miente. Volviendo a la canción: (los héroes nacionales) “…se han convertido en leyenda, y no tienen nada que perder, (y sí) tienen mucho que ganar…

jueves, 4 de abril de 2013

Capítulo décimo-cuarto de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico

Sugerir que de entre los ruidos in-habituales que uno podría encontrar en el hogar se encuentran los inesperados, además de deslinadarse de la consideración según la cual una casa es poco más que un habitáculo compuesto de materiales varios, vidrio, metal, cemento y ladrillo, por ejemplo, no tendría el gran eco que tal vez sí supondría reconocer que de aquellos ruidos inesperados no todos habrían de ser des-conocidos y muchos menos asustar. El susto, por ser tan mío, siempre al final. Incluso si el susto, y por tanto la urgencia, eran enormes. No había dudas en esto para Ernesto. Siempre necesitaba escucharlo de nuevo. Escuchar la causa del susto a través de una pregunta formulada a y con otro, habitualmente su familia. Si el fregadero no tragaba o el agua de lavarse las manos y la cara estaba muy frío, nada cambiaba. Aunque claro, y con esto ciertamente no se dice demasiado, es decir, no se dice nada que no estuviera ya dicho, había sustos y sustos, ruidos y ruidos. En particular, y es dudoso que fuera lo que ocurrió ese martes trece de septiembre en casa de Ernesto, hay ruidos que consiguen la inversiones más terribles. Que lo alto parezca bajo, y lo bajo indiferente. Lo curioso y grave es que aunque, así visto, la situación de que el ruido asustase parecía casi insiginificante, un síntoma secundario, la in-significancia embebida del síntoma secundario permitía que el susto dejara de ser tomado como secundario y como síntoma, y que, una vez normalizado y operando a sus anchas, las únicas de hecho posibles, ciertamente tan sólo asustase.

Esa tarde un enorme estruendo sonò en la vivienda. Podía venir del techo o de las paredes laterales. Ernesto no lo sabía. La planta de arriba estaba vacía desde que él y su familia vivían allí. Era un lugar de paso. Asegurar cuánta gente, en principio diferente, se había dejado caer por el piso de arriba en los últimos meses resultaba imposible. La única huella que quedaba de cada uno de los fugaces habitantes de esa planta era un chasquido, a lo sumo un chirrido similar al arrastre de un mueble pesado. Continuo pero no muy estridente. La huella sonora de una marca en un nivel superior como prueba de paso que sella un “de-a-dónde” secuencial, tanto “vengo” como “voy”. Un uso y un paso excesivo de la habitación que, por ello, dejaba de ser habitable. Ante todo veloz. Tanto que en ocasiones, cuando no había colegio, Ernesto se quedaba mirando duranto largos ratos las figuras de una arboleda cercana y atribuía a cada especie de árbol un ruido de los que sonaban en la planta de arriba. No le quedaba otra, y aún sin ser así lo hubiera hecho, que terminar uniendo diferentes ruidos, aún muy distintos, al mismo árbol. “Ese sauce suena gentil, decaído, sí, y toca el suelo con las mismas ramas que apuntan a las nubes y al resto de sauces… son hojas enormes… unas miran sólo al suelo, otras observan a las que miran al suelo y otras rozan el aire arriba del árbol… su sonido es tan largo y tan ancho que cuesta separarlos… es un bloque continuo sonoro, una apisonadora jovial… cobijo… y aquellos otros, cipreses, sí claro, qué áspero y arrojadizo son… sube demasiado, allí hace frío… el viento corta a ráfagas… corta y silba muy alto… medio segundo de paso, no más y otro más… se están yendo sin agitarse mientras silban…”, concluía Ernesto más de una vez.

Pero aquel ruido era muy distinto. Nada parecido a esos pisotones de fantasmas bailarines de balls. Ernesto sintió miedo. Raro en él. Un miedo abrasivo. Sin rabia pero con una capacidad de extensión fulminante. Percibía el sonido y ya estaba todo el cuerpo paralizado. Nunca el aparato nervioso funcionó tan bien y, cuando el ruido se repitió en forma de silbido atronador, sólo a cambio de un excesivo esfuerzo muscular Ernesto pudo llegar hasta el rincón de lectura de su padre. “Papá, papá…” pudo decir con una debilísima fuga de aire orientada.

El hecho de que el padre, estando tan atento y entregado como estaba al aprovechamiento de los últimos rayos de sol para acabar el capítulo siete de “El vino del estío”, tuviera la capacidad perceptiva suficiente como para escuchar el quejido de su hijo y, sin embargo, afirmara no haber percibido ningún ruido extraño en toda la tarde, más que sorprender a Ernesto le hizo plantearse si todo aquello del extaño ruido no era algo parecido a lo ocurrido pocos días antes de su cumple. Entonces, no hacía más de tres meses, todo empezó como un cierto debilitamiento general del cuerpo. El niño se levantó un día, esto lo hacía cada día, y tras estirarse debidamente y asearse notó que el dedo meñique de su pie izquierdo parecía diferente. Más flojo, como demasiado ajeno al resto de dedos y al pie. No le dió mucha importancia y continuó poniéndose la ropa para ir al cole. Una pierna del pantalón y luego la otra. Pero al volver casi sin darse cuenta sobre el pie izquierdo para ponerse las botas ya no sentía nada. Ahora ni dedos ni empeine ni tobillo ni puente ni palma eran suyos. El pie no era de nadie, quizá, de esto no estamos seguros, ni siquiera del propio pie. Tan lejano estaba. Pero aún entonces Ernesto no se atemorizó. “Se me habrá dormido pero aún así seguro que puedo sentir la tierra al andar” pensó y comenzó a zarandear el pie cogiéndose del gemelo. Pero su optimismo se tornó cuando ya tampoco el gemelo respondía. Le siguieron rodilla y pierna entera hasta cadera. Después, inmediatamente, comenzó el otro pie. El problema no fue que con este extrañamiento absoluto y continuo de su propio cuerpo Ernesto quedara inmóvil, como paralizado del todo. No. Si de algo tenía ganas era de moverse todo el rato de aquí para allá, tal vez no para permanecer mucho tiempo pero sí para presenciar cuantos más detalles inesenciales, gentes y sitios exóticos, mejor. El problema, pues, venía por esa distorsión del apetito que no empezaba a permitir, por ejemplo, que Ernesto deseara ir al cole aquella mañana. Su ánimo se debilitaba a cada paso del debilitamiento de su cuerpo. Pero como el avance avanzaba, es lo que tiene, poco a poco y aún no había alcanzado su hígado ni cabeza, pudo gritar en busca del auxilio de sus padres. Angustia. En el minuto que tardaron sus padres en llegar Ernesto pudo sentir como su cuerpo se enajenaba completamente, sentir cómo podía dejar de percibir allí donde se retiraba el sentimiento. Una sombra que en el borde infranqueable y de difícil regreso, una vez franqueado, que separa luz y oscuridad no deja percibir que lo queda más allá de la luz es inhabitablemente abrasado por el fuego que pertenece a la sombra absoluta de la oscuridad. Pero dejó de ser y entonces todo parecía normal. Conocido como usual. Era un niño sin cuerpo, un riquísimo automata.

En aquella ocasión le salvó el que sus padres, perfectos conocedores de su hijo, precisamente, no pudieran re-conocerlo y optaran por llamar a las “Urgencias sanitarias” para ver si, al menos, la alta fiebre y los mocos podían desaparecer. Que el doctor Guzmán concluyera su diagnóstico recomendando más potasio en la dieta del niño y unas pastillas para bajar la fiebre, casó muy bien con la coincidencia entre el tiempo pronosticado de recuperación y el momento en que Ernesto comenzó a re-sentirse a sí mismo y, sobretodo, con que el diagnóstico fuera una gripe estacional. “Unas pastillas, un poco de tiempo y todo se arreglará”, ¿sería válida esa receta tan tonta ahora también para hacer desaparecer los ruidos?
Ernesto corrió a la bilblioteca del hogar y cogió un par de manuales de anatomía que andaban por allí. “Tal vez sea alguna inflamación del caracolillo o una infección del timpano, pero entonces debería oler mal…” y de nuevo sonó otro ruido enorme. Muy seco y rotundo pero con un ligero eco al final. Como un gigante llamando a una gran y gruesa puerta de madera. Ya estaba claro, venía de la pared de enfrente. Pero nadie vivía allí. Ernesto y su familia, muy a su pesar, no tenían vecinos.

Claro que era imposible que no hubiera vecindad. Pero no había vecinos. Ruido vivo de fondo. Tal vez por lo grueso de la pared. Tal vez, sí de nuevo, por alguna infección bacteriana. O, tal vez, es que todo aquello, sin más, olía fatal. Demasiado como para que apareciesen nuevos inquilinos del espacio lateral. Incluso en alguna ocasión, realmente sólo en una pero durante un buen rato, Ernesto lo había echado en falta. Entonces se debatía entre dos espinas desiguales. Primero se preguntaba rigurosamente por la necesidad de vivir con otros. Le encantaba vivir con sus padres y su hermana Sonia pero, ¿cómo sería vivir absolutamente sólo? Horrible, ni una piedra alrededor. No se detenía ahí mucho tiempo. Su imaginación valía para asuntos más interesantes, más pensables. Prefería preguntarse por qué tipo de vecino sería mejor. Unos que habitaran con animales o que tocasen algún instrumento musical estarían bien. Incluso los dos a la vez. Como cuando encontró cerca de su hogar a una cabra que se subía a una silla mientras alguien tocaba la trompeta. El espectáculo terminaba con la cabra, ya bajada de la silla, enlazando algunas notas en un teclado eléctrico. Pezuña a pezuña, no sonaba mal del todo. Mùsica animal. A Ernesto le parecía un nuevo estilo musical que podría enriquecer la vecindad.

Sus padres también echaban en falta tener vecinos. Más bien fantaseaban con la falta porque nunca los habían tenido. Ellos eran más de acordarse de ellos, de su ausencia, cuando algo básico faltaba. La falta, en realidad, era la necesidad de un poco de arroz, una pizca de sal o un cubo de agua. Así, los vecinos, la comunidad de vecinos, sería no mucho más que una sociedad fea de interesados. “Para únicamente eso, mejor estar solos” decía Ernesto a sus padres el día de invierno que hablaron de ello. Porque si en algo estaban de acuerdo era en el calor que da la vecindad. Eso les unía. Unos buenos vecinos dan calor. Calor calórico y calor luminoso. Aunque les parecía que el más importante era el segundo. Y no es que su hogar estuviera especialmente bien aislado térmicamente del exterior. Siempre, en invierno, andaban por casa con una manta o una rebeca de lana gorda y bolas aún más gordas por encima. Lo que ocurría es que de esos dos calores uno dependía del otro, y éste se podía asumir como incluído necesariamente en su idea de “hogar”. Sobretodo por las restricciones del calor calórico. Calor humano. Calor de ausencia de cuerpo con ausencia de cuerpo. Calor de aglutinación y pérdida de espaciación y distancia. El incumplimiento perfectamente coherente y cumplido de la regla de inversión porporcional entre la distancia del foco y la intensidad del flujo. Y es que sin dirección privilegiada de propagación cualquier espacio era tomado instantaneamente. Delimitado por la energía en fuga. Ocupación en la que lo ocupante, el calor, se esfuma en-con la ocupación. Una invasión cobarde. “Qué caliente, un paso atrás y otro y otro y dejará de sentirse el calor de mi cuerpo, mejor pégate bien...” se podría también decir alguien, muy doblado, a sí mismo. El objetivo era la delimitación de la unidad de calor. Sin posibilidad de adición y sin interés por la potenciación mutua. Cuanto más con-fundidos los cuerpos mejor. Ni siquiera era necesario acudir a una manifestación para ello. Con pasar algo de frío en cualquier lugar era suficiente. Muy diferente al calor lumínico. Su “toque” era distancia, la necesitaba. Estoy ahí frente a ti. Te veo. Luego somos. Veamos pues qué somos. Incluso arropados por una manta. Pero veámoslo. Seamos, de hecho, vecinos o lo que sea. Pero seamos ya algo seriamente.

Por suerte Ernesto y su familia sí situaban el calor calórico, muy útil para calentar una lata de fabada o un café en la manaña, supeditado al calor lumínico. De hecho, el padre de Ernesto, ya con la noche casi echada, se levantó de su estudio para calentar café del que había sobrado en la sobremesa de la tarde.
Sonó por tercera vez un ruido gigantesco. Ahora seriado en cuatro más pequeños, muy seguidos. Casi al límite del umbral del discernimiento de la escucha diferenciada. El padre de Ernesto tiró la taza de café al suelo. Llegó corriendo y tomó su brazo, “¿dónde está tu hermano?, ello está aquí, ha vuelto...”. En pocos segundos siete personas adultas irrumpieron en su hogar. “Abandonen el puente, no pueden pernoctar en esta zona pública de paso. Tenemos la sentencia de la junta de barrio, porfavor no pongan resistencia y márchense...” sugirió uno de ellos mientras otro cogía a Ernesto y lo sacaba en brazos hacia la arboleda cercana. Apoyado en él, Ernesto trató de comprender qué arbol de la arboleda sonaría como aquel señor. “Bueno, tal vez haya también árboles mudos...” pensó y apartó la oreja del pecho del agente para poder escuchar mejor la tierra entre las raíces de los árboles.