viernes, 8 de marzo de 2013

Capítulo décimo-tercero (y final segundo: “una historia mala”) de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico

El señor Joaquín Gustavo Federico tuvo la ocurrencia de enamorarse y guardàr-se-lo, tanto para èl como a ella, en secreto. Èl lo sabìa, y ella, el evidente objeto de amor, no.  Y no es que ellos no hicieran vida de pareja. No paraban, de hecho, de pasarlo bien, disfrutrar e ilusionarse mutuamente. El problema vino cuando él deseó ir por sí mismo un poco más allá de los dos manteniéndose a sí todavía en pareja. No recordó que tratar de mirarte por el espejo retrovisor de tu vehículo monoplaza mientras adelantas a otro vehículo más voluminoso fijándote además bien en él, como tratando de reconocer a alguien en su interior, tal vez incluso a ti mismo, suele terminar, ya desde el principio, bastante mal.
 Así que el “aquello” que estaba no del todo para los dos favoreció que planeara la gran sorpresa que suponía para su novia el comprar un anillo con una gran piedra y, en un entorno físico especialmente cargado con anterioridad de emociones, utilizar entre sonrojos alguna frase, también pre-hecha, para pedirla matrimonio. Y eso que para conseguir el anillo tuvo que prostituirse de la peor manera. Accedió a vender unas cosas para comprar otras que sólo cobraban valor por cualquiera alguna otra tercera. Fue duro. Trabajó primero testeando revisiones remasterizadas de videos pornográficos de hace décadas, controlando que cada gemido, la textura de la voz y el volumen, estuvieran de acuerdo a los supuestos gustos sexuales de su tiempo. Sus jefes estaban encantados con él pero no aguantó allí más de dos meses. Harto de ver tanto pelo cardadado, púbico y no púbico, aunque cargado de experiencia en el mundo del porno retro, marchó sin pena. Básicamente porque ya tenía presente otra ocupación mucho menos exigente y más placentera. Únicamente él podría llegar a valorar cómo su experiencia pasada le permitió poder silenciar el material pornográfico audiovisual del centro de donación de esperma, al que comenzó a ir todas las semanas, para imaginar y recordar tonos y susurros mucho más sensuales y excitantes en su lugar. En cualquier caso era una ventaja competitiva. Y como su semen era de gran calidad, fue un asiduo del centro durante bastante tiempo. Tan sólo le pudo sacar de allí el resquicio del mercado en forma de ley de la oferta y la demanda que mantenían aquellos centros, junto a la legalización del implante y crecimiento de óvulos fecundados en varones previamente tratados. De repente lo que hacían falta, mucha mucha, eran óvulos fertiles, y tuvo que cambiar de empleo. Lo interesante es que tras aquello consideró que ya tenía el dinero suficiente para comprar el anillo perfecto a su novia. Y así lo hizo. Otra cosa bien distinta es cómo lo recibió ella. Mal es poco, fatal no se entiende muy bien. La calmada invitación a que desapareciera de su vida y la acusación de “insolente mayor” para el señor Joaquín Gustavo Federico fue lo que obtuvo a cambio. Buen trato.
Que en esta ocasión, y ciertamente en cualquier otra con estos precedentes, las emociones, su flujo excesivamente cambiante desde-para sí, estuvieran, precisamente por ello, tan centradas individualmente que el supuesto encuentro cuasi-mágico de las de ambos derivasen en lo que  el señor Joaquín Gustavo Federico denominó un “fracaso” cuando contó sus penas a sus conocidos, en absoluto evitó, pero sí requirió, la comparecencia de una gran variedad de sentimientos, la mayoría raspantes entre sí, y, sobretodo, de una cierta obsesión posterior. Ni siquiera tuvo tiempo para plantearse valorar lo bonito que había sido aquello hasta entonces, lo divertido y aventurero del camino de ida o mierdas así. La obsesión que ya estaba apareció de inmediato.
Y la obsesión, suele ocurrir, se asoció a objetos de su entorno. En su caso a todos los que se erigían ante-por él como superficie lisa de proyección sobre la que insertar el objeto privilegiado protagonista de la obsesión en cuestión, el anillo, o más bien, la piedra del anillo. Desde luego que era una piedra preciosa, preciosa obsesión, verde como esmeralda. Pero obsesión, al cabo, que mostraba que cualquier objeto, por serlo, esmeralda o no, rubì o no, diamante o diamante, suficientemente vanalizado resulta insoportable, es decir, soportable sólo por el sujeto de la obsesión. Hasta una esmeralda, poniéndonos en el caso, quién sabe, de que a alguien su contemplación le produjese un gran placer, suficientemente repetida y trivializada, se convierte en serrín para tapar vómitos de gatos de ciudad. Y Joaquìn Gustavo Federico, muy consciente de su estado, justamente por ello y ya sin novia, anillo pero con muchas piedras disponibles, tantas como segundos de doblez mantenida entre lo que deseaba y lo que deseaba, trató de sacar beneficio de tanto preciosismo manido. Empezó a tratar con ellas, a negociar con sus piedras. Aunque eso supuso un problema, pues, en la medida en que una piedra aparte de su valor propio no tiene mucho dinero en los bolsillos, había cierta obligación a abrirse a alteridades con algún mayor porcentaje de liquido mineral. Por el resto, no le costó encontrar personas que participaran de su obsesión, y pronto empezaron a poner precio y re-valorar a las piedras por su peso, brillo y refringencia. “Miren, qué maravilloso juego de luces en su interior, ¡no me dirán que no merece la pena hacer un esfuerzo por ella!.”, decía el señor Joaquín Gustavo Federico al señor Augusto de Jejé y a la señora Sonsoles sin todavía quitarse el monóculo de aumento de su ojo derecho.
- Pena, lo he oído, ¿dónde está la pena?
- Sale de los brillos de la piedra que todavía no alcanza.
- Y piedra, lo he oído, ¿dónde hay piedras?
- Salen de allí donde usted ponga el ojo.
- Mi ojo, tengo dos, ¿cualquiera vale?
- Sí, pero tenga cuidado de no mirarse en el espejo con uno de ellos al otro, no ponga un ojo en el otro.
- Otro, ¿eso qué es?
- Una piedra que brilla, ¡no me diga que no merece la pena hacer un esfuerzo por ella!
- Pena, eso ya lo había oído y no me termina de agradar; mejor, una obligación gustosa, si puede ser.
- Claro, por poder, sin problema. Y dígame, ¿para cuánta gente le pongo? En kilogramos si puede ser…
No sería difícil decir cuántos tratistas ni cuántas piedras entraron en sus intercambios porque cuando algo se expande tan rápidamente lo queda de uno, sea piedra, mineral, humano o escaso líquido de frenos, es poco más que eso, un indicador cuantitativo con tan poco de cualitativo como grande sea la extension de su número, por otra parte, fácilmente fijable. Otro asunto bien distinto, mucho más difícil, sería decir el tiempo que duró esta obsesión compartida. Tal fue para el señor Joaquín Gustavo Federico, que más anidado que nunca en su obsesión, no paraba de insistir en la imposibilidad, mejor absurdo, de des-enamorarse cuando uno está enamorado. O lo que viene siendo lo mismo, en el absurdo asociado a gestionar, ya uno mismo ya un experto profesional, lo in-gestionable por sí solo tomado, es decir, lo que de meramente individual tienen los sentimientos. Así que, como realmente lo ultimo, y siempre en ese orden, que quería era dejar de tener vida, y eso no era mucho más para él que dominar y sentirse agitado por sentimientos contrapuestos, pudo permanecer un tiempo así, a saber cuánto, antes de instalarse en la locura, y de allí, pasando por un centro municipal de agitación psíquica, al cambio cambiante, a generar un mundo de comprensión realmente alternativo. Aun entonces, la obsesión, algo de ella, permaneció pero muy tornada.
Se conservó poco más que aquello que permitía que hubiera a la vez piedras y humanos bien diferenciados, si bien ahora las piedras tenían algo de humano, y los humanos conservaban bastante de piedras. Todavía había piedras por doquier pero ahora hablaban. Hablaban entre sí y con otros y así autoregulaban sus vidas.
Incluso Fede, que a esas alturas ya había perdido el título de señor y todo el resto nominal con él, como buen generador no-único del asunto, se veía, pensaba y sentía, vamos, que era, una piedra más, con sus costumbres y hábitos. Ellas, pues estaba muy incluído en que hablasen, se nombraban. Tenían nombres pero cambiaban cada cierto tiempo. Hoy “Trebor”, manana “Amadeo”, pasado “Sigmund”, tal vez al otro “Desconocido de ahí Enfrente”. Por lo demás, las piedras hacían cosas muy de piedras, vida contemplativa que no dejaba de lado la actividad. Y es que el recibir la luz del sol en una ladera cada mañana mientras se atiende en grupo a cuáles son los mejores medios para, por ejemplo, asentar y reafirmar el firme del suelo en el cual se está asentado como piedra, supone, al menos, cuatro acciones diferentes, recibir-atender-asentar-reafirmar, que se relacionan la mar de bien con la paráfrasis verbal “resistir-y-debilitar siendo”. Sí, el mundo de las piedras solía tender a la alegría y felicidad, pero eso no obstaba, como ya se supondrá, para que también se ocupasen de asuntos más instrumentales, más humanos. Por ejemplo, las piedras vivían en ciudades, compuestas únicamente de hogares, calles, parques-huertos, colegios y bibliotecas. Las carreteras tenían poca importancia para ellas porque solían ir andando a todas partes, eso sí, muy despacio, casi a velocidad de placa tectónica. Imperceptible movimiento, y por ello enorme velocidad relativa para cualquier humano, que hacía que las pocas carreteras que había, tal y como ocurría con las demás edificaciones, pudieran estar fabricadas de humanos triturados hasta formar una base viscosa que se solidificaba al contacto con el aire. Había, pues, algunas cosas que continuaban igual. Otras muchas no.
Por supuesto que las piedras, siempre que podían, preferían tener vida a no tenerla. Pero sólo porque tener tal cosa suponía un tipo de “entrar en contacto con” en el que el con-tacto, el toque que requiere necesariamente de una exterioridad áspera y rugosa para facilitar el movimiento posterior al tacto, hubiera ya antes movimiento o no, licuaba la aparente hendidura distanciada y violentamente estática del “uno frente a otro” para, sin reducir bordes ásperos de separación, des-re-absorber en el medio intersticial ventoso los minerales enlazados en el “con”. Dicho de otra manera: Las piedras sólo entraban en contacto, hablaban, bajo umbrales pequenos en los que únicamente podían situarse varias de ellas si entraban de lado. Sin olvidar que los umbrales eran también de piedra maciza pero blanda que con el viento daba lugar a más piedras-polvo-alimento. Y aún de otra manera: Nunca se entraba en contacto antes de comer básicamente porque no se comía a cierta hora, sino que todo el día era comida, apetecible. Y todavía de otra manera: Tener vida era dar-recibir vida. Vivir. Ventear. Las piedras deseaban vivir porque siempre hacía viento. Y cuanto más fuerte mejor. Una piedra despeinada era piedra como la que más.
            Así que comían, intercambiaban materia con el afuera que les constituía materialmente sin que esto interrumpiera su pedrear. Tenían lugares muy particulares donde llevar a cabo ese tipo de relaciones. Plazas-huertos. En ellos, claro está, se reunían, pero no de cualquier manera como el que va a un “Kebab” un miércoles tarde a saciar su apetito. Aquellos eran lugares de exposición de sí al desgarro atmosférico del viento. El viento, en su ir y venir continuo cuando ocurría, posibilitaba el intercambio material, mas no como agente sino como elemento mediador-conector necesario. Enlazaba, porque era, tanto gritos muy mudos como susurros desgarradores de auxilio y llamada. Sin olvidar, solo lo hacía olvidando de verdad, que justamente por él, el pequeno y cercano grano de arena que se incorporaba a una piedra venía de la erosión lejana de otra, tan desconocida, eso daba igual, como valiente y receptiva permanecía la que donaba al próximo y anunciador aullido in-inintencional del viento. Hasta dónde llegar en esta supuesta indefinida cadena de conexiones recíprocas sería una cuestión interesante para una piedra si, precisamente, no fuese piedra, si, justamente, no hablase.
            Porque ellas, que por ello no tenían ídolos-dioses sino hermanos-sabios, gustaban y acostumbraban a mirar al cielo, de noche o de día, tanto para mirar astros como planetas. Estos últimos, “hermanos consejeros” los llamaban porque amaban conversar con ellos, eran sus preferidos. Aunque no sus únicas referencias comprensivas. En cuatro momentos del año las concentraciones eran masivas y se atendía de una manera especial a la piedra-tierra. Entonces, algunas piedras, habitualmente sulfuradas, se inmolaban por fricción en una danza coreografiada para dejar que la tierra hablase. Es cierto que la mayoría de veces gemía de dolor, al fin y al cabo la estaban abriendo en canal, pero aquello se entendía, igual que el acto sacrificial de las piedras detonantes, como la exigencia de resurrección, y que por tanto requiere muerte, de la vida erosionada, la vuelta en el suelo de la vida plural de las piedras desgajadas del suelo.
            En los días buenos con muchas nubes distorsionadoras y productoras de eco, no sólo las piedras concentradas escuchaban el canto sangrante de la tierra. También podía llegar a algunos humanos que anduvieran cerca. Se mordían la lengua y así por fin podían hablar. Se tornaban también piedras obsesas. En estos casos las piedras recién llegadas eran tan diferentemente separadas y espontáneas en grupo como cualquier otra piedra. Bailaban, preguntaban, reinventaban, se esfumaban, observaban e incluso amaban. Y todo eso sin calzado, boca, cerebro, reloj, ojos ni corazón. Lo que no hacía de ningún modo ninguna de ellas era confundir una piedra, la consistencia de su pedrear, con una roca.
            El antepenúltimo día de abril Fede salió algo pronto del trabajo. No tenía muchas ganas de ir a los juegos de primavera y marchó directamente a casa. Era su “miércoles de soledad”. En el camino de vuelta se encontró un fantasma muy colorido. Al principio creyó que era una sombra rara. Tal vez parte de la sombra proyectada por el sol como cuerpo desde alguna otra estrella muy lejana. Estupendo juego de luces y sombras que delataba que la luz que permite lo visible require a la fuerza la opacidad de una piedra, es también sombra. Pero al notar que aunque el sol se nublase la sombra continuaba absolutamente inalterada, empezó a considerar que era otro asunto. Hablemos pues. Un ratito de conversación fue suficiente para que Fede descubriese que “aquello” ahora ya sí estaba muy lleno, que no era más que un espectro que había tenido, conservaba y necesitaba una vida rica. Aunque quizá no muy divertida. Al llegar a casa, junto a un paso a desvinel, las dos piedras se cogieron de la mano un instante y enseguida se soltaron. Una de ellas lloró y parte de su rostró se oxidó. La otra solamente sintió frío y, tras pensar si alejarse para permitir que el viento secara la mejilla izquierda de Fede, se acercó un poco más y escupió a la otra.